«(…) una de las cosas que más me llamó la atención apenas iniciada la actual pandemia –dice el narrador y ensayista Carlos Gamerro en el prólogo de su último libro, Siete ensayos sobre la peste–, fue cómo mi percepción de ciertas obras había cambiado y seguía cambiando a medida que pasaban los meses: nunca había tomado cabal conciencia , por ejemplo, de que la literatura occidental se inicia con un episodio de peste, en el canto primero de la Ilíada, ni había advertido la presencia fantasmal pero decisiva de la gran pandemia de influenza en Mrs.Dalloway, ni había logrado terminar, por aburrido, el Diario del año de la peste, que hoy me parece no sólo la mejor novela sobre la peste que he leído, sino una de las mejores a secas».

Con la convicción de que la narración de pestes anteriores a través de distintas formas de relato, de la literatura al cine, actúa a modo de espejo y nos permite conocer algo más acera de la forma en que actúan en nosotros y nos modifican es que Gamerro escribió este libro. En él, según lo explicitará al final, hay una intención de otorgarle «un valor predominantemente utilitario a las artes y en particular a la literatura». Por eso, la vasta erudición que muestra en el libro, también es utilitaria en la medida en que no tiene valor per se, sino que está puesta al servicio de la comprensión de esa irrupción extraña que es la peste, al origen que le han atribuido distintos relatos, a su carácter liberador y metafórico, a su relación con el caos y con el orden, al estilo narrativo que genera.

La Ilíada, el Diario del año de la peste de Daniel Defoe, La peste de Albert Camus, el Decamerón de Boccaccio, Muerte en Venecia de Thomas Mann llevada al cine por Luchino Visconti, El amor en los tiempos del cólera de García Márquez son algunos de los anclajes de un texto que recorre muchos otros autores como Virginia Woolf y filósofos como Giorgio Agamben o Michel Foucault e incorpora desde películas de autor a películas de zombis. Gamerro relaciona magistralmente un amplísimo número de obras y creadores y los incorpora en un desprejuiciado mosaico del que surge, enriquecida, la familiar y, a la vez, extraña figura de la peste.

–¿Por qué crees que en la literatura argentina hay poco registro de las epidemias? Vos te referís a las que trajeron los conquistadores españoles, a la fiebre amarilla, a la influenza. Pero hay otras, como la de polio, que tampoco ocupan un lugar importante en lo relatos. 

–Es difícil dar explicaciones causales o estructurales de una ausencia. Y doy el ejemplo de la más famosa y recordada peste que fue la de la fiebre amarilla de 1871 que quedó condensada en el archifamoso cuadro de Juan Manuel Blanes y no en la literatura. Pero es algo contingente, no se puede elaborar una hipótesis acerca de por qué quedó reflejada en la pintura y no en la literatura, sobre todo cuando se trata de un caso puntual. Pero si a lo largo del tiempo uno ve que no se trata el tema o se fija de qué modo se lo encara, quizá pueda pensar en alguna explicación. Vos mencionaste la de polio y a mí me llama la atención la gran pandemia de influenza, mal llamada «gripe española», que tuvo un impacto enorme en todo el mundo y la Argentina no fue la excepción. Sin embargo, uno no ha leído sobre el tema ni tampoco hay una memoria más familiar, algo que se cuente en la memoria de los abuelos y bisabuelos. Es raro. La hipótesis más general es que fue obturada por la guerra y por el relato de la guerra. Porque el tema no es sólo el hecho en sí, sino cómo se va construyendo la memoria de ese hecho así como se construye la memoria de la dictadura o de la Primera Guerra Mundial. Si no se construye esa memoria, sobre todo la memoria colectiva, el hecho no queda registrado de manera espontánea. En el caso de la pandemia de influenza, hay motivos literarios. Muchas de las lecturas sobre el tema se fundan en observaciones de Virginia Woolf, tanto de Una habitación propia como en ese ensayo más breve, Estar enfermo, y es que la guerra tiene un modelo, quizá el más poderoso de la literatura occidental, que es la épica. De hecho, la literatura occidental arranca con la Ilíada, el relato de una guerra. La épica es un modelo prestigioso y, además, un modelo masculino, mientras la enfermedad de por sí no parece algo adecuado para dar forma a un relato y, por otra parte, pertenece a un ámbito del cuidado y, quizá podríamos arriesgar, siempre siguiendo a Virginia Woolf, de lo femenino. Entonces, no goza del mismo prestigio ni de la misma potencia narrativa y cuando coinciden, como es el caso de la Primera Guerra y la pandemia de influenza, el relato bélico tapa al otro.

