Una catástrofe climática arrasó con gran parte de los habitantes de la Tierra. Doscientos años después, se ha impuesto una sociedad férreamente estratificada en proletarios, burgueses y millonarios. En ese escenario nace Goma, cuyo padre, trabajador del silicio, tiene los pulmones devastados por ese material. Su madre, como todas las proletarias, vive de venderles a los millonarios los hijos que ha engendrado. Goma es el único que ha podido conservar. La Oficina de Amores se encarga de la explotación reproductiva y los científicos se dedican al «descuerpe» de personas, a enfrascar cerebros y a intentar generar entre ellos una corriente telepática. Los millonarios no quieren correr riesgos genéticos, por lo que eligen por catálago a los hijos engendrados por los proletarios. Tampoco quieren arriesgarse a vivir una vida verdadera, por lo que sus existencias son reemplazadas por «películas de vida». Goma quiere transformarse en actor de esas películas, única forma posible de superar la pobreza y ayudar a sus padres. Esta es, a grandes rasgos, la trama de la última novela de Carlos Chernov, El sistema de las estrellas. En ella plantea un universo absurdo y despiadado que quizá no sea ni más absurdo ni más despiadado que el mundo en el que vivimos

 –¿Considerás que tu última novela es una distopía, una lectura extrema de la sociedad actual?

–Se podría decir que sí, que es una proyección del presente en el futuro. Es un intento de representar un mundo sin cosmética, sin maquillaje. Digo cosmética a propósito porque viene de cosmos, que es el orden para los griegos. Cosmética quiere decir pequeño orden de la cara. Pero uno no puede dejar de pensar que no existe un orden de la cara, sino un maquillaje. En realidad, ahora, a partir de la física cuántica y la Teoría del Caos, parece que tampoco hay un orden del cosmos. En los ’70 la CIA promovía golpes de Estado en Latinoamérica y luego venía a reclamar por los Derechos Humanos. Era algo así como «hacemos daño pero somos buenos». Ese tipo de actitud desaparece en la novela y junto con eso desaparecen muchas creencias falsas con las que uno se sostiene a lo largo de la vida. 

–¿La distopía es una forma de hacer una crítica social sin recurrir al realismo? 

–Creo que, como toda distopía, es una novela política y también, si se quiere, de orden moral, es decir que muestra el mal como diciendo: «Si vamos por ahí, vamos a terminar en esto». También creo que hay una cierta caída de las esperanzas revolucionarias. Ya no estamos en la época de Tomás Moro en la que Utopía era una isla. Hoy hay muchas ideas revolucionarias que fueron llevadas a la práctica. Se conmemoran los 100 años de la Revolución Rusa y uno no se puede olvidar de Stalin. Ninguna ideología vino a reemplazar esas esperanzas revolucionarias. Entonces, no queda mucho lugar para lo utópico porque no resulta creíble. 

–¿Qué tenías a la hora de ponerte a trabajar en esta novela?, ¿un personaje, una trama, una imagen?

–No lo sé. Quería escribir un mundo como imagino el de los romanos, aunque seguramente no fue así. En mi imaginario, en la Roma que aún no fue alcanzada por el cristianismo hay algo despiadado. No había culpa, ni pudor, ni pecado. En la Roma pagana todo era llevado al límite, aunque en realidad es una imagen porque esto sucedió a lo largo de la Historia miles de veces, no sólo en Roma. Es la idea de que si tenés una deuda que no podés pagar, tenés que ser esclavo, vender tu cuerpo, tu fuerza de trabajo. Este fue el disparador de la novela. Es cierto que los proyectos neoliberales, capitalistas, han sido aun más espantosos que los revolucionarios y eso también está en la base del texto. Pero, en realidad, querría escribir novelas policiales, que es lo que suelo leer, pero no me salen (risas). No leo ciencia ficción, sólo en este último año volvía a leer El problema de los tres cuerpos de Liu Cixin, que me parece un buen escritor, pero cuando retomo la ciencia ficción que leía cuando era joven me parece muy pueril, salvo excepciones como Ballard o Stanislaw Lem. Sturgeon, Bradubury y tantos otros ya no me resultan interesantes. El tema es que no leo ciencia ficción pero no puedo evitar escribirla (risas).

–¿Y por qué querés escribir una novela policial?

–Porque es un género que me gusta. Hace poco leí una novela policial de Germán Maggiori, Entre hombres, me pareció buenísima, pero él escribe sobre la «realidad real» y a mí la realidad real se me escapa. Por otro lado, las novelas de enigma tipo Sherlock Holmes no me interesan. Releí hace poco El jardín de senderos que se bifurcan y me gustó porque Borges escribe como los dioses, pero no me movió, es como un juego matemático. Su literatura es rara porque, siendo muy matemática, tiene un nivel inaudito de perfección y creatividad. 

–En tu novela el cuerpo tiene un lugar significativo. ¿Qué importancia le atribuiste en el momento de escribir?

