Para ciertos autores, la escritura es una guadaña plateada, filosa; para otros, una atmósfera extrañada, o una voz tóxica y penetrante. En cuanto a los de endeble talento, o a los sencillamente haraganes, es la escritura la que hace, en definitiva, algo con ellos. En lo que respecta al estadounidense Stephen Dixon (Nueva York, 1936 – Maryland, 2019), podría hablarse de un discurrir textual semejante al vaivén del pensamiento neurótico; un interminable trayecto sinuoso cuyo corte cobraría el signo de un desmayo, una pérdida de conciencia, una abrupta interrupción. Este “escritor de escritores”, como se lo ha llamado en más de una oportunidad, alcanza con su obsesiva pluma lo que pocos: pulsar la fibra emocional con el mecanismo de la forma.

         Eterna cadencia ya nos había hipnotizado con una serie de recopilaciones del autor, Calles y otros relatos (2014), Ventanas y otros relatos (2015) e Historias tardías (2018); y había puesto en circulación su novela más impactante, Interestatal, en 2016. Ariel Dilon, evidentemente, ha sobrevivido a la tarea, meticulosamente infernal, de traducirla, y vuelve ahora a mostrar su talento en la historia del intricado Gould Bookbinder en, precisamente, Gould. Una novela en dos novelas.

         Contradictorio, acelerado, machista, amoroso con los niños, la vida de Gould se enmaraña en un caótico, constante, diálogo. Diálogo con los demás –sobre todo con las mujeres con las que se vincula–, pero diálogo, fundamentalmente, consigo mismo. Neurótico imparable, su parloteo desnuda un imaginario efervescente e intenciones en cambio constante. Su existencia se trenza de amores veloces o tóxicos, de abortos, de una mujer tan inolvidable como problemática, y así –“Abortos” y “Evangeline”– se titulan, de hecho, los dos capítulos del libro (o, si se prefiere, las dos novelas que se mencionan en el acápite).  

         En un torbellino farragoso, henchido de vastos párrafos, el narrador nos lleva de la conciencia del protagonista a su palabra (que, en un punto, son la misma cosa), y de ella a la de los personajes con los que se vincula. Dixon erosiona los contextos espaciales y distorsiona la cronología, nos marea a su antojo, nos encandila y anula con una prosa hipnótica y serpenteante. La escritura, en nuestro autor, se expande y se bifurca siguiendo los vericuetos del pensamiento; así, Gould cristaliza, en sus extensos y digresivos parlamentos, el obstaculizado fluir de su conciencia. Para decirlo más llanamente: su mente se desenvuelve con el discurrir de su habla. Y, al vivir pensando, no hace otra cosa más que hablar.

         Más allá del interés por lo formal, el autor sabe cómo explorar el campo de la emoción y el sentimiento. Por un lado, la puesta en lenguaje de todo acto y pensamiento alcanza ribetes humorísticos propios de un Woody Allen; por otro, el carácter irrefrenable de la enunciación parecería querer taponar o conciliar un silencio, un vacío existencial que, claro está, resulta imposible de completar. Sentimientos que convergen en una escritura densa, capaz de ser, simultáneamente, agotadora y adictiva; los mismos que Dixon, con maestría, sabe hacer brotar –a veces contradictorios, a veces complementarios– de la sinuosidad del lenguaje.