Escritor (poeta, cuentista, ensayista, con varios libros publicados), músico (tocó el banjo y los teclados en grupos de jazz), guionista, docente, publicista político (autor del slogan «Uno de nosotros» que identificó la campaña de Carlos Chacho Álvarez), periodista y peronista, y fundamentalmente humorista, Carlos Marcucci tiene a la venta una parte de su archivo de chistes, unos 20 mil, un número cuantioso pero no todos los que creó y de los que recibió risas ajenas y beneficios durante buena parte de su vida.

Marcucci (86 años, cuatro hijos, seis nietos) nos recibe en su departamento en el barrio de Once. Se mueve con dificultad porque en los últimos años lo atenacearon una retahíla de ACV y una enfermedad de esas que quitan las ganas de reírse: Parkinson rígido. Sin embargo, no resigna su estilo: tiene puesta una remera con una frase impresa del humorista que más admira, Woody Allen. En italiano dice: «Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo no me siento nada bien». Recuerda que debutó escribiendo humor en el suplemento «Gregorio», de la revista Leoplan, allá por 1958.Luego contribuyó con su ingenio en programas de radio (los de Cacho Fontana, Mario Sapag, Nito Artaza, entre otros), en revistas como Mengano y Pitos y flautas, en la revista de La Nación y especialmente en la revista Caras. «Ahí, durante 21 años publiqué unos 200 chistes mensuales. Seguro, entonces, que deben ser bastante más de 20 mil», establece. Afirma que pasó por su cabeza publicar un aviso en la sección de clasificados, «como si vendiera un departamento. Diría: Vendo chistes usados, pero en buen estado. Garantía de eficacia. Tratar con El Gracioso». Marcucci confiesa: «Andá a saber de dónde los copié yo. Durante años mi hermanita me traducía de libros extranjeros, yo, a la vez de inventar y de crear, coleccionaba libros, desempolvaba y reciclaba. Sí: mis chistes están usados, pero no maltrechos. A quien los compre le digo que todavía tienen una vida más». Según Marcucci todo humorista debe tener la siguiente frase de cabecera, de inspiración sarmientina y que alguna vez reconvirtió en chiste: «Bárbaros, las ideas no se matan: se copian».

Esos materiales que le dieron repercusión y sustento por más de 50 años se encuentran ahora a disposición, en la medida de lo posible a cambio de una retribución que lo estimule y que él ya calculó en 100 mil pesos. Incansable generador de viñetas al por mayor, cuenta que su repertorio no es de actualidad. La mesa cercana se llena de carpetas en las que prolijos capitulares prometen chascarrillos temáticos, sobre médicos y abogados, sobre policías y ladrones, sobre novios y matrimonios, sobre padres y niños en la edad del porqué. Apunta que con esta decisión no quiere asustar a favorecedores y amigos: «Todavía tengo para comer, pero sentí que era el momento para desprenderme de estos papeles».

Cuenta que ya hizo ofrecimientos, pero todavía no tuvo respuestas. Y asegura que, llegado el caso podría donarlos. Manifiesta candidatos posibles: a un humorista, como (Alejandro) Gardinetti «porque me gusta y porque tiene esa técnica de hacer raid de chistes por minuto. También podría subirlos a Facebook, que es la red social en la que estoy o dejarlos en la biblioteca de Argentores, para que, de a poco, el que guste, se los vaya llevando». El año pasado Argentores le entregó una plaqueta por cumplir 50 años de socio.

–¿A cuál considera su chiste más logrado?

–A los que hacía para levantarme minas. Creo que esos fueron los mejores. Lo demás fue consecuencia, un poco de esfuerzo y mucho de casualidad. Pero si querés te cuento el peor de todos. Escúchalo, es de mucha actualidad. En el palier de mi edificio estacionaba una silla de ruedas que uso para movilizarme. ¿Querés creer que me la afanaron? Veo que no te hizo reír. Te avisé que era un chiste malo. «