“Detesto tanto pero tanto El Principito que casi creo que me gusta”, dice el español Andrés Barba, quien ha obtenido el Premio Herralde por su última novela, República luminosa, y que presentó en la Argentina. “Siempre lo detesté, pero nunca me había dado cuenta de la razón. Creo que tiene que ver con la cursilería que ha invadido todos los discursos, desde el político al sentimental. Somos una generación que está derivando hacia una dialéctica de la cursilería –afirma- porque al exponer nuestros sentimientos y no nuestras ideas generamos discursos inexpugnables. Cuando el niño se acerca a la rosa y le dice que, a diferencia de las otras rosas, ella es única porque él la quiere, dice algo muy perverso: que las otras rosas son mierda porque nadie las quiere. La dignidad se la otorga el amor de ese niño repugnante con su bufanda al viento. Pero la rosa tiene dignidad en sí misma o no la tiene.”

No es casual que un libro que consagra la infancia como paraíso perdido le resulte irritante. República luminosa pone en tela de juicio, precisamente, el lugar de la niñez. La irrupción de 32 niños violentos en la vida de San Cristóbal, una comunidad tropical imaginaria, obliga a revisar los lugares comunes del pensamiento sobre la infancia. Estos niños, que hablan una lengua extraña e incomprensible y cuyo origen se desconoce, asaltan un supermercado generando un punto de inflexión en la vida de la ciudad.

A los 43 años, Barba es considerado uno de los grandes narradores en lengua hispana. 

Cuando traspasa la puerta del bar de Plaza Italia donde se realizó la entrevista, es posible comprobar lo que ya anticipaban las fotos: el hombre que ganó el Herralde con una novela sobre la infancia, mantiene aún rasgos infantiles que lo hacen parecer aun más joven de lo que es.

La segunda comprobación es que su conversación es tan atrapante como la prosa que despliega en sus textos.

Tu libro muestra que los niños pueden ser violentos y crueles. ¿Esa violencia es intrínseca o está  provocada socialmente? 

-Siempre que sentimos miedo de algo nos encontramos en un lugar de información. Ese miedo revela algo acerca de nosotros mismos. Y la infancia, cada vez que se cruza con las coordenadas de la violencia, genera un extraordinario pánico social. La violencia es un terreno en el que a todo el mundo se le resbalan los pies. De repente el niño se convierte en un sujeto de violencia y no sabemos si hacer caer el rigor de la ley sobre él o seguir protegiéndolo como a una criatura indefensa. Ese lugar de incertidumbre que cuestiona qué es lo civilizado, qué es lo bárbaro, ese terreno de sombras es el que me interesaba. En cierto sentido es también el terreno en que se sitúa Conrad. 

-La definición de infancia es política. En la Argentina la discusión sobre la baja en la edad de imputabilidad está siempre vigente. 

-Ese es un ejercicio de las derechas totalmente internacional. Cada vez que se produce un hecho de violencia protagonizado por niños o preadolescentes el mundo conservador cierra filas y habla de bajar la edad para condenarlos. En una décima de segundo el niño pasa de ser el ciudadano al que hay que proteger por antonomasia a ser un individuo sobre el que hay que hacer caer todo el peso de la ley. Me interesaba mucho que en esta novela se asistiera a ese cambio repentino de la protección a la penalización. Los procesos donde se da una inmoralidad flagrante vistos desde una perspectiva externa llevan a preguntarse cómo fue posible que pasara lo que pasó. Me refiero, por ejemplo, al Holocausto. Son mínimos traslados lingüísticos que comienzan a cambiar los nombres con que nos referirnos a determinados individuos. Son modificaciones aparentemente banales con que adjetivamos. Cuatro o cinco pasos más adelante ya estamos pasando a cuchillo a 6 millones de personas o justificamos la muerte de 32 niños. Me atraía la idea de desarticular e identificar las fases de ese proceso. 

El narrador de tu novela, dice que lo que Hitler  descubrió es que la gente no tiene vida privada y por eso es propensa a los rituales, las ceremonias. 

-La frase a que te refieres es de André Gide. Me pareció una idea fascinante porque en algún punto es cierto que aquello que no tiene testimonio, lo que no ha sido atestiguado u observado por nadie es un poco como si no se hubiera producido.  Nos cuesta sostener la credibilidad de los episodios sin testigos porque su realidad se volatiliza. 

-Digamos que la realidad es siempre un relato.

-Claro. Por otro lado, los nombres que utilizamos para nombrar las cosas son sociales, compartidos. Hannah Arendt dijo que era fundamental que dejáramos de usar el adjetivo “monstruoso” para referirnos al Holocausto. No es monstruoso sino humano y cuando lo calificamos de monstruoso generamos una distancia protectora. 

-Lo convertimos en excepción y anomalía.

-Sí, pensamos que se han suspendido las reglas del sentido común y no es así, porque lo han hecho los hombres y se puede explicar. Diciendo que es monstruoso edificamos una barricada dialéctica que nos lleva a pensar que nosotros no podríamos hacer algo así. Y eso es mentira porque somos capaces de hacerlo.

-El narrador de tu novela dice justamente que nunca creyó que sería capaz de torturar a un niño durante 48 horas para que delatara el lugar en el que estaban sus compañeros. Todos somos potencialmente victimarios.

-Sí, pero  cuando uno está escribiendo una novela con una voz narradora en primera persona y quiere mantener la simpatía del narrador es difícil llevarlo hasta esos extremos porque entonces la relación con el lector se complica, ya no puede alinearse frívolamente con él porque ha hecho una barbaridad. Por otro lado, lo interesante es que el narrador es un tipo razonable, normal y en cierto sentido buena persona. Lo que hizo podríamos haberlo hecho nosotros en determinadas circunstancias. No hay monstruos, sino personas que hacen cosas extremas en situaciones extremas. Basta que nos enfrentemos a una situación extrema para que comiencen a suspenderse los juicios que tan frívolamente hemos emitido sobre la realidad o sobre la gente que ha hecho atrocidades. Creo que una buena función de la literatura es suspender los juicios morales que en un estado de normalidad emitimos sobre el mundo y sobre las acciones de los demás. Todos nuestros juicios y nuestras acciones están impregnadas de ambigüedad. 

-Aunque San Cristóbal es un lugar imaginario, es claramente identificable con América Latina. La miseria tiene que ver con lo que sucede con esos chicos.

-Sin duda, en ese sentido la novela es muy latinoamericana. De hecho hay comunidades infantiles en Río de Janeiro, en México, en Caracas. Son repúblicas infantiles, comunidades al margen de la vida de los adultos. Una de las dimensiones del libro es precisamente la diferencia entre los estratos sociales. San Cristóbal es una ciudad que ha tenido alguna prosperidad y se ha desarrollado una clase media y la clase media es el lugar en que se establece la conciencia social. El narrador relata desde el lugar de esa clase media recién nacida. Es esa clase media que elige no mirar cuando golpean a un niño en el mercado, la que simula que no ha pasado nada cuando salen a cazar a los niños a la selva. Es la clase media que calla, que otorga, que decide. La clase a la que pertenece Teresa Otaño.

-Una especie de Ana Frank.  

-Sí, una Ana Frank tropical (risas). La mirada hostil sobre los niños es una mirada de clase. En este sentido creo que es una novela muy política. «