Se cumplen hoy 35 años de la muerte de Julio Cortázar que murió en París, el 12 de febrero de 1984, al filo de los 70 años.  Dos meses antes había visitado la Argentina impulsado por la democracia recientemente reconquistada y, quizá sin saberlo él mismo, impulsado también por el deseo inconsciente de despedirse del que seguía siendo su país, a pesar de haber vivido la mayor parte de su vida fuera de él. La suposición del deseo  de despedida tiene un fundamento: siempre fue un hombre agradecido con los espacios en los que vivió y que formaron parte de su historia. “No sé si les ocurre lo que a mí; -dijo en una carta a las Duprat de 1940- yo me quedo en las casas donde he sido feliz, donde he asistido a la belleza, a la bondad, donde he vivido plenamente. Guardo la fisonomía de las habitaciones como si fueran rostros, vuelvo a ellas con la imaginación, subo y contemplo cuadros. Yo no sé si los hombres son demasiado ingratos con las casas o si en mi gratitud hacia ellas hay algo de neurosis.”

Lo cierto es que  poco tiempo antes de que la enfermedad  le hiciera su zancadilla definitiva,  regresó a país de visita sin saber quizá que todo regreso es imposible, que el país que había dejado no era el mismo del que había partido. Éste es el eterno drama de quien emigra: ya no es del lugar que dejó y tampoco es del todo del lugar que eligió para vivir. En este sentido, los escritores latinoamericanos han sido eternos desterrados, condenados al exilio por razones políticas, sin bien Cortázar no lo fue en sentido estricto, sino por propia voluntad. De regreso a París, permaneció internado 10 días en el Hospital de Saint Lazaire debido al agravamiento de su enfermedad, pero los cuidados recibidos no pudieron evitar su partida definitiva.

Gabriel García Márquez dijo en esa oportunidad: “Se ha muerto un gran amigo y uno de los mayores escritores contemporáneos.” Por su parte, el escritor Ítalo Calvino definió su obra como “una proeza literaria” y Juan Carlos Onetti expresó: «Cortázar cumplió la noble tarea de renovación que se había propuesto».

Pero bien dicen que nadie es profeta en su tierra y aunque la figura literaria de Cortázar es insoslayable, en la Argentina ha sido considerado a veces como un adolescente díscolo y hasta un poco frívolo que escribió una novela monumental que hoy sólo puede leerse como pieza arqueológica. Incluso en los elogios es posible detectar a veces cierto menosprecio por el conjunto de su obra: “Cortázar fue un gran cuentista, el cuento es el territorio literario en el que realmente fue bueno”, suele decirse, lo que automáticamente deja en un segundo plano el resto de su obra.

Quizá los argentinos estemos un poco enfermos de solemnidad y la actitud lúdica que se vislumbra en la mayoría de los textos de Cortázar genere cierta resistencia. En el lado exactamente opuesto al de  Ernesto Sabato, Cortázar se negó siempre a escribir con las palabras almidonadas que parecen pensadas exclusivamente para ser leídas por la posteridad. En Conversaciones con Cortázar de Ernesto González Bermejo puede leerse una declaración suya al respecto: “Suponiendo que pudiera rehacer mi vida, la música me interesaría más que la literatura. Sucedió que fue la palabra la que impuso su ley y no solamente no lo lamento sino que tengo la impresión que a todo lo largo de mi vida de escritor lo he pasado bien. En primer lugar –usted lo sabe pero es útil repetirlo- nunca me he tomado demasiado en serio. Aún hoy que llevo escritos catorce libros me niego a considerarme un profesional de la literatura. Cuando voy a países como México donde me dicen ´maestro´, me petrifico; esa atmósfera de respeto que me recibe en los ámbitos académicos me produce una mezcla de irritación y gracia. Porque pienso: ´Si estos tipos supieran quién soy verdaderamente, hasta qué punto no tengo nada de profesional. Me consideraré hasta mi muerte un aficionado, un tipo que escribe porque le da la gana, porque le gusta escribir, pero no tengo esa noción de profesionalismo literario tan marcada en Francia, por ejemplo. La literatura ha sido para mí una actividad lúdica, en el sentido que yo le doy al juego y que usted conoce ya bien; ha sido una actividad erótica, una forma del amor.” Y agrega algo que resultó un argumento para determinadas consideraciones un tanto despectivas de su escritura: “Me ha hecho muy feliz sentir que en torno a mi obra había una gran cantidad de lectores jóvenes sobre todo, para quienes mis libros significaron algo, fueron un compañero de ruta.”

