“Maestro” es una palabra pesada -con algo del orden de lo trascendental y cargada de misticismo- que no cualquier persona sabe llevar. Un maestro tampoco es algo que se encuentre a la vuelta de la esquina. De nada vale buscarlos: de hecho, como dice el proverbio, el maestro se cruza en la vida del alumno solamente cuando éste está preparado. Años atrás, después de la presentación de un libro, vencí esa suerte de temor que me generaba Irene Gruss -una mujer fuerte, franca, con fama de directa y punzante-, y me acerqué a hablarle. El año en que fui su alumno lo viví como toda una experiencia, un regalo de la vida. Sé que para muchos de los que fueron sus alumnos fue igual. Fundamentalmente porque Irene elegía con quién quería trabajar y lo hacía mediante una entrevista previa. Siempre vi esto como un acto de sinceridad y honestidad intelectual. Para comenzar con un trabajo individual de taller, ella debía estar interesada en la obra del alumno.
El trabajo implicaba un pacto, con reglas claras. Primero, Irene siempre hablaba de “desguazar los textos, llenarlos de preguntas”, un ejercicio en el cual el esfuerzo no se negociaba. Segundo, el sentido del humor era fundamental en cada clase. La posibilidad de saber reírse de uno mismo. Tercero, nada de lo que ella señalaba era personal sino estrictamente profesional.
Todo esto me marcó desde el primer día. Con ella, la responsabilidad de formarse, de corregir, de ir a los libros y películas que recomendaba, era del alumno. Llegar a su departamento, el ritual del café y los cigarrillos (recuerdo que la primera clase, entre risas, me prohibió para siempre NO fumar en su casa), era una dicha. Y después el trabajo impiadoso, con el texto, de meter las manos y “laburar”, de ir a fondo. Cuando le preguntaba cómo resolver determinada situación en un verso, respondía: “No me preguntes a mí, preguntale al texto”. Tal vez esa haya sido su mayor enseñanza: Irene me enseñó a escuchar al poema, a escarbar hasta averiguar qué era lo mejor para el texto. A veces decía: “Acá me estás mintiendo, esto no es verdad: estás haciendo literatura. No hagas literatura: escribí”.
Sus críticas estaban orientadas a cuestiones metodológicas pero también apuntaban al sentido y a la intención del poema. Cuando le llevaba un poema que tenía poca maduración enseguida se daba cuenta y, como si se tratara de una criatura, me preguntaba: “¿Pero esto cuánto tiempo tiene?” o “Dejá que salga todo en caliente y después corregís”. Muchas otras frases geniales las recuerdan sus alumnos: “¿Pero acá, en este poema, dónde estás vos?”, preguntaba por ejemplo. Para Irene lo fundamental era ser uno mismo y lograr profundidad. “Cuando llegás al nudo, no te vayas: no tengas miedo a decir. Pero ojo con ponerte sentencioso”, advertía.
En el prólogo de De piedad vine a sentir, su gran compañero Jorge Aulicino escribe que la frase “y a mí qué me importa” (una de las más características de Irene frente a un texto) refleja a la vez una ética y una estética. Es cierto: era implacable, y en ese “y a mí qué me importa” siempre vi rocanrol, autenticidad y rebeldía como valor. Decía: “Escribí para vos” y entiendo que aquello era un llamado a la responsabilidad, al trabajo y a la búsqueda de la elaboración de la palabra. Irene era incapaz de conceder si no le nacía. Pero a la vez era blanda y tierna, cercana. Y de golpe se iluminaba como en un pase mágico y era entrañable como pocos porque eso venía del mismo lugar de verdad. Supo ser exigente y tierna a la vez, una combinación sumamente difícil de hallar en un maestro.

Opinión
El último libro de Irene

Gabriela Franco

En octubre de 2017 le pedí a Irene Gruss algunos poemas inéditos para publicar en la revista Por el Camino de Puan. Varios días después, Irene me mandó un mail en el que decía, con su estilo habitual: “Aquí van, doña” y agregaba: “Tarde más seguro”.
El correo traía un libro completo: no se trataba sólo de una serie de poemas, sino que el archivo estaba prolijamente editado, listo para mandar a componer y publicar: tenía portada, epígrafe y los poemas estaban organizados en tres secciones numeradas.
Poco después de la muerte de Irene, ocurrida en la Navidad de 2018, sus hijos nos encomendaron a Eduardo Mileo y a mí el cuidado de la edición de esta obra.
Cotejamos los distintos archivos e impresos encontrados, en los que solo detectamos algunas mínimas variaciones (un leve cambio de orden, un poema nuevo, un poema en una forma más condensada), y no fue difícil distinguir la versión definitiva.
Todos estos rasgos nos dieron la tranquilidad y la certeza de que estábamos en condiciones de sacar a la luz el libro, tal cual hubiera querido hacerlo Irene.