Ni bien alguien con cierta intoxicación de la vulgata psicoanalítica comience a leer Así hablaba mi madre del autor marroquí residente en  Francia  Rachid Benzine,  hará un diagnóstico de inmediato. El narrador de este libro, un soltero de 54 años, profesor de literatura, que ha renunciado al matrimonio y a los hijos para dedicarse a cuidar a su madre, es un edípico incurable, alguien que no se ha podido desprender de la figura materna y ha sacrificado su propia vida para dársela a ella. A continuación, sentirá rechazo por él.

Sin embargo, si se avanza en la lectura de esta novela breve con menos prejuicios psicoanalíticos argentinos, se descubrirá a un personaje entrañable con una historia signada por la pobreza,  la orfandad de padre y una madre convencida y sin rencores de que su vida vale menos que la de los otros.

Pero no es esta una novela solo sobre la pobreza  material, sino sobre la forma en que esta pobreza  puede condenar al silencio a quien no puede hablar la lengua de los otros.  

Ya desde la primera escena en la que el narrador  (el hijo edípico) interpela al lector, la historia atrapa: “Seguramente se preguntarán  qué es lo que hago yo en el cuarto de mi madre. Yo, el profesor de Letras de la Universidad Católica de Lovaina. Que nunca logró casarse. A la espera, con un libro en la mano, del posible despertar de su progenitora. Una mamá cansada, agotada, desgastada por la vida y sus vicisitudes. La piel de zapa, de Balzac, es el título del ejemplar. Una edición antigua, tan deteriorada que se le borró la tinta en algunas partes. Mi madre no sabe leer. Habría podido trasladar su interés a cientos de miles de otros textos. Entonces,  ¿por qué este? No sé. Nunca supe. Ni ella misma lo sabe. Pero justo este es el que me pide que le lea a cada momento que se siente disponible, en que necesita estar tranquila, en que tiene ganas, simplemente, de disfrutar un poco de la vida. Y de su hijo.”

La lectura siempre del mismo libro, en este caso de La piel de zapa, resume en pocas líneas ese fenómeno tan común que hace que, a determinada altura de la vida, los hijos se vuelvan padres de sus propios padres. Como los chicos, también esta madre gastada por una existencia dura, encuentra en la repetición del mismo texto, como muy bien lo explicara Bruno Bettelheim, un marco de seguridad en el flujo constante y caprichoso de la vida.

En los años 50, los padres del profesor de Letras dejaron Marruecos y se dirigieron a Bélgica con el deseo de buscar una vida mejor. “Mi madre –dice el narrador – aprendió la lengua de Molière a puro cachetazo y humillación. De hecho, sus patronas más groseras agobiaban sin descanso a esta sirvientucha `árabe`.”

La forma de pronunciar el francés avergonzaba a su hijo, el menor de cinco hermanos, porque en su torpeza delataba su origen pobre y campesino, su falta de recursos culturales para acomodarse a las reglas de una lengua ajena.

Pero no es esta la primera vez que la lengua  condena a esta madre gastada al exilio lingüístico. También lo había sufrido en Marruecos, su propio país. “Mi madre –dice el narrador- muchas veces había evocado su vergüenza por expresarse en bereber delante de esos señores de la ciudad que solo hablaban árabe y se apretaban la nariz ante esa chica que en invierno dormía en el establo entre sus ovejas. Recordaba también su estatus de idiota del pueblo, adjudicado por sus compañeros de juego, que le hacían pagar sin delicadeza su amabilidad beata e ingenua.”

El doble exilio, el del país natal y el de la lengua, parece haber encontrado su fin cuando, postrada en una cama a la espera de la muerte, disfruta de Balzac en la voz de su hijo, una forma peculiar de compensar su analfabetismo.

Se vive en una lengua. ¿Pero dónde vive alguien obligado a habitar siempre en lenguas ajenas? También el exilio linguístico es una forma de la pobreza. Curiosamente, el personaje creado por Rachid Benzine encontró su patria en una lengua literaria. ¿No se habitan, acaso, las historias que nos cuentan los libros? ¿No atrapa el misterio de las palabras que no se comprenden del todo y nos instan a darles significados propios  cuando somos chicos? La lengua de la literatura suele resultar con frecuencia mucho más hospitalaria que la lengua cotidiana.

Es en el transcurso de estas sesiones de lectura intermitente, que el profesor de Lovaina, el que ha vivido entre libros, rememora la vida de su madre y su relación con ella, el desprecio que alguna vez le profesó haciendo propia la mirada de los otros. La injusta vergüenza que sintió por ella porque no encajaba en los modelos socialmente aceptados. “¡Qué locura lo despectivo que puedo ser con mi familia de origen!, dice el narrador. (…)Tenía que tratar de demostrar mi superioridad de base. Yo, el citadino. Ante la mirada de la pequeña  campesina que fue mi madre.”

Así como su madre descubre y redescubra a Balzac, él descubre el heroísmo de su progenitora que dio todo para criar a cinco hijos sola. Descubre también su sabiduría, esa que no se aprende en los libros, la que no tiene prestigio universitario, pero que pocas personas son capaces de adquirir.

Todos los hechos del pasado son rememorados en la habitación donde la madre espera la muerte. Ni bien comienza la novela se descubre en ella la estructura de una pieza de teatro donde todo sucede en un ámbito reducido. No por casualidad el autor es, además de novelista,  dramaturgo. Edhasa publicará próximamente otra de sus novelas, Dans les yeux du ciel, de 2020.

Rachid Benzine nació en 1971 en Kenitra, Marruecos, pero vive en Francia, un país al que se trasladó cuando tenía 7 años. Además de dedicarse a la ficción es politólogo y estudioso del Islam. Trabajó en diversas universidades e instituciones y ha recibido múltiples premios.

Así hablaba mi madre es, sin duda, una pequeña joya  que vale la pena leer.