La literatura y el cine del yo se han vuelto habituales dentro del paisaje de la producción literaria y cinematográfica contemporánea. Se trata de novelas y películas que exhiben el viaje de autodescubrimiento de sus autores, siempre organizados a partir del retrato más o menos profundo, más o menos descarnado de algún miembro de su propia familia. Aunque sigue habiendo excelentes trabajos construidos sobre esta fórmula, también es cierto que ha ido perdiendo sorpresa conforme se acumulan sus exégetas. Pero como toda tendencia, esta también tiene sus pioneros y precursores. Los padres fundadores que ayudaron a sentar las bases cuando el asunto aún era una novedad, y no caben dudas de que en la Argentina el escritor y documentalista Andrés Di Tella debe ser considerado uno de ellos.

Di Tella empezó a dirigir a mediados de los ’90, interesado por temas vinculados a la cultura nacional, como lo demuestran sus documentales Montoneros, una historia (1995), Macedonio Fernández (1995, con guión de Ricardo Piglia) o Prohibido (1997), en el que investiga la persecución a intelectuales durante la dictadura. Pero con la llegada del siglo XXI y tras la muerte de su madre Kamala, una psicóloga nacida en la India, la filmografía de Di Tella comenzó a acumular trabajos en los que indaga en sus propios relatos familiares. Así, en La televisión y yo (2002) retrata a su padre Torcuato; en Fotografías (2007) viajó a la India para descubrir la vida de su madre antes de convertirse en esposa de su padre. Y en Ficción privada (2019) recrea el vínculo de ambos a partir de las cartas juveniles que se mandaban cada vez que el destino les imponía la fatalidad de la distancia.

Este registro cinematográfico de la intimidad tiene su correlato gráfico en una serie de cuadernos que Di Tella lleva a modo de diario desde hace más de 12 años. En ellos acumula textos personales que abordan temas diversos, pero siempre vinculados a su propia experiencia. Una selección de esos escritos acaba de ser editada con forma de libro bajo el título de Cuadernos (Editorial Entropía). En sus páginas los lectores encontrarán pequeñas viñetas de la vida cotidiana, anécdotas sobre artistas populares o desconocidos que el autor cita siempre desde la admiración, recuerdos surgidos del ejercicio de sus oficios o de su propia intimidad, breves crónicas de experiencias ajenas o personales y también reproducciones facsimilares de algunas ilustraciones que funcionan como un oportuno complemento.

Cuadernos es uno de esos libros que al terminar de ser leídos dan ganas de invitar a su autor a tomar un café o a cenar, para poder conversar con él, discutir algunas de sus ideas o saber más acerca de otras. Uno de los privilegios del oficio del periodista –que arrastra muchas desventajas, en especial en lo referido al pago casi humillante que en la actualidad reciben quienes lo ejercen— es esa posibilidad de invitar a conversar a un escritor, un cineasta, un pensador al cual se admira, para hacerle todas las preguntas que la curiosidad le permita formular. Aunque en pandemia no haya café ni cena posibles y uno deba conformarse con una llamada telefónica o una charla vía Zoom.

Di Tella cuenta que detrás de la escritura de aquellos cuadernos siempre estuvieron sus “ganas de juntar textos”. “Empezó cuando, después de llevar a los chicos temprano al colegio, me iba a tomar un café y aprovechaba para escribir algo”, dice al recordar el comienzo de aquella decisión que terminó convertida en hábito. “Podía ser sobre un sueño, un proyecto en el que estaba trabajando, o simplemente me ponía a describir la forma en que la luz entraba por la ventana. Lo hacía como ritual para conectarme durante un par de horas con alguien mejor que yo, que ahora vive en esos cuadernos”, confiesa.

Para describir de qué se trata Cuadernos, Di Tella recurre a la mejor ayuda posible. “Hay un cuento de Borges, uno de esos minúsculos que escribía, en el que cuenta acerca de un hombre que se propone dibujar el mundo. Para conseguirlo empieza a llenar páginas en blanco con imágenes de provincias, de ríos y montañas, de casas, de instrumentos y de personas. Siguió con ese trabajo por años, pero poco antes de morir descubre que ese laberinto de líneas no es otra cosa que el dibujo de su propia cara”. “El cuento termina ahí y me parece que este libro tiene algo de eso”, reflexiona el director de películas como Hachazos (2011). “Porque hablando de Jack Kerouack, de Norah Lange, de Macedonio o lo que sea, en realidad yo también termino haciendo una suerte de autorretrato.”

