Eduardo Lalo, nacido en Puerto Rico, es sin duda uno de los mayores escritores de América Latina y uno de sus intelectuales más lúcidos. Su obra recorre un amplio espectro que va desde una novela como Simone, con la que ganó el Premio Rómulo Gallegos en 2013, a un ensayo filosófico como Intemperie, aunque él minimice la diferenciación de géneros para reconocer sólo el gran género de la escritura. A pesar de que ésta ocupa hoy el centro de su actividad, es también un artista visual en un sentido amplio que abarca el dibujo, la fotografía y el cine. 

Todas estas actividades, aunque diversas, orbitan en torno a un núcleo común: el haber elegido a conciencia una actitud incómoda frente al mundo, la renuncia a ocupar cualquier centro para pensar siempre desde los márgenes, la adopción de un ascetismo existencial liberador que lo mantiene alejado de los engranajes de la gran maquinaria de la industria de la cultura donde suelen triturarse las rebeldías, una búsqueda constante que no le permite apoltronarse en ningún remanso conceptual, un rechazo radical a aceptar criterios instituidos que a falta de espíritu crítico se han naturalizado, como la noción misma de Occidente. 

Esta vez no ha venido a la Argentina a presentar un libro, sino a integrar el jurado del concurso de cuentos de la Fundación El Libro. El escenario del encuentro es el emblemático bar La Paz al que Lalo llega acompañado por Norberto Gugliotella, de la editorial Corregidor que edita sus libros en Argentina. Publicar en una editorial independiente también es una elección tomada a conciencia. 

Cuando se le pregunta sobre la relación entre Puerto Rico y los Estados Unidos afirma «que no es una relación extravagante aunque sí singular» y no demasiado distinta de la que han tenido siempre el resto de los países latinoamericanos con el gran monstruo del Norte. «Yo les recuerdo al resto de los latinoamericanos -enfatiza- que Puerto Rico es el único país de América Latina que ha sido conquistado dos veces. Nosotros compartimos una conquista que ha sido la española, pero a partir de la invasión militar de los Estados Unidos de 1998 tenemos una nueva conquista. A los latinoamericanos que dicen por qué Puerto Rico no se rebela, les recuerdo que lo hizo. El nacionalismo de Albizu Campos fue aplastado. Albizu que fue un negro pobrísimo de Ponce que se graduó en la Escuela de Derecho de Harvard siendo negro y puertorriqueño. Regresó a Puerto Rico, se convirtió en un dirigente político y pasó gran parte de su vida en prisión. Las fotos del final de su vida son patéticas. Tenía elefantiasis porque estando en su celda en los años 50 le emitían radiación porque el uso de la radiación se experimentaba con los presos. Es difícil derrotar al país que ha dominado no sólo política sino también militarmente durante todo el siglo XX y lo que va del XXI y que ha seducido al mundo porque la americanización es un fenómeno mundial. Cómo enfrenta un país pequeño, solo, con un par de pistolas y una escopeta vieja otro que tiene la bomba atómica, portaaviones, sistemas de inteligencia y dinero para comprar conciencias. Siempre he creído que Puerto Rico ha sido un espacio de ingeniería social, y que ese será también el futuro de otras regiones del mundo. El aparente bienestar puertorriqueño era hijo de la Guerra Fría. Puerto Rico era una de las dos vidrieras de los grandes bloques, los Estados Unidos y la Cuba socialista. Cuando se terminó la Guerra Fría todo eso se vino abajo. Hoy Puerto Rico y Cuba son dos países en ruinas que cada vez se parecen más habiendo estado en las antípodas. Cualquiera tiene patente de corso para hablar mal de Puerto Rico, pero si algo puede decirse de mi país es que siendo una colonia ha logrado crear una gran cultura. La tradición literaria de Puerto Rico es muy superior a la de muchos países de América Latina. Luis Palés Matos y Francisco Matos Paoli son poetas continentales. En los años ’50 a Matos Paoli lo pusieron en prisión once meses en solitario por dar cuatro discursos. El fiscal dijo que para él era un bochorno acusar a alguien que había dado cuatro discursos tan excelentemente escritos. En prisión escribía con las uñas en la cal de la pared. Se pasaba el día escribiendo y a la mañana siguiente los guardias volvían a pintar la pared.»