Se ha dicho en muchas oportunidades, más como crítica que como elogio, que Cortázar es un escritor que gusta en la adolescencia precisamente por ese chisporroteo lúdico que fascina y por esa falta de solemnidad que es un signo inequívoco de juventud. Hay quienes lo han considerado como una suerte de acné literario juvenil que se cura con la edad, cuando las hormonas se aquietan y el cuerpo se libera de sobresaltos pasionales para entrar en una cierta rutina adulta. 

Quizá sería apropiado recordar aquí a Witold Gombrowicz quien dice en la primera edición argentina de Ferdydurke: «Los dos problemas capitales de Ferdydurke son: la Inmadurez y la Forma. Es un hecho que los hombres se ven obligados a ocultar la inmadurez y por eso su fachada sólo muestra lo que está maduro. Esa madurez exterior es una mera ficción. Si no se logra unir esos mundos, la cultura será siempre para el hombre un instrumento de engaño». Lejos de la solemnidad y de las fórmulas probadas, la escritura de Cortázar derriba quizá el mito de “la gran obra” producto de una entidad monolítica llamada escritor que es más una máscara social que una realidad.

La idea de que si pudiera volver a hacer su vida posiblemente sería músico, es también un golpe contra la arraigada idea de que la vocación literaria, quizá más que cualquier otra vocación, es un llamado ineludible al que es imposible desobedecer, una suerte de apostolado al que un autor no puede resistirse porque es una misión en el sentido más religioso del término. «No creo que sea muy exagerado decir que, tarde o temprano, a todos los escritores les llega la hora tener que explicar dónde, cómo, cuándo o por qué llegaron a serlo. (…) Es un curioso rito contemporáneo, sin el cual el oficio de escribir, tanto para el propio escritor como para los lectores o para los meros turistas de la literatura, daría una impresión de incompletitud” afirma el escritor chileno Leonardo Sanhueza (Temuco, 1974) en La partida fantasma. Con su actitud Cortázar parece negarse a responder a este mito de origen que transforma la escritura en un destino.  

Desacralizar la escritura, plegar las palabras con el espíritu juguetón de quien hace un animalito de origami, dejar que el deseo de juego de la niñez irrumpa para demoler certezas y derribar monumentos quizá sea no sólo sea una característica distintiva de Cortázar, sino también la más admirable. En el libro ya citado de Ernesto González Bermejo dijo: “Todas las mujeres con las que he vivido –que no son pocas- sin excepción me han dicho en algún momento: Lo que a veces es terrible en ti es hasta qué punto eres un niño. Nunca he sentido que eso fuera un factor negativo porque la contrapartida es esa gran porosidad, la capacidad de captación que tiene el niño y que al adulto, por razones obvias, se le va escapando. –¿Y usted no cree -es una pregunta que hago- que si yo no hubiera conservado esa porosidad que tiene el niño sería el escritor que usted conoce?»

La respuesta es obvia. No por casualidad, en noviembre de 2014, Año Cortazariano, el Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara, México, hizo una muestra en su homenaje: Cortázar para armar. El visitante pudo llevarse de ella como recuerdo diversas cartulinas con dibujos y e líneas punteadas que, al plegarlas, permitían darle forma corpórea a un animal cortazariano como el conejo («Carta a una señorita en París», Bestiario) o el axolotl (Final de juego).

Cortázar invita siempre a jugar, a volver a armar – Rayuela es el ejemplo paradigmático- una obra en el que el punto final es un punto de partida y no una clausura inapelable.