–En el libro hay un texto dedicado a William Burroughs y a Brion Gysin, que hace referencia al Cut Up, procedimiento que ellos idearon para superponer formas o textos con el fin de que en esos cruces se produjeran nuevos sentidos. ¿Cuadernos funciona así? ¿Como una superposición de recortes de la memoria que también terminan revelando una figura nueva?

–Sí, pero hay algo del azar en ese recorte. Hay algo que le escuché decir al cineasta alemán Harun Farocki, hablando sobre el trabajo de archivo. Él me decía que había descubierto algo que llamó El Archivo del Revés. Durante muchos años Farocki recortaba noticias de los diarios que le resultaban curiosas, pero cuando volvía a revisarlas años después descubría que le parecía más interesante lo que había quedado en la parte de atrás de esos recortes. Porque había algo de incompleto y azaroso que le generaba curiosidad y lo movía a investigar aquello que había en el revés del archivo. Acá hay algo de eso. Porque en estos cuadernos escribo de todo y lo hago un poco a propósito, porque de alguna manera los escribo para olvidar, para sacarme cosas de la cabeza. Entonces, cuando me pongo a buscar algo, de golpe me encuentro con cosas que había olvidado y que me vuelven con la frescura del redescubrimiento.

...

–La idea misma del Cut Up es muy cercana a la del montaje, procedimiento que el cine reclama como rasgo de identidad, pero que es una herramienta que la literatura utiliza desde siempre y tu libro es una muestra de eso.

–En ese sentido, tomo al montaje como algo natural, como parte constitutiva de mi trabajo. Además, en el tipo de películas que hago la escritura verdadera sucede en el montaje. Es decir, una vez que ya está todo filmado. Alguien dijo que la diferencia entre ficción y documental es que en la primera se escribe el guión antes y en el otro, después, durante el montaje. Y algo de cierto hay. Cuando filmo, a mí me gusta encontrarme con algo que no era lo que había salido a buscar. Es más: cuando se te queman los papeles, eso es lo mejor que te puede pasar, porque estás obligado a encontrar otra cosa. Cuadernos en ese sentido es un libro de montaje.

–También le dedicás un pasaje a la película Of Time and the City, del inglés Terrence Davis, que termina con una frase significativa: “Los momentos dorados pasan y no dejan rastro”. Y tu libro, e incluso casi toda tu obra como cineasta, pueden ser leídos como un intento de conjurar esa afirmación.

–Primero está el deseo de dejar algún rastro de las experiencias intensas y de las personas que uno ha conocido. Pero a la vez está esa sensación un poco angustiante de que igual no es posible, que es como arena que se te escapa entre los dedos. Por eso quise publicar un libro, porque me parecía que había muchas cosas que para mí eran importantes pero que quedaban fuera de la mesa del montaje, para volver sobre ese concepto. Es muy poco lo que entra en una película en términos de información, de historia, de texto.

–¿Te parece que el cine en relación con la literatura te obliga a un ejercicio de síntesis?

–Lo que pasa es que el cine maneja otro tipo de información: las imágenes, el sonido, el montaje en el tiempo, el ritmo. La música propia del cine. Eso trae toda una información y evoca en el espectador todo lo que ya trae consigo. Creo que el cine es eso: una especie de máquina para mover las piezas que están dentro de cada espectador. Pero si vos transcribís todo lo que una película tiene de texto, incluso las mías, que tienen bastante, no juntas más que tres o cuatro páginas. Entonces, no hay lugar para entrar en detalles o hacer cierto tipo de relatos que a mí me interesan y desarrollar una historia de otra manera.

–También contás que el cineasta portugués Pedro Costa define al miedo como una pasión a la que hay que combatir, pero que primero demanda ser reconocida. Teniendo en cuenta tus respuestas anteriores, ¿dirías que el olvido es uno de esos miedos que te movilizan?

–El olvido me da un poco de vértigo. ¿El olvido de qué? Justamente, de las experiencias. Por ejemplo: de las experiencias de mis padres. Siento que mucho de eso se perdió. Yo me habré quedado con algo, mis hermanos también. Gente que los conoció. Pero hay algo de lo esencial de su experiencia que se ha perdido o corre el riesgo de caer en el olvido. Y eso me parece trágico. Por ahí es por eso que hago películas en las que trato de rescatar lo que hay en mí de sus experiencias. Los padres les transmiten sus experiencias a los hijos de muchas maneras y hay algo de eso que uno puede buscar en sí mismo. Entonces, es posible hablar de los demás a partir de esa huella que nos dejaron y eso se aplica a todos los textos del libro.