Al promediar su adolescencia, Lalo se convirtió en un buen corredor de fondo. Cómo dejo de ser atleta y se convirtió en escritor es una de las muchas cosas que charló con Tiempo Argentino

-¿Tu condición de corredor tiene algo que ver eso con el hecho de que en tu escritura siempre pongas en escena una figura itinerante?

-Creo que haber sido corredor tiene más que ver con mis orígenes como escritor. Fui un estudiante que ni fu ni fa. Mis padres, cosa que les agradezco, siempre se preocuparon por la educación, por lo que me mandaron a estudiar con los jesuitas a una escuela privada. Fue difícil para ellos porque era una escuela cara, de gente de dinero. Yo no estuve becado, pero estaba apenas un escalón por encima de los becados. Nunca estuve muy contento allí, pero lo primero que logré hacer bien fue correr. 

-¿Cómo descubriste que eras buen corredor?

-Repartía periódicos. Iba en bicicleta con una gran bolsa y los dejaba en las casas. Pero el domingo el periódico era demasiado voluminoso, entonces iba en el auto con mi padre. Él se detenía en una calle y yo tomaba los periódicos y corría para dejarlos en las casas. Volvía al auto y hacía lo mismo en la siguiente calle. Cuando regresé a la escuela se hicieron las pruebas del equipo de campo traviesa. Me metí y resultó que lo hice muy bien. Ser corredor de fondo, como las artes, tiene mucho de empresa absurda. Uno sale a correr un domingo a las cinco de la mañana en la zona que tiene más cuestas. Cuando comenzaron las competencias de los mayores, me metí allí porque se esperaba todo de mí. Pero empecé a quedar cada vez más atrás. En el tramo final tenía dificultades para respirar. En una de las prácticas para el campeonato me desmayo en el baño, se lo oculto a todo el mundo y me voy a la práctica. Días después, en una de las últimas competencias me caigo y me pisan. A los pocos días tengo una doble otitis. Me llevan al médico y descubren que en las fosas nasales tengo unas membranas atrofiadas que se inflaman y no me dejan respirar. Aun así corro el campeonato y es la peor carrera de mi vida. Sentí un vacío. Mi hermano era muy lector y comienzo a acompañarlo a las librerías. De pronto, igual que antes me había dedicado a correr, comencé a recorrer las páginas. Leía cualquier cosa, desde un tratado de economía a una novela. Leía lo mismo a Sabato que a Celso Furtado. La mitad de lo que leía no lo entendía, pero había algo que me enganchaba. De ser un estudiante en el que nadie reparaba, pasé a ser un buen estudiante y gané una beca para ir a estudiar a Nueva York. Quería estudiar Historia o Literatura. Cuando llegué, el primer día me metí en la clase de un profesor chileno que, visto retrospectivamente creo que era muy malo, muy dogmático. Comenzaba la clase escribiendo en la pizarra una frase de Marx. Pero yo decidí que la literatura era lo mío y de la misma manera que me sacrifiqué antes para ser un corredor, comencé a sacrificarme para ser un escritor. Por eso en Intemperie hay una frase de la que ahora conoces su historia interna: «Un escritor es un atleta del fracaso.»

-¿Por qué del fracaso?

-Porque la literatura explora la condición humana. Por eso podemos tener esperanzas frente a los Macri y los Rosselló en nuestro caso, porque la condición humana no está asociada al éxito. La gente que pretende imponer cambios muy grandes tarde o temprano se va a caer. Claro que en el proceso hacen mucho daño. La literatura explora justamente el fracaso humano, la insuficiencia. 

-En Intemperie decís que escribís en una libreta pequeña para hacer economía de palabras y con una lapicera de pluma. ¿Qué te lleva a elegir ese tipo de escritura?

