¿Cuál es el colmo de un filatelista? Dibujar y pintar sellos postales propios de países que no existen. No se trata de un mal chiste, sino de lo que el artista estadounidense Donald Evans hizo durante su corta vida (1945-1977): recrear lugares existentes y fundar territorios imaginarios a través de las estampillas que él mismo creaba. 

“Crear sellos postales es para Donald Evans –dice Ítalo Calvino en “El correo y los estados de ánimo” incluido en el libro Colección de arena– fue sobre todo un modo de apropiarse de los países visitados, los lugares donde se vive: su tierra de adopción, Holanda, le inspira los sellos de Achterdijk (Detrás del dique, inspirado en su primera dirección holandesa) y de Nadorp (Pasando la aldea, inspirado en la dirección de un amigo) en los que expresa su amor por los paisajes llanos, por los molinos de viento de varias aspas, e incluso por la lengua holandesa. 

De colores más vivos son los sellos de Barcentrum, por el nombre del bar que Evans frecuentaba en Ámsterdam: una bella serie que es también una lista de bebidas por orden de precios, en vasos todos diferentes. Vamos comprendiendo poco a poco que muchos de estos nombres no son inventados, sino que designan lugares modestos o mínimos por los cuales Evans pasó y a los que atribuye las prerrogativas propias de los Estados soberanos.” 

La imaginación filtatélica de Evans no descansa. Luego de un viaje a Italia funda Mangiare. El valor de la moneda de este singular Estado se mide en gramos y sus sellos, según Calvino, son “un museo de hortalizas”, de la calabaza al brócoli. “Durante la Segunda Guerra Mundial el Estado de Mangiare es invadido por el ejército de Antipasto: una inscripción superpuesta indica los sellos de la zona ocupada. Después de la guerra, una región de Mangiare, llamada Pasta, se proclama autónoma; el «Poste Paste» emite una serie que es un esplendoroso muestrario de variedades de fideos” 

El sentido del humor de Evans corre paralelo a una lírica filatélica -¿hay algo más melancólico, poético y nostálgico que pintar estampillas a mano?- y a una realización plástica obsesiva. En efecto, Evans pinta planchas enteras de sellos con sus correspondientes perforaciones reproduciendo cientos de veces la misma imagen en una época en que no existía la computadora y la repetición obstinada corría totalmente por cuenta del artista.

Pero su carácter obsesivo no se detenía allí. En su colección también figuran sobres pintados, con las arrugas y marcas que solían imponerles sus largos recorridos y, obviamente, con su correspondiente estampilla  y la dirección escrita a mano. Por supuesto, tampoco faltaba el matasellos redondo y con onduladas líneas paralelas. Según Calvino, “Evans ponía particular cuidado en imitar el borde dentado o su falta en las series que pretendían ser más antiguas, anteriores a la invención de la perforadora.” 

¿A qué obedecía su “pasión serial”. El escritor italiano tiene dos respuestas para esta pregunta. Por un lado, Evans expresaba a través de los sellos postales sus estados de ánimo. Las estampillas que creaba eran, en este sentido, una suerte de diario íntimo en colores. Por otro, su trabajo obsesivo tenía carácter celebratorio: “quería contraponer a las celebraciones oficiales, programadas, burocráticas de los ministerios de correos de todo el mundo, un ritual de celebraciones privadas, conmemoraciones de encuentros mínimos, consagraciones de las cosas únicas e insustituibles: la albahaca, una mariposa, una aceituna.” 

Según se relata en el libro de Willy Eisenhart The World of Donald Evans (1981), este artista singular pintó su primera estampilla a los diez años. Era un sello conmemorativo de la coronación de Isabel II. Su voluntad de levantar mundos paralelos se expresaba también a través de la construcción de castillos de arena y ciudades de cartón. Siguiendo la actitud de los coleccionistas, Evans colocó sus sellos postales en un catálogo al que llamó Catálogo del Mundo. Se trata de un gesto artístico por excelencia: edificar un universo paralelo que reemplace o que al menos consuele de las miserias del real.

Bruce Chatwin fue una admirador consecuente de la obra de Evans por lo que prologó el libro de Eisenhart. “En la teología musulmana –dice Chatwin- Dios primero creó la pluma de caña y la usó luego para escribir el mundo. Menos ambicioso, Donald Evans usó el mismo pincel de marta, un Grumbacher N° 2, para pintar un mundo límpido y luminoso, una especie de país de Cucaña, que, sin embargo, reflejaría su propia vida y la vida de su tiempo. El resultado es una novela autobiográfica pintada de cuarenta y dos capítulos, cuyas páginas originales, como las páginas de algún manuscrito iluminado, se han extraviado en el extranjero: de hecho, las posibilidades de volver a montarlas son tan remotas como las posibilidades de realizar el mundo pacífico que retratan. Afortunadamente, Donald Evans mantuvo un registro meticuloso de todo su trabajo e ingresó a cada conjunto de sellos en un catálogo, que creció a medida que su trabajo creció y lo llamó Catálogo del mundo. La copia maestra -y que copias de Xerox- lo sobrevivieron.” 

Estos sellos, según lo relata el autor de En la Patagonia, fueron realizados en dos períodos de cinco años, de los 15 a los 20 años y desde los 26 a los 31, cuando murió atrapado en un incendio en la casa en que vivía en Amsterdam. La muerte también alcanzaría prematuramente a Chatwin, quien tenía 48 años en el momento de su fallecimiento. 

Entre los 20 y los 26, Evans abandonó las miniaturas para pintar grandes cuadros expresionistas pensando, quizá, que los pequeños sellos de colores realizados con acuarela no tenían la envergadura de la pintura “seria”. Sin embargo, no fueron sus cuadros expresionistas los que lo hicieron trascender más allá de su corta vida, sino sus miniaturas dignas de un manuscrito medieval iluminado. 

Por supuesto, no es sólo su destreza técnica y su realización obsesiva las que lo inscriben para siempre en el rubro de los grandes artistas «raros» o inclasificables, sino su talento singular que abarca lo plástico, lo literario y lo filosófico. La realización de sus sellos postales es impecable y tan detallada que hace tomar conciencia al espectador de todos los elementos sutiles que confluyen en una estampilla, como si un sello “falso” fuera la única manera de aprehender las características de uno “verdadero”. Si Baudelaire escribió Pequeños poemas en prosa, puede decirse legítimamente que Evans pintó pequeños poemas en colores. Como ilusionista postal, además, mostró los frágiles límites que separan la ficción de la realidad al punto de construir a través de las estampillas países que no existen fuera de los límites de sus obsesivas realizaciones. 

Ahora que casi nadie manda cartas cabría preguntarse si a Evans le hubiera interesado reproducir la luz evanescente que ilumina los mails, el parpadeo casi imperceptible de la pantalla. A 40 años de su muerte, su obra se vuelve doblemente nostálgica ya que no sólo evoca países soñados como lo hizo en su época, sino que reproduce una especie gráfica en extinción como es la estampilla. Sus sellos postales sobrevivirán como el registro poético de un tiempo en que las palabras, antes de disolverse en los caminos intangibles de la web, eran arabescos de tinta y viajaban por el mundo encerradas en sobres de papel.