Cada rama del arte tiene sus genios, aquellos que han sido capaces de ir incluso más allá del talento para llevar sus disciplinas a su expresión más sublime. Los maestros del Renacimiento en la pintura; Shakespeare y Cervantes en las letras; Bach y Mozart en la música, son algunos de los ejemplos más evidentes, pero no los únicos. A todos ellos, artistas eclécticos, los une no sólo la genialidad sino el enorme abismo temporal que los separa del presente. Una consecuencia de la historia milenaria de las artes en las que se destacaron.

El caso del cine es distinto. Se trata, junto con la historieta, de las expresiones artísticas más jóvenes, nacidas al filo del siglo XX. Esta juventud permite que algunos de sus grandes genios sean contemporáneos de muchos de los que hoy leerán este artículo. D. W. Griffith (EE UU, 1875-1948) fue quien estableció las reglas de la narrativa cinematográfica que aún hoy se usan para hacer películas, a partir de una filmografía desarrollada en el período mudo. Sergei Einsenstein (Rusia, 1898-URSS, 1948), padre de los conceptos que rigen el montaje moderno. Orson Welles (EE UU, 1915-1985), responsable de ayudar a complejizar el campo visual del cine, tanto como sus estructuras narrativas y sus herramientas técnicas.

Por supuesto, no son los únicos grandes narradores cinematográficos de la historia. Pero sí algunos de los que a partir de pensar el cine consiguieron revolucionarlo, expandirlo y abrir algunas puertas sin las que hoy las películas podrían ser muchas cosas, pero no lo que son. De esos tres, por una cuestión meramente cronológica, Welles puede ser considerado el hombre que terminó de establecer, ampliándolos, los bordes que le dieron al cine su forma definitiva. El libro Ciudadano Welles. Conversaciones con Peter Bogdanovich, publicado por La Marca Editora, representa una oportunidad invaluable para conocer un poco (mucho) más a uno de los hombres que ayudaron a sentar las bases del lenguaje audiovisual y, al mismo tiempo, definir el arte y la cultura del siglo XX.

Y lo hace de la mejor forma posible, recuperando su palabra viva a través de una serie de intensas charlas que el cineasta mantuvo con Bogdanovich, un colega más joven que también fue uno de sus principales impulsores a partir de finales de los años ’60, cuando Welles se había convertido para Hollywood en poco menos que un paria. Esas conversaciones se convierten en un canal abierto no sólo para que el director de Sed de mal (1958) desarrolle su lúcida mirada sobre los lenguajes del teatro, la radio, el cine y la televisión o para revelar la cocina de sus obras maestras, sino también para que despliegue su arsenal de chismes y anécdotas o para conocer su opinión sobre algunos colegas y sus películas. Y, no menos importante, permite descubrir su carácter de extraordinario conversador, faceta a la que de otro modo sería imposible acceder.

Actor de teatro, radio y cine; dramaturgo; guionista radial y cinematográfico; figura de la radio en los años ’30; director de cine celebrado y caído en desgracia, Welles fue uno de los nombres más importantes de las artes dramáticas de todos los tiempos. Pero su vínculo con el cine no es natural, sino que surgió a partir del éxito y la popularidad que el artista había conseguido acumular como actor y autor en los espacios del teatro y la radio, a partir de su participación como miembro del Mercury Theatre. Cuando a comienzos de los años ’40 Hollywood consigue convencerlo de mudarse al cine a partir de un contrato inédito para la época, en el que se le garantizaba absoluto control creativo de su obra, Welles apenas tenía 25 años. En 1941 estrenó El ciudadano (Citizen Kane), doble debut cinematográfico como actor y director que a partir de sus innovadores efectos visuales y su potente relato sobre un magnate de los medios provocó un sismo en el mundo del cine. Hasta el día de hoy El ciudadano suele ocupar sistemáticamente el primer lugar en casi todas las listas de las mejores películas de la historia. Un sitial de honor que recién durante la década de 1990 empezó a pelear con El padrino (1972), de Francis Ford Coppola.

Bogdanovich, admirador y conocedor de la obra wellesiana, funciona en el libro como un médium entre el pasado y el presente, un condensador de flujo que estimula y orienta los relatos de Welles. Pero a la vez maneja con firmeza el timón del diálogo, navegando diestramente entre los caprichos y las mañas del viejo director, que al momento de los primeros diálogos (finales de la década de 1960) no llegaba a los 55 años. Como todo lo vinculado a la obra tardía de Welles, se trata de un proyecto que alcanzó la categoría de mítico, cuya finalización se vio demorada increíblemente hasta 1992, siete años después del fallecimiento del cineasta. Para conseguirlo hizo falta la intervención de un editor, Jonathan Rosembaum, quien se encargó de reunir, ordenar y encontrar la estructura ideal para que este relato a dos voces llegara a convertirse en libro. Las conversaciones que ambos cineastas mantuvieron en Roma, México, Nueva York o París revelan por un lado la vitalidad creativa de Welles, pero también a un hombre que a pesar de su descomunal talento era tremendamente susceptible a la crítica, sin importar de donde viniera.

En el camino Ciudadano Welles amontona una incalculable lista de grandes frases, que dan cuenta de la inteligencia y el agudo uso del lenguaje de Welles. «El teatro está vivo. Una película no sólo está muerta, sino que ni siquiera es fresca. Nos llega enlatada», dice entre otras cosas y define de manera extraordinaria la historia de amor-odio que lo unió al arte de hacer películas. «