Decir que en Una mujer  (Cabaret Voltaire) de Annie Ernaux la autora narra la muerte de su madre sucedida el 7 de abril de 1986 y los momentos anteriores y posteriores a ella, no es erróneo, pero sí insuficiente. ¿Por qué? Porque más allá de que hable de un hecho “real” y personal, pone al lector frente a frente con uno de los enigmas más inquietantes para el ser humano, el misterio de la muerte.

Pero Ernaux elige hablar de ese enigma que nos interpela y nos angustia sin ningún tipo de reflexión rimbombante. En este sentido, el comienzo no podría ser más claro, sencillo y contundente: “Mi madre murió el lunes 7 de abril de 1987 en la residencia para ancianos del hospital de Pontoise, donde la había ingresado dos años antes. El enfermero dijo por teléfono: `Su madre se ha apagado esta mañana, después de desayunar `. Eran más o menos las diez.”

Carente de sentimentalismos y con algunos datos irrelevantes como “después de desayunar”, este párrafo concentra y anticipa las característica generales del resto del texto. Ernaux elige premeditadamente introducir lo trivial en la narración de la muerte de su madre porque así es como se dan los hechos más relevantes de cualquier existencia, porque las banalidades de la vida cotidiana no se esfuman ante un hecho tan trascendente como la muerte de un ser querido. Por el contrario, la rutina no depone sus rituales: bañarse, comer, dormir. En suma, continuar con la vida aunque la muerte haya irrumpido en ella del modo más brutal. La autora dice incluso que comprende recién a partir de la desaparición de su madre, “la fuerza de las frases corrientes, de los clichés incluso”.

La muerte, por lo menos en el ámbito social, aparece rodeada de un halo de hipocresía, como si todo ser que se va de este mundo borrara antes sus aristas más oscuras para convertirse en alguien impoluto que solo inspiró sentimientos positivos.

En la intimidad, sin embargo, las cosas no suceden de ese modo cinematográfico. Ernaux lo sabe bien y por eso en el texto no muestra solo a una hija dolorida, sino también a una mujer que no había saldado del todo las cuentas pendientes con su madre, a una mujer con sentimientos ambivalentes que recorren el amplio espectro que va del amor a la rabia, aunque los manuales de buenas intenciones proclamen que las madres despiertan en sus hijos un amor absoluto y sin fisuras. No es por casualidad que Ernaux elige como acápite de su libro una frase de Hegel: “Si se dice que la contradicción no es pensable, entonces es ella incluso, más bien, una existencia real, efectiva en el dolor del ser viviente.” ¿Qué es, sino la contradicción lo que impera en el reino de los sentimientos?

En el texto la autora da cuenta de la creencia que subyace en todos sus libros: que lo personal no es personal en absoluto. “Lo que espero escribir de manera más justa -dice- se sitúa sin duda en la intersección de lo personal y lo social, del mito y de la historia. Mi proyecto es de naturaleza literaria, puesto que se trata de encontrar una verdad sobre mi madre que suele solo puede alcanzarse mediante palabras. (Es decir que ni las fotos, ni los recuerdos, ni los testimonios de mi familia pueden procurarme esa verdad.) Pero quiero permanecer en cierta forma por debajo de la literatura.”

Es así que Ernaux pasa revista a la infancia pobre de su madre, a su posterior condición de obrera en una fábrica, a  sus esfuerzos denodados por escapar de la pobreza, a su orgullo y su rebeldía, al obligado ritual del matrimonio, a su felicidad de recién casada, a su ignorancia sobre el sexo, a su coquetería, a su carácter bifronte (“tenía dos caras, una para la clientela, otra para nosotros”), a su deseo de aprender “buenos modales” como una forma de evitar el destino trazado por su condición social. ”Todo lo que hacía –dice Ernaux- lo hacía con ruido.”

Todo el libro está recorrido por la ambivalencia de sentimientos: “Al escribir –dice la autora- veo a veces a la `buena madre`, a veces a `la mala`. Para evitar este vaivén que se remonta a la infancia más remota intento describir y explicar como si se tratara de otra madre y de una hija que no fuera yo. Así, escribo de la manera más neutra posible (…).”

Pero esa pretensión de objetividad, como no podía ser de otra manera, por momentos fracasa: “confundo a la mujer que más ha marcado mi vida con las mujeres africanas que mantienen los brazos de sus hijas pegados a la espalda mientras la matrona procede a la ablación de su clítoris.”

Más tarde, Ernaux referirá la enfermedad de su madre, el Alzheimer,  una suerte de locura senil que la hacía perderse en las habitaciones de su propia casa, dejar de entender lo que leía, desconocer a sus seres más próximos y a hablar con seres que sólo ella veía.

Igual que la compresión de una frase se produce  de manera retrospectiva, es decir, cuando se pone el punto, las vidas de los seres queridos se comprenden o intentar comprenderse luego de que la muerte pone el punto final. Solo que la comprensión de una vida es una tarea destinada al fracaso debido a la complejidad que tiene. Sin embargo, Ernaux, no deja de intentarlo  aunque sepa que lo más lejos que podrá llegar en su intento es a construir su propia versión de su madre, una versión en medio de muchas otras. Con su muerte algo se ha perdido de manera definitiva y es imposible reconstruirlo. Según la autora, una de las cosas que perdió es el nexo que unía “a la mujer que soy con la niña que fui (…) el último nexo del mundo del que salí.”

Un texto doloroso que no hace ostentación del dolor y en el que los lectores, sin duda, reconocerán muchas de las cosas que se sienten ante la pérdida de un ser tan cercano como la madre.  Porque la intimidad, como sostiene Ernaux, también tiene carácter social. No somos seres únicos, estamos atravesados por muchos otros.