Alguna vez Ricardo Piglia dijo que la novela es “el basurero de los discursos”. Y no lo dijo por menosprecio, sino, por el contrario, por reivindicación de un género hospitalario que está dispuesto a alojar en su casa la más amplia variedad discursiva. Si Moby Dick lleva en sus entrañas, entre otras cosas, una aventura marina, un tratado sobre los cetáceos, una reflexión sobre el poder y la relación entre los hombres y una poesía en prosa sobre el color blanco, Poeta chileno, de Alejandro Zambra (Anagrama), también tiene una carga heterogénea. Es, quizá, un ensayo afectivo sobre la poesía chilena como una de las formas de la identidad nacional, una reflexión sobre la creación literaria y la paternidad, un espacio para transcribir poemas ajenos y también propios, un conjuro contra la nostalgia del país de origen, un lugar de encuentros y desencuentros, una observación sobre los vínculos tanto entre los humanos como entre los humanos y los animales, en este caso, una gata que se llama Oscuridad que pasea su misterio gatuno por varias páginas. Zambra, como Cortázar y Soriano, es amante de los gatos.

La historia de Poeta chileno gira fundamentalmente en torno a tres personajes: Gonzalo, amante de la poesía y poeta frustrado que se convierte en un buen académico; Carla, con quien entabló una relación y proyectó una familia que se disolvió; y Vicente, hijo de Carla y León, que heredará la vocación de poeta de su padrastro devenido expadrastro.

Zambra es uno de los invitados al Festival de Literatura de Buenos Aires (Filba), que se inauguró el viernes. Apenas se anunció que daría un taller de escritura, los cupos se agotaron. Es que este escritor chileno que reside en México y que alcanzó proyección internacional –nada menos que Enrique Vila-Matas es un uno de sus fervientes admiradores– tiene en la Argentina un amplísimo número de lectores devotos.

Poeta chileno es una novela con un plus de hospitalidad: no solo confluyen en ella desde poemas a fotos, sino que, además, recibe al lector con los brazos abiertos y lo hospeda durante más de 400 páginas. Es de esas novelas que uno lamenta que terminen y haya que volver a la realidad.

–¿Cómo surgió esta novela que habla de Chile como un país de poetas, pero que fue escrita en México? ¿Fue favorable esa distancia para escribir sobre tu país?

–Estuve metido en varios proyectos a la vez, uno de ellos era esta novela, que empecé a imaginar y bocetar cuando aún vivía en Chile y que retomé hace poco menos de cuatro años, cuando nos instalamos en Ciudad de México. Yo había vivido fuera, pero siempre con ticket de vuelta, entonces, al mudarnos acá, Chile apareció por primera vez como lugar de origen, con todo lo que eso implica. Ahora pienso que me concentré en esta novela porque la historia estaba muy ligada a Chile y al habla chilena y ya sentía o presentía la nostalgia. No quería que la nostalgia me invadiera, me enmudeciera, y escribir esta novela fue mi modo de estar allá y de hablar en chileno.

–¿Cómo fue en este caso y cómo suele ser en vos el procedimiento de escritura? –Siempre parto de imágenes o de frases aisladas. Y pruebo mucho, son semanas y a veces meses enteros de puro ensayo y error antes de saber que hay un libro o que puede haberlo o que quiero seguir intentándolo. Igual soy más obsesivo que metódico, pero tengo el hábito de escribir, no lo entiendo como un propósito, ni siquiera lo entiendo exactamente como un trabajo. En este sentido, la diferencia principal de Poeta chileno es que fue un libro muy diurno. Cuando escribí Bonsái o La vida privada de los árboles era básicamente un escritor de domingo, luego me volví cien por ciento nocturno, sobre todo durante los veranos santiaguinos. Esta novela, en cambio, la escribí de día, en un cuartito en la azotea donde pasaba cuatro o cinco horas cada mañana.

Tu libro habla, entre otras cosas, sobre la paternidad, y la gestación en general. Gonzalo es un padrastro, pero también un poetastro, alguien que publicó un solo libro y no tuvo un hijo biológico, a pesar de lo cual tiene una relación entrañable con su hijastro o exhijastro y también con la poesía. ¿Habla esto de la incapacidad del lenguaje de dar cuenta de ciertos sentimientos y relaciones y, al mismo tiempo, de la poesía como un intento de modelarlo para hacerle decir algo que va más allá de su literalidad?

–Yo creo que un poeta es alguien que intenta redefinir todas las palabras. Y claro que puede perder, por supuesto, la mayoría de las veces pierde. A Gonzalo le toca enfrentarse con la palabra padrastro y me gusta pensar que esta novela es nada más que la historia de esa pelea. 

–¿Cuál fue el mayor desafío que te planteó Poeta chileno?

