Un 11 de junio de 1900 nacía en Buenos Aires, Leopoldo Marechal. Un 11 de junio de 2005 moría en Francia Juan José Saer, nacido en Serondino, Santa Fe. Más allá de la coincidencia de estas dos fechas, ambos escritores tienen algo en común: haber sido, cada uno a su manera, e incluso de formas contrapuestas, dos pilares de la literatura argentina. Pero quizá haya también otra coincidencia: ambos padecieron el exilio. Marechal fue un exiliado en su propio país porque su filiación peronista lo condenó al aislamiento. Saer se autoexilió en 1968 en Francia. Viajó  hasta allí con una beca y pensó que permanecería  unos pocos meses. Pero ese país se transformó en su lugar de residencia permanente. Quizá buscaba una distancia óptima de la Argentina para poder escribir.

En 2014, en el marco de una entrevista, Eugenia Zicavo le preguntó a Abelardo Castillo acerca de la valoración de la figura de Marechal y por dónde convenía comenzar a leer su obra. Castillo contesto: “Por Adán Buenosayres, que es, sin duda una de las más grandes novelas de la lengua castellana. La lectura que Cortázar hizo de esa novela fue la que le reveló su propia literatura y la que sirvió más tarde para reivindicarlo a Marechal. A Marechal lo llamaba maestro Alejo Carpentier y yo recomiendo comenzar por Adán Buenosayres porque es la obra que mejor lo define (…). El problema de Marechal no fue literario, siempre fue político. Fue muy poco leído por sus adversarios políticos porque era peronista. Y por los peronistas fue muy poco leído porque no era un peronista demasiado aceptable. Era terriblemente intelectual y difícil de leer. No era un autor popular y, mucho menos, populista. Por eso tenía la desdicha, que a veces en literatura es una dicha, de no llevarse bien con nadie. No lo querían los antiperonistas ni los peronistas y eso hizo que tuviera una poderosa independencia.”

La escritora e investigadora María Rosa Lojo lo definió como “el fundador de la literatura argentina moderna.”

Su exilio en su propio país se manifestó de dos maneras diferentes. Por un lado, por las críticas negativas y, por otro, por el silencio aturdidor con que se lo rodeó en su época. El tiempo ejerció una suerte de justicia poética tanto sobre su obra como sobre su figura. Reconocido y valorado luego de su muerte, como sucede con tanta frecuencia, en vida sufrió los efectos del ninguneo que quizá obedeciera no sólo a su filiación política, sino también al carácter vanguardista de su obra.

En 2014 se le rindió homenaje en la Feria del Libro de Guadalajara. En ese momento sus hijas, en diálogo con Tiempo Argentino, se refirieron a este hecho: “Creo que fue una obra que llegó antes de tiempo. Lo mismo pasó con la pintura de Xul Solar, con la de Pettoruti. Los tres llegaron antes de tiempo”, dice María de los Ángeles. “Tan es así –agrega María Magdalena- que AdánBuenosayres se revalorizó con la aparición de El banquete de Severo Arcángelo, que fue un best seller y que arrastró la figura de figura de Leopoldo Marechal vivo. Muchos creían que había muerto. Esto es algo que cuenta él mismo con motivo de su viaje a Cuba, cuando fue convocado como jurado de la Casa de las Américas. En una crónica que escribe de ese viaje dice que algunos de sus colegas lo miraban con asombro al verlo vivo.”

En el 55, sin duda, la autodenominada Revolución Libertadora, marcó un punto crítico en la vida y la obra de Marechal que a partir de ese momento se calificó a sí mismo como “el poeta depuesto” ya que había sido depuesto el gobierno a cuyos principios adhería.

Para dar una idea de las críticas que recibió en su momento, basta con citas solo dos. Lanuza lo tildó de “engreído, resentido y tomista”. Por su parte, Rodríguez Monegal opinó que “las inmundicias con que cubre casi todas sus páginas” eran similares a las que “decoran las letrinas del orbe hispánico”.

Sobre los atributos que hace de AdánBuenosayres una novela innovadora y punto nodal de su obra, dice Lojo en una nota que escribió para Página 12: Adán Buenosayres (1948), no obstante, siguió siendo el texto más citado y frecuentado, como hito de la novelística latinoamericana. Las distintas voces convocadas adujeron numerosas buenas razones: despliega en clave narrativa el programa de la vanguardia y a la vez lo interpela desde adentro; cuestiona el canon nacional reciclando los estereotipos populares y poniendo en valor la cultura plebeya, deconstruye las dicotomías tradicionales y anticipa la nueva novela de Latinoamérica e incluso la novela postmoderna; utiliza la parodia como eje revolucionario de otra visión del mundo y la literatura; propone la nación argentina misma como una gran metáfora vanguardista, creadora de identidades nuevas con los elementos dispares y distantes provenientes de una inmigración ecuménica.”