–Vos señalás que la Ilíada abre con una epidemia.

–Sí, es interesante el hecho de que pandemias y guerras siempre han ido juntas. La fiebre amarilla, que se da primero en Corrientes y luego en Buenos Aires, se produce inmediatamente después y como consecuencia de la Guerra de la Triple Alianza que, en su momento, tampoco fue muy trabajada por la literatura, aunque participaron de ella literatos como el propio Mansilla. Ahora se la trata un poco más. La han abordado Galeano y Belgrano Rawson, por ejemplo. Pero los testimonios de la época son más pictóricos que literarios.

–¿Qué crees que aportan la literatura y el arte a la narración de una epidemia o pandemia que quizá no aporte el estudio histórico?

–Creo que la narrativa y, en algunos casos, la poesía a aportan un principio de orden, una estructura, una consecuencia, una causalidad. Lo que todos vivimos, sobre todo al inicio de la pandemia, fue la sensación de un caos informativo absoluto, cientos de opiniones en la televisión, pero sobre todo en las redes sociales, en un mismo plano de validez. Una hipótesis de máxima de mi libro a partir de todo lo que pude leer sobre un arco de 3000 años de literatura occidental es que las epidemias fueron siempre un elemento constitutivo de la condición humana como la familia, la amistad, la pasión, el deseo sexual, la enfermedad y la muerte. No quiero sonar rimbombante, pero no sé decirlo de otra manera. Es una forma de entender qué somos como seres humanos y cómo reaccionamos ante situaciones extremas, ya sea como individuos o como comunidades. Y, por último y más importante, creo que tanto el cine como la literatura aportan algo específico que no se encuentra en otras formas de saber –aunque uno podría arriesgar que sí en la psicología o el psiconálisis– y es la dimensión inconsciente imaginaria: las hipótesis conspirativas, los miedos alrededor de un posible colapso civilizatorio que desataría una guerra de todos contra todos y que llamo «la pesadilla hobbesiana» o la pesadilla correlativa, que llamo «orwelliana», que imagina un Estado totalitario que iba a adueñarse de la pandemia para encerrarnos y vigilarnos a todos. En la Argentina esta fue una visión paranoica muy fuerte que en su versión más extrema sostuvo que la pandemia no existió, sino que fue un invento para imponer un sistema totalitario. Esta versión tuvo profetas tan prestigiosos como Giorgio Agamben. Hay toda una rama de la literatura y el cine que tiene que ver con pandemias o epidemias imaginarias o incluso películas sobre plagas zombi, dos palabras que apuntan a un funcionamiento claramente viral, manifiestan todos esos miedos o terrores inconscientes hacia el prójimo. La mayoría de las catástrofes, sean naturales o producidas por el hombre, tienden a cohesionar al grupo que se une contra la amenaza. El funcionamiento de una epidemia es distinto porque cada miembro del grupo puede ser una fuente de contagio. De pronto el prójimo, incluso el familiar, se convierte en una amenaza, como lo señalan Boccaccio y otros autores. La literatura en sus formas más imaginativas como la ciencia ficción o la literatura fantástica puede hacer visibles esos temores. Y también hacer visible al «enemigo», porque una de las características de la epidemia es que está causada por algo que no podemos ver. Por eso hay gente que cree que no existió, como si solo pudiera ser creído lo que se puede ver. A través de los vampiros, de los muertos vivos, de los zombis, «el enemigo» se hace visible y puede ser combatido.

¿Hubo o hay en esta pandemia una nueva versión al miedo ancestral al castigo divino? Me refiero a que fue leída como una suerte de venganza de la naturaleza por el maltrato que le damos.