–Creo que siempre lo más difícil es dejar que el libro respire solo. No traicionar la incertidumbre que lo originó. Fue importante también escribir los poemas de Gonzalo y de Vicente. Recién cuando los escribí tuve la sensación viva de que conocía a los personajes. El único poema que siento más mío es Garfield (el «one hit wonder» de Gonzalo), porque hace como 20 años intenté escribir un poema parecido, que entonces no me resultó en lo absoluto. No habría escrito ese poema ahora sin la mediación, sin la ayuda de Gonzalo.

Comenzaste escribiendo poemas o, por lo menos, publicando poemas, pero parece que ganó el narrador. ¿Cómo fue ese proceso si es que lo hubo?

–Aspiraba a la poesía, aunque siempre fui mejor contando historias que escribiendo versos. A los 20 yo era un mal poeta tal vez porque me aprovechaba de la «ilegibilidad» de la poesía; quería hablar sin hablar, simular que decía algo. Era como alguien que asegura que sabe tocar la guitarra y no tiene idea, solo quiere que lo inviten a la banda. Igual no he dejado nunca de escribir poesía o cosas que podrían ser consideradas poemas. He estado escribiendo poemas, de hecho, con mayor intensidad, desde el estallido chileno (hace un año exacto), hasta estos meses de majadera pandemia. Desde el estallido se ha vuelto más difícil para mí vivir lejos de Chile, quizás eso me ha acercado nuevamente a la poesía. O tal vez es más bien la influencia de mi hijo, que ha aprendido a hablar en plena pandemia. Ser testigo de ese aprendizaje ha sido por lejos la experiencia más hermosa de mi vida. Es un tiempo, para todos, de emociones mezcladas, intensas, de diálogos urgentes, de incertidumbre, de cambios necesarios e inminentes.

¿Creés que Poeta chileno podría ser definido como un ensayo-poético-afectivo sobre la poesía chilena en particular y la poesía en general? Me refiero a que es un espacio narrativo y de reflexión que dispara preguntas.

–Qué alegría lo que dices. Era la idea. ¡Gracias!

Carla piensa que la poesía es como una enfermedad contagiosa que, de todos modos prefiere a “la enfermedad previa de la tristeza”. Vicente se contagió de Gonzalo. Juan Villoro dice que la literatura no se enseña, se contagia. ¿Vos también suscribís esa idea o es solo la idea de una de tus personajes? ¿De quién te contagiaste tu amor por la literatura?

–De mi abuela materna, Josefina. Nunca la vi con un libro en las manos, pero escribía cuentos y poemas y era, sobre todo, una extraordinaria narradora oral. Extraordinaria también porque de repente, en medio de un relato, se acordaba de algún detalle y se echaba a llorar y teníamos que consolarla. O le daban ataques de risa que duraban diez, 20 minutos. Ella vivía diciéndome a mí y a mis primos que escribiéramos. Gracias a ella escribir se convirtió en un hábito.

–En la novela incluís una fotografía de la gata Oscuridad, tapas de libros, un dibujo de un tatuaje. ¿Qué papel juega para vos la inclusión de estos elementos gráficos? Lo pregunto porque por alguna razón que desconozco, todos guardamos cosas en los libros, también Gonzalo guarda fotos.

–Me gusta imaginar el efecto que generan esas fotos en la lectura. Supongo que funcionan como una interferencia, como un ruido, su inclusión es un capricho, porque no pueden ser leídas como «pruebas», más bien al contrario. Ahora que lo dices, puede que esta novela venga ya con las fotos guardadas… Antes de venirnos a México doné casi todos los libros que acumulaba en casa a la biblioteca de la universidad donde trabajaba y los bibliotecarios tuvieron la delicadeza de sacar todos los papelitos que encontraron entre las páginas de esos libros y mandármelos por correo. Así que ahora me he dedicado a meterlos en los libros que voy leyendo, para «regresarlos».

Creo que en tu novela hay algo lúdico, algo gozoso. ¿Sentías eso mientras lo escribías?

–Sí, totalmente. Es un libro por momentos bien triste, pero lo escribí durante los dos primeros años de vida de mi hijo, y creo que mi felicidad quedó escrita, de algún modo, en la novela. Lo pasé muy bien escribiendo este libro, que de a poco se fue haciendo cada vez más oral, más conversado. Creo que el gozo de escribirlo estaba ligado, también, como te decía, al deseo de hablar chileno.

–¿Cuál es tu vínculo con los gatos? ¿Tienen una relación con el misterio?

–Ah, soy muy gatero. Espero que esta novela esté a la altura de Oscuridad, la gata negra de la portada, que murió hace cuatro años. Su presencia es lo único cien por ciento autobiográfico de esta novela.

...
(Foto: Mabel Maldonado)

Así comienza Poeta chileno

Era el tiempo de las madres aprensivas, de los padres taciturnos y de los corpulentos hermanos mayores, pero también era el tiempo de las frazadas, de las mantas y de los ponchos, así que a nadie le extrañaba que cada tarde Carla y Gonzalo pasaran dos o tres horas en el sofá cubiertos por un soberbio poncho rojo de la lana chilota, que en el gélido inviernos de 1991 parecía un producto de primera necesidad.