–Fuimos y somos animales y vamos a ser muertos. En mi teoría evolutiva personal vamos de la punta animal a la punta de la muerte, que son órdenes distintos. Lo animal es nuestra parte débil, estamos llenos de órganos que nos pueden liquidar. Pienso que si fuéramos millonarios no deberíamos resolver comprar un Mercedes Benz u otras cosas que tienen que ver con la vanidad. Habría que resolver dos problemas: uno es la reproducción, donde uno juega realmente a la ruleta, y el otro es no morir o elegir el momento de morir, que no es lo mismo. Hay gente que decide suicidarse, pero es distinto. Todo esto se enmarca en un mundo dominado por lo imaginario, porque las películas que les pasan a los cerebros son muy James Bond. Pero ese James Bond fastidia y creo que a la larga, cansa. El cuerpo aparece en su materialidad más pura, des-simbolizado, lo des-metaforizado. Si para Marx los proletarios son los encargados de la producción y una de sus características es tener muchos hijos, en la novela los proletarios son los que venden su prole, no hay metáfora.

–En la novela los científicos aparecen como los que enfrascan cerebros, quieren lograr la telepatía y se valen de médiums. ¿Hay una crítica a las neurociencias?

–Los científicos de la novela están desesperados por establecer una telepatía porque no tienen forma de comunicarse con los cerebros. A mí las neurociencias me causan un poco de gracia. Tomando el positivismo y como herederas de la ciencia dura avalan una verdad muy consistente y no una verdad conjetural como es el psicoanálisis, se arrogan la verdad. Yo soy psiquiatra y psicoanalista. Como psiquiatra, medico. En los ’60, el psicoanálisis no daba medicación, confiaba ciegamente en la palabra. Luego de 40 años ejerciendo como psiquiatra y psicoanalista, me doy cuenta de que ninguna de las dos cosas sirve del todo. Con la palabra el sujeto tiene más oportunidades de saber qué le pasa. Con la medicación puede sentir más alivio a angustias y depresiones. Pero los psicofármacos, salvo algunos, tienen un índice de fracaso bastante alto. Según mi experiencia, los antidepresivos actúan en un 60 por ciento de los casos. El estudio del cerebro es interesante, pero me parece que falta mucho. Creo que hay que tener una mirada piadosa sobre nuestros recursos científicos y terapéuticos pero hay médicos e investigadores que tienen una mirada muy impiadosa sobre el psicoanálisis y lo atacan locamente porque jamás se pusieron a analizarlo ni a estudiarlo, actúan por puro prejuicio. Siempre me acuerdo de un neurocirujano que decía «operé un complejo de Edipo». El paciente tenía un tumor, no un complejo de Edipo. Quizá estuviera mal diagnosticado, cosa que pasa todo el tiempo. 

–En El sistema de las estrellas hablás de una sociedad muy farandulizada, al punto de vivir a través de una película. ¿Esto fue consciente?

–No, no es que decidí hacerlo, pero es algo que tengo incorporado. Progresivamente la imagen se impone sobre la palabra. Hoy no sólo no se leen libros, no se lee nada. Chejov vivía de los cuentos que publicaba y con eso se subvencionaba la carrera de Medicina. Hoy es distinto: con mi carrera en Medicina me autobequé como escritor. La poesía es una especie en extinción. Esto es terrible porque hay una pérdida de riqueza de pensamiento, de capacidad para simbolizar,  un retroceso de la palabra.

–Goma, el protagonista, embaraza a su madre porque la inseminan con su semen. Además, su primer trabajo consistió en tener relaciones con mujeres de la edad de su madre. ¿Son formas distópicas del incesto?

–Creo que junto con la caída de la palabra también hay una caía de la ley. Hay tres prohibiciones de la cultura que son el incesto, el asesinato y el canibalismo, que se cumplen más o menos. El canibalismo es la más rara, la que se ve menos. No fue premeditado lo del incesto, sino que nace del hecho de que el padre está enfermo y estéril y ese es el conflicto de la novela, porque si no es capaz de embarazar a su mujer, ella se puede separar ya que no son un matrimonio, sino una unidad productiva. El padre de Goma lucha para que esto no pase y lo paga con su vida. Todo lo incestuoso fue saliendo de mi inconsciente.

–Planteás también una burocracia que pone nombres ridículos como Oficina de Amores…

–Sí, son eufemismos espantosos como los de cualquier sociedad. El Ministerio de Defensa es en realidad un Ministerio de Guerra y ahora tenemos un Ministerio de Modernización. 

–Y una Dirección de Movilidad en Bicicleta (risas).

–Es que tienen nombres raros porque ocultan su fin real.

–¿Qué devoluciones recibiste de la novela?

–Hay una que me interesó mucho que fue la de Noé Jitrik. Me dijo que no era una distopía sino una utopía antiutópica y que él valoraba su verosimilitud, el hecho de mantener la coherencia en detalles y sobre todo en la construcción del mundo de la novela partiendo de un absurdo desopilante. «