-En esta época tan tecnológica lo olvidamos fácilmente, pero durante cientos y cientos de años escribir era hacerlo en papel, con tinta. Hoy hay programas de computación que pueden sacar inmediatamente la partitura de lo que alguien toca en un sintetizador. Pero esa partitura no es humana. Lo mismo pasa con las palabras, con la lengua. Mientras otra gente de mi edad se ha asociado a lo digital, yo he elegido la tradición del papel y la tinta. Escribo a mano con una Parker 51, con una estilográfica. No sé escribir con bolígrafo. Quizá porque soy también un artista gráfico, visual, para mí es importante la materialidad de la tinta, del pigmento. Para mí la escritura es material y esto lo llevo al extremo en otro libro, Necrópolis, que tiene poesía visual y está ilustrado. El dibujo es un texto, como un texto es un dibujo. Además, la escritura manual pide un ritmo particular. Cuando uno escribe a mano juega en la cancha, no juega un video juego. Creo que la escritura digital se está convirtiendo en un video juego. Escribiendo a mano uno literalmente se mancha los dedos. En mi libreta anoto desde lo que le tengo que llevar a mi madre, que tiene 95 años y está en un asilo –champú, talco, pañales- a borradores de textos literarios y dibujos. Intemperie nace de este tipo de experiencia. La escribí en un momento muy difícil, en que me separé de mi esposa, me quedé prácticamente sin casa, no vi por mucho tiempo a mis hijos. Entonces anduve por ahí, sentándome en una plaza, en el piso, en diferentes sitios. Me parece que cada vez más Buenos Aires crea sus espejismos. Es una ciudad anacrónica en el mejor de los sentidos, donde la cultura del libro está muy presente, pero ¿por cuánto tiempo? Creo que en esta nueva Edad Media en que hemos penetrado, la cultura se va a vivir cada vez más a la «intemperie».

-Decís que la escritura es una excrecencia como la del sudor o el semen.

-Sí, es tinta. Por eso la última sección del libro se llama así, «Tinta». La tinta es una sustancia psicoactiva. Provoca estados alterados de escritura. Intemperie tenía el doble de páginas y lo reduje. Muchos libros ganarían si se les quitaran cien páginas. Incluso a libros buenos, si se les quitan cien páginas, son mejores. La extensión es a veces una decisión extraliteraria, de mercado. De la Gramatología de un autor tan prestigioso y usado tan pedantemente como Derridá, si se le dejara lo esencial, tendría sólo cincuenta páginas. Gran parte del pensamiento francés, si le quitamos los barnices, las elaboraciones barrocas y las miradas al ombligo se convertiría en aforismos. 

El próximo libro de Eduardo Lalo: Historia de Yuqué

Eduardo Lalo habla sobre su nuevo libro próximo a aparecer: «Es un texto muy diferente de todo lo que se conoce de mí -dice- y pienso que va a haber sorpresa en muchos lectores. Desde hace tiempo yo voy a una montaña que es parte de una cordillera del Este de Puerto Rico, la Cordillera de Luquillo. El monte principal se conoce popularmente como El Yunque que es una deformación de su nombre original en lengua taína que es Yuqué, que quiere decir «la tierra blanca». Tengo tres hijos varones. Cuando eran chicos para dormir me pedían que les contara historias y yo les inventaba relatos que ocurrían en El Yunque porque yo había ido allí con ellos. Todos subieron por primera vez ese monte en la mochila en que yo los cargaba. Cuando fueron más grandes subieron por sus propios medios. Siempre me pedían que pusiera esas historias por escrito y lo hice cuando ellos todavía eran chicos. Esos manuscritos se perdieron y me insistieron para que volviera a escribirlos. Hace unos tres veranos me puse a hacerlo. Pensaba en un relato infantil corto. Pero una tarde escribí la primera oración del texto y ahí se me transformó en otra cosa, en la historia de esa montaña desde el origen de la Tierra. Así nació Historia de Yuqué. Escribirlo realmente me ha costado alma, vida y corazón. Ya casi listo para publicar he hecho cientos y cientos de correcciones. Hay una cuestión técnica en esta historia y es que aborda un tiempo mítico que convive con un tiempo histórico. El reto para mí era hacerlos convivir a ambos sin que se notara la costura. Un elemento importante que se añade son diecinueve trabajos de Consuelo Gotay, una gran amiga y gran grabadora de Puerto Rico, que ilustran el libro.