La estrategia del poncho permitía que, a pesar de los obstáculos, Carla y Gonzalo hicieran prácticamente de todo, salvo la famosa, sagrada, temida y ansiada penetración. La estrategia de la madre de Carla, en tanto, consistía en simular la ausencia de una estrategia, a los sumo de vez en cuando les preguntaba, para minarles la confianza, con casi imperceptible socarronería, si acaso no tenían calor, y ellos replicaban al unísono, en el tono titubeante de unos pésimos estudiantes de teatro, que no, que hacía caleta de frío.

La madre de Carla desaparecía por el pasillo y se concentraba en la teleserie, que miraba en su pieza sin volumen –le bastaba el volumen de la tele del living, porque Carla y Gonzalo también veían la teleserie, que no les interesaba demasiado, pero las tácitas reglas del juego estipulaban que debían prestarle atención, aunque solo fuera para responder con naturalidad a los comentarios de la madre…





















Así comienza poeta chileno


Era el tiempo de las madres aprensivas, de los padres taciturnos y de los corpulentos hermanos mayores, pero también era el tiempo de las frazadas, de las mantas y de los ponchos, así que a nadie le extrañaba que cada tarde Carla y Gonzalo pasaran dos o tres horas en el sofá cubiertos por un soberbio poncho rojo de la lana chilota, que en el gélido inviernos de 1991 parecía un producto de primera necesidad.


La estrategia del poncho permitía que, a pesar de los obstáculos, Carla y Gonzalo hicieran prácticamente de todo, salvo la famosa, sagrada, temida y ansiada penetración. La estrategia de la madre de Carla, en tanto, consistía en simular la ausencia de una estrategia, a los sumo de vez en cuando les preguntaba, para minarles la confianza, con casi imperceptible socarronería, si acaso no tenían calor, y ellos replicaban al unísono, en el tono titubeante de unos pésimos estudiantes de teatro, que no, que hacía caleta de frío.


La madre de Carla desaparecía por el pasillo y se concentraba en la teleserie, que miraba en su pieza sin volumen –le bastaba el volumen de la tele del living, porque Carla y Gonzalo también veían la teleserie, que no les interesaba demasiado, pero las tácitas reglas del juego estipulaban que debían prestarle atención, aunque solo fuera para responder con naturalidad a los comentarios de la madre…


























Así comienza poeta chileno


Era el tiempo de las madres aprensivas, de los padres taciturnos y de los corpulentos hermanos mayores, pero también era el tiempo de las frazadas, de las mantas y de los ponchos, así que a nadie le extrañaba que cada tarde Carla y Gonzalo pasaran dos o tres horas en el sofá cubiertos por un soberbio poncho rojo de la lana chilota, que en el gélido inviernos de 1991 parecía un producto de primera necesidad.


La estrategia del poncho permitía que, a pesar de los obstáculos, Carla y Gonzalo hicieran prácticamente de todo, salvo la famosa, sagrada, temida y ansiada penetración. La estrategia de la madre de Carla, en tanto, consistía en simular la ausencia de una estrategia, a los sumo de vez en cuando les preguntaba, para minarles la confianza, con casi imperceptible socarronería, si acaso no tenían calor, y ellos replicaban al unísono, en el tono titubeante de unos pésimos estudiantes de teatro, que no, que hacía caleta de frío.


La madre de Carla desaparecía por el pasillo y se concentraba en la teleserie, que miraba en su pieza sin volumen –le bastaba el volumen de la tele del living, porque Carla y Gonzalo también veían la teleserie, que no les interesaba demasiado, pero las tácitas reglas del juego estipulaban que debían prestarle atención, aunque solo fuera para responder con naturalidad a los comentarios de la madre…




























Así comienza poeta chileno


Era el tiempo de las madres aprensivas, de los padres taciturnos y de los corpulentos hermanos mayores, pero también era el tiempo de las frazadas, de las mantas y de los ponchos, así que a nadie le extrañaba que cada tarde Carla y Gonzalo pasaran dos o tres horas en el sofá cubiertos por un soberbio poncho rojo de la lana chilota, que en el gélido inviernos de 1991 parecía un producto de primera necesidad.


La estrategia del poncho permitía que, a pesar de los obstáculos, Carla y Gonzalo hicieran prácticamente de todo, salvo la famosa, sagrada, temida y ansiada penetración. La estrategia de la madre de Carla, en tanto, consistía en simular la ausencia de una estrategia, a los sumo de vez en cuando les preguntaba, para minarles la confianza, con casi imperceptible socarronería, si acaso no tenían calor, y ellos replicaban al unísono, en el tono titubeante de unos pésimos estudiantes de teatro, que no, que hacía caleta de frío.


La madre de Carla desaparecía por el pasillo y se concentraba en la teleserie, que miraba en su pieza sin volumen –le bastaba el volumen de la tele del living, porque Carla y Gonzalo también veían la teleserie, que no les interesaba demasiado, pero las tácitas reglas del juego estipulaban que debían prestarle atención, aunque solo fuera para responder con naturalidad a los comentarios de la madre…