–En ese gesto también parece haber un acto de gratitud, porque al incluirlos en tus libros y películas de algún modo les permitís trascender su propio tiempo.

–Yo en cambio lo veo como algo egoísta, en el sentido de que me estoy conformando, me estoy montando como persona gracias a ellos. Gracias a descubrir la huella que dejaron en mí Alberto Fischerman, Ricardo Piglia, Narcisa Hirsch. E incluso la que me han dejado personas que nunca conocí, como pueden ser un escritor o personas de las que solo me han hablado. En el libro hay un texto a partir de la muerte de Ed Pincus, un documentalista estadounidense cuyas películas yo no había visto al momento de escribirlo. Pero el solo hecho de haber leído algo en alguna revista o que alguien me comentara algo sobre él generó en mí una especie de locura interpretativa acerca de algo que yo solo podía imaginar. Y estoy seguro de que ese esfuerzo de imaginación llegó a influir en mis películas. Es decir, que un cineasta cuya obra no había visto sin dudas influyó en mi forma de hacer cine.

–Como dice Costa de los miedos, vos afirmás que a una herencia también hay que poder reconocerla. Juntando ambas cosas: ¿sentís que existe algún vínculo entre herencia y miedo?

–Tal vez si lo relaciono con lo que hablamos antes: el miedo a perder esa herencia de nuestros padres y maestros. O más dramático: no entender esa herencia. Eso pasa con los padres, un vínculo que atraviesa momentos de rechazo, de conflicto, de no querer hablar como papá o no querer ser como mamá. Y de pronto, con el paso del tiempo y a veces desgraciadamente con la muerte, uno empieza a entender de otra manera sus legados.

-Una de esas herencias que te dejaron tus padres parece ser Londres, una ciudad con la que tenés un vínculo especial que en el libro queda expuesto a través de una simetría llamativa. Porque cuando tu mamá murió vos vivías allá y tuviste que volver a Buenos Aires. En cambio cuando murió tu papá, 20 años después, vos vivías acá, pero una de las primeras cosas que hacés en ese momento es irte a Londres. ¿Qué representa Londres en tu imaginario personal?

-Yo viví en Londres desde los 9 a los 14 años. Después volví a Inglaterra a estudiar entre los 19 y los 22, pero en Oxford, no en Londres. Así que allá pasé dos períodos formativos muy importantes, sobre todo el primero. Por eso en algún sentido (y es algo que estoy empezando a descubrir un poco gracias a la práctica de los cuadernos), siento que se trata de una especie de patria espiritual. Algo que al mismo tiempo me resulta tremendo de decir, que también siento a Inglaterra como una patria (risas). Sin embargo eso también tiene que ver con la identidad argentina. Porque a mí, por el hecho de haber vivido tanto afuera, cuando volví a Argentina y me planté, hice una especie de esfuerzo voluntario de ser argentino. Y muchas de mis películas también tienen que ver con eso, con la identidad nacional. O por lo menos, con cuál es mi identidad nacional y mi forma de ser argentino. Me parece que hay una forma de ser argentino que tiene que ver con reconocer que a veces uno tiene raíces en otros lados, algo que por supuesto también es muy borgeano. Y eso, que durante mucho tiempo sirvió para hablar de una falta de identidad de los argentinos, yo creo que es una fortaleza. Algo de lo que recién nos estamos empezando a dar cuenta ahora.

–En el texto sobre Pincus mencionás una escena de su película Diarios (1982), en la que su propia mujer, retratada en la intimidad, le reclama “estar siendo sacrificada por la película”. En tus trabajos también es usual que aparezcan miembros de tu familia. ¿Cómo se llevan ellos con esa necesidad tuya?

–Creo que es algo que aprendieron a tolerar (risas). Lo que pasa es que a veces son la película o el libro los que empiezan a mandar. Porque muchas veces cuando estoy filmando no tengo idea de qué es lo que estoy haciendo. De verdad. Pero de golpe, en un momento ocurre eso que el cineasta chileno Raúl Ruíz llama «la transmisión del mando»: de repente ya no es el director el que dirige, sino que la película te va diciendo lo que tenés que hacer. Y entonces el problema es que la película, o en este caso el libro, te piden ciertas cosas que ya no contemplan tanto tus necesidades o las de las personas que te rodean.