Según informó el diario La Nación Darío Lopérfido (quizá un lacaniano se vería tentado de escribir Lo-pérfido) deja el Teatro Colón ante una “propuesta irresistible” del gobierno para asumir funciones en un organismo que tiene sede en Berlín. Pero lo que en principio parece un premio a una gestión, según fuentes del propio teatro, es una forma elegante de sacarse de encima a un funcionario molesto que hasta el momento produjo más problemas que beneficios tanto para el Colón como para el Gobierno. 

“Es probable –indican dichas fuentes- que para Lopérfido sí se trate de una oferta irresistible porque su gran sueño siempre fue dirigir un teatro lírico europeo, pero las razones por las que se va no son las que se esgrimen ante la prensa.” El negacionismo de Lopérfido tuvo un cierto costo político para él como para el Gobierno, ya que para aplacar las múltiples voces nacionales e internacionales que se levantaron en contra, fue necesario bajarlo de su cargo de ministro de Cultura de la Ciudad. Trascendió, además, que el primer ministro de Canadá, JustinTrudeau, le advirtió en privado a Macri sobre la inconveniencia de tener un funcionario negacionista al frente de una institución de prestigio internacional como el Teatro Colón. Es cierto que al macrismo poco le importan los papelones internacionales, como bien lo demuestra la prisión a que está sometida Milagro Sala desde hace un año. Pero no es menos cierto que en ciertos ámbitos como el de la cultura el negacionismo tiene más rechazo que en otros.

 Según lo señalan fuentes del Colón, es casi imposible encontrar una foto de Lopérfido con algún alto funcionario luego del episodio de su destitución como ministro porque nadie quería quedar “pegado” a una figura tan conflictiva. De todos modos, de haber tenido Lopérfido una gestión brillante, su posición frente a los desaparecidos que, por otra parte, el propio macrismo ha fogoneado, hubiera pasado a un segundo plano. Pero ocurre que su gestión, desde todo punto de vista, se acercó al desastre. Con un presupuesto de 80 millones de dólares, el año pasado el ballet del Colón hizo sólo 35 presentaciones y sólo estaban previstas 22 para este año. Las propuestas fueron más bien pobres y las presentaciones de primer nivel como, por ejemplo, Daniel Barenboim, resultaban inaccesibles para buena parte de la gente que asiste regularmente al teatro. Las entradas oscilaban para ese tipo de espectáculos oscilaban entre 3.000 y 3.500 pesos.

 A esto se suma que cualquiera podía alquilar el teatro por un día y con cualquier fin si disponía de 40.000 pesos. De esta manera, como es tradición en el macrismo, Lopérfido devolvía favores o halagaba amigos. La programación de estas presentaciones amistosas, si interrumpía, por ejemplo, un título que venía del extranjero, ocasionaba grandes erogaciones para el teatro, que debía pagar los gastos de hotelería y mantenimiento el o los días que el elenco extranjero debía permanecer inactivo.

 Las visitas de Al Pacino y Gerard Depardieu fueron la frutilla de un cóctel explosivo, no para el gobierno que aprobaba abiertamente estos hechos lamentables, pero sí para una elite del teatro con capacidad suficiente para ejercer una presión política significativa. Según las fuentes consultadas, la acústica del Colón está preparada para no utilizar micrófonos y la utilización de éstos en las presentaciones mencionadas no sólo sonaba mal, sino que contribuía a deteriorar aun más la ya deteriorada acústica que dejó la remodelación que “aunque siempre se ha negado, los especialistas saben muy bien que es así”. 

La división entre una dirección general y una dirección artística fue un “invento” de Lopérfido que pretendía dirigir la programación y descargar los temas administrativos en otra persona. La oportunidad para el desdoblamiento se le presentó cuando fue nombrado ministro de Cultura. La dirección general del Teatro fue asumida entonces por María Victoria Alcaraz, una funcionaria de carrera y de probada experiencia en ese tipo de gestión. Lo que Lopérfido no sospechaba entonces es que el nombramiento de Alcaraz sería el detonante de su salida del Colón. El enfrentamiento entre ambos fue calificado de “feroz” por quienes viven día a día la realidad del teatro. La experiencia de Alcaraz colisionaba diariamente con el armado que Lopérfido había impuesto. 

Quienes lo conocen de cerca dicen que es una persona arrogante y torpe que se gana enemigos allí donde va. Paulatinamente fue perdiendo apoyos tanto dentro del teatro como del Gobierno desgastado no sólo por los dislates de su gestión que el macrismo hubiera pasado por alto de no ser por la presión ejercida por las élites y por la figura sólida de Alcaraz que hacía más evidentes los desaguisados de Lopérfido.  

Maximiliano Guerra también se va del Colón y en su reemplazo asume Paloma Herrera. La expulsión de Guerra tiene sentido, dado que fue el único “nombre” que Lopérfido pudo conseguir para que respaldara su gestión poniéndose al frente del ballet. Consciente de la situación, Guerra impuso sus condiciones para aceptar el cargo: mantener todas las actividades que realizaba privadamente. Al frente del ballet su gestión fue tan desastrosa como la del propio Lopérfido al frente del teatro. Nunca tomó en cuenta, por ejemplo, que entre sus múltiples funciones figuraba también la función docente. Muchos de los integrantes del ballet pidieron licencia sin goce de sueldo o sencillamente se fueron para encontrar mejores oportunidades en ballets europeos. 

Los trabajadores del teatro respiran con cierto alivio por la designación del mexicano Enrique Diemecke, director titular de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, en reeemplazo de Lopérfido. Aseguran que además de un gran artista es una buena persona, pero temen que no lo dejen ejercer sus funciones con libertad. 

Casualidad o castigo refinado, el destino de Lopérfido es Berlín, un lugar en el que, como sucede en el resto de Alemania,  el negacionismo constituye un delito gravísimo. ¿Aprenderá a cerrar la boca o se cumplirá la sentencia popular de que el zorro pierde el pelo no las mañas?