Curiosamente, el autor de El banquete de Severo Arcángelo y de Megafón o la guerra que junto a AdánBuenosayres constituyen una trilogía insoslayable de la literatura argentina, murió en el mismo mes en que nació, junio, más precisamente el día 26 del año 1970.

De Juan José Saer puede decirse que construyó su proyecto literario de espaldas a las nociones estereotipadas de literatura nacional y latinoamericana y también de espaldas al boom que, entre otras cosas, consistió en una “consagración” europea de cierto exotismo barroco que, según esa mirada, sería propio de América Latina. De esa ubicación a contrapelo nació una literatura exquisita, trabajada en el despojo de las formas cristalizadas del latinoamericanismo literario.

“La pretendida especificidad nacional –dijo Saer- no es otra cosa que una especie de simulación, la persistencia de viejas máscaras irrazonables destinadas a preservar un statu quo ideológico. De todos los niveles que componen la realidad, el de la especificidad nacional es el que primero debe cuestionarse, porque es justamente el primero que, sostenido por razones políticas y morales, aparenta ser indiscutible.” Y agregó: “Esta pretendida especificidad nacional de los latinoamericanos (como cualquiera de sus variantes regionales) origina otros dos riesgos que acechan permanentemente a nuestra literatura. El primero es el vitalismo, verdadera ideología de colonizados, basada en un sofisma corriente que deduce de nuestro subdesarrollo económico una supuesta relación privilegiada con la naturaleza. La abundancia, la exageración, el clisé de la pasión excesiva, el culto de lo insólito, atributos globales de lo que habitualmente se llama el realismo mágico y que, confundiendo, deliberadamente o no, la desmesura geográfica del continente con la multiplicación vertiginosa de la vida primitiva, atribuyen al hombre latinoamericano, en ese vasto paisaje natural químicamente puro, el rol del buen salvaje. El segundo riesgo, consecuencia de nuestra miseria política y social, es el voluntarismo, que considera la literatura como un instrumento inmediato del cambio social y la emplea como ilustración de principios teóricos definidos de antemano. Es evidente que el terrorismo de Estado, la explotación del hombre por el hombre, el uso del poder político contra las clases populares y contra el individuo exigen un cambio inmediato y absoluto de las estructuras sociales; desgraciadamente no es la literatura la que podrá realizarlo.”

Sin duda, Borges estuvo presente en la construcción de su proyecto literario. Su presencia fue cambiando paulatinamente a través de su obra hasta transformarse también en una influencia a contrapelo. Parafraseando la conocida pregunta acerca de si era posible escribir después de Auschwitz, Saer posiblemente se preguntó si era posible escribir después de Borges y respondió a esa pregunta con su propia escritura. No por casualidad es considerado el escritor más importante luego del autor de El Aleph, una figura a la que admiraba tanto como la discutía. Le dio batalla, incluso en el terreno de la novela,  un género que Borges nunca cultivó y por el que sentía, incluso, cierto menosprecio. Por eso Saer escribió en 1981 “Borges novelista”, donde concluye diciendo: “Si las novelas del siglo XX no son novelescas, y si Borges no ha escrito novelas, es porque Borges piensa, y toda su obra lo demuestra, que la única manera para un escritor en el siglo XX de ser novelista, consiste en no escribir novelas.”

Su primer libro de cuentos fue En la zona y se publicó en 1960. Su primera novela se llamó Responso y se publicó en 1963. Su última novela y quizá la más ambiciosa, fue La Grande.  La muerte no le dio tiempo a terminarla aunque sólo le faltaba, según le dijo a su editor de toda la vida, Alberto Díaz, un breve coda de unas 20 páginas. Se publicó en el mismo año de su muerte, 2005.

Aunque dudó de que existiera una especificidad nacional en la literatura, Serondino, su pueblo, fue una presencia permanente en su obra, aunque su tratamiento estuvo alejado de cualquier costumbrismo o receta literaria. Más que un a priori de su escritura, surgió a posteriori como consecuencia de una escritura obsesiva en la descripción y en el detalle, en la morosidad, como si estuviera construida en contra de la rapidez que parece ser una imposición cada vez más perentoria.  

Tanto Marechal como Saer tuvieron una escritura exigente que reclamaba del  lector un gran compromiso con el texto, un compromiso que por lo general sólo suele exigírsele al escritor ya sea que bajo la forma de un reclamo político o de una demanda estética.