–Creo que resulta curioso que una de las formas de discurso y de activismo que podemos llamar más avanzadas o progresistas, como la del ambientalismo, termina conectándose con la noción medieval del castigo de Dios. Yo trato de pensar, en el libro, algunos de estos extraños «matrimonios ideológicos». Por otra parte, sin duda hay una conexión entre la devastación del planeta, la crisis ambiental, el extractivismo y la pandemia. Pero, al mismo tiempo, creo que es complicado pensar la naturaleza como un agente consciente que se ofende y se venga. De alguna manera estamos volviendo a Dios. La naturaleza no es un sujeto, no es una entidad que ofrece premios, castigos y que debe ser aplacada. En todo caso, se la podría pensar como un sujeto de derecho, que me parece interesante. Me refiero a esto en el capítulo sobre las metáforas de la pandemia. Hay que manejar las metáforas con cierto cuidado. Acepto la lección de Susan Sontag que dice: cuidado con las metáforas, porque siempre se termina diciendo más de lo que se quiere o la metáfora toma una vida propia y dice otra cosa. Cuando se habla de la peste como un enemigo se moviliza la metáfora bélica y se termina justificando la violencia, la vigilancia, el estado de excepción. También, creo hay que tener cuidado cuando se habla de cierto atavismo, de regreso al pasado porque hay que ver a qué pasado se vuelve. La idea del dios vengativo tiene que ver con estructuras religiosas pobladas de dioses que premian y castigan, tanto en el politeísmo griego como en el judaísmo y el cristianismo. En la Ilíada Apolo castiga a los griegos con una epidemia porque han ofendido a su sacerdote y hay que aplacarlo con ofrendas. Pero en las sociedades tribales donde no hay este tipo de dioses, no se ve a la epidemia como un castigo por una falta, sino como un daño del hechicero de otra tribu. La reacción es que el hechicero de la tribu afectada les mande la peste a los otros. Es un modelo de guerra entre pares, no hay una deidad que gobierna todo. El Dios omnímodo que castiga a los hombres no es universal. Una idea a la que vuelvo varias veces en el libro es que lo que más intolerable de una epidemia o una pandemia es que puede haber un porqué, pero no hay un para qué. Es un funcionamiento mecánico de los organismos naturales. Los virus casi ni son organismos, simplemente se replican bien pasando a través de los organismos humanos y, en ese proceso, los seres humanos se pueden morir. Lo metaforizo en algún momento a través del cuento de Poe La máscara de la muerte roja. Detrás de esa máscara no hay nada, está el vacío. La peste es la negación total de todo parámetro humano y eso es tan intolerable que preferimos llenar ese vacío con cualquier idea: que hay un Estado totalitario, una conspiración, un castigo de Dios. Si Dios nos castiga, hay una lógica, como diría Borges, y por lo tanto, es posible hacer algo al respecto. Pero si es una cadena orgánica que meramente se está replicando, ¿qué hacemos con eso? 

Pandemia y negación

Me llamó la atención que Giorgio Agamben pudiera tener frente a la pandemia una actitud de negación.

–Agamben es un pensador brillante que hizo un enorme aporte respecto de cómo un estado de excepción puede volverse permanente frente a la amenaza del terrorismo o el narcotráfico, por ejemplo. Y la pandemia encaja perfecto con su caracterización. No necesariamente la de Agamben, pero muchas hipótesis similares quizá respondan a una mala lectura de una de las hipótesis centrales de Foucault en Las palabras y las cosas. Él dice que ante una enfermedad muy contagiosa como son la peste bubónica y la lepra, que son los dos modelos que aparecen en Vigilar y castigar, se ponen en marcha mecanismos de control para evitar el contagio. Luego, una vez pasada la epidemia o aislados los enfermos en el caso de la lepra, el Estado puede seguir aplicando esos modelos como forma de control. Eso es compatible con las ideas de Agamben. Pero Foucault nunca dice que las epidemias son inventadas, que no existen y que los métodos para controlarlas son desmesurados. Lo que dice es que se mantienen una vez que la epidemia ha pasado. Creo que el error de Agamben consistió en no aceptar que la pandemia era real y, en todo caso, alertar sobre el hecho de que los controles no debían  perpetuarse.

Alegoría, peste y ceguera

–Decís que en Ensayo sobre la ceguera Saramago, al tratar una enfermedad imaginaria, impone sus propias reglas. Pero él alienta una lectura alegórica.

–Saramago es un gran escritor que respeto. Sí creo que la dimensión alegórica es, quizá, lo más discutible de su obra. Pero me parece brillante la lectura que hace en ese libro del Diario del año de la peste de Defoe. De hecho, en más de una entrevista aclaró que su modelo fue Defoe cuya novela es un paradigma de las novelas de la peste. Creo que lo más interesante de Saramago es que plantea la respuesta del gobierno, que es encerrar a los ciegos y dejarlos librados a su suerte. Eso combina lo peor de las pesadillas hobbesianas y orwellianas. En el encierro hay una lucha de todos contra todos. Esa lucha no se da en la sociedad, sino en el encierro totalitario. De hecho, cuando logran salir se encuentran con un grupo de ciegos que tratan de colaborar o, por lo menos, de no hostilizarse. Esto mismo lo encontramos en Defoe. Por eso digo que lo leyó muy bien.