Decir que un libro puede cambiarnos la vida suena a manual de autoayuda. Sin embargo, para quienes encontramos en la lectura un mundo paralelo que contribuye a soportar la realidad, hay textos que constituyen un punto de inflexión. Ciertas lecturas nos permiten acceder a universos desconocidos, sentirnos comprendidos por la presencia fantasmal del autor, encontrar consuelo, identificación o compañía para la soledad y la aflicción. Oro Blanco: historia de una obsesión, del escritor y ceramista inglés Edmund de Waal, es uno de esos libros hospitalarios que nos dejan vivir entre sus páginas y que están destinados a ser recordados para siempre. 

¿Pero qué cuenta en Oro blanco? ¿En qué consiste su singularidad? Lo que narra es la historia de la porcelana, pero no de la manera que sería previsible, es decir, haciendo gala de rigor histórico con llamados a pie de página que mencionen fuentes confiables capaces de convencernos de que lo que cuenta es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. 

Por el contrario, lo que rige esta historia es la subjetividad -que por definición es siempre arbitraria- de un ceramista que también escribe y que por esta razón es capaz de transmitir la sensualidad de la mezcla de caolín y petunse, de mostrarnos qué se oculta tras una taza de porcelana que debió atravesar el infierno y los azares del fuego para ser tan blanca, traslúcida y etérea. «Cuando empecé a escribir –dice De Waal en una entrevista aparecida en Babelia- no había encontrado mi voz. Mis primeros escritos estaban muertos. Entonces, cuando escribí La liebre con ojos de ámbar y me introduje a mí mismo en el libro, eso me permitió expresarme de otra manera. Fue un momento de descubrimiento. El libro no era un libro de historia, ni un libro de memorias, ni mi autobiografía, era todo eso y más. En este libro (se refiere a Oro blanco) he usado esa táctica también.» 

Dicen que sólo se ve lo que se conoce, por eso, en una pequeña pieza nacida de la arcilla, De Waal ve muchísimo más de lo que ve la mayoría. Tiene la capacidad de «leer» la porcelana como si fuera un texto escrito en una lengua extraña. Es que ese material descubierto y trabajado con preciosismo por los chinos cuenta su propia historia al oído de quien sepa escucharla. Sería injusto anteponer su condición de ceramista a la de escritor. En realidad, ambas pasiones parecen tener la misma intensidad o acaso sean una misma pasión de dos caras. «Lo que yo hago y lo que escribo –dijo alguna vez- es una sola cosa. Los objetos devienen en palabras y las palabras devienen en objetos.» 

Descubrió la cerámica a los cinco años y hoy elabora con sus «cacharros» blancos instalaciones, en las galerías y museos más importantes del mundo. No es casual que en su mayoría sus cerámicas sean blancas. Con ellas vuelve tridimensionales las palabras del que quizá sea el capítulo más deslumbrante de Moby Dick, de Herman Melville, el capítulo sobre el blanco. De Waal se declara admirador ferviente de ese autor, al punto que menciona una frase suya en el acápite del libro: «¿Qué es esto de la blancura?» Es obvio que ambos tuvieron una sutileza capaz de percibir las variaciones casi imperceptibles de ese color que es símbolo de luto, de magnificencia imperial y de terror encarnado en la figura de Moby Dick, el enorme cachalote blanco. 

«Estoy en China. Estoy tratando de cruzar una calle de Jingdezhen, provincia de Jiangxi, la ciudad de la porcelana, la fabulosa Ur donde todo empieza. (…) Este es el lugar al que los emperadores enviaban emisarios con pedidos de estanques para carpas hechos de porcelana, imposiblemente profundos, para algún palacio, copas de ritual con tallo, decenas de miles de cuencos para sus residencias. Es el lugar de los mercaderes con pedidos de bandejas para las fiestas de príncipes Timurind, de fuentes de ablución para jeques, de vajillas para reinas.» 

Así comienza el itinerario de De Waal, que continuará por París, Dresde, Plymouth, Londres y Dachau porque tampoco los altos mandos nazis fueron inmunes a la «enfermedad de la porcelana». Su furor por ese material llegó al punto de desviar la leña destinada a los hornos crematorios hacia los kiln cuyas altísimas temperaturas lograban una transmutación alquímica: convertir arcilla en oro blanco. El propio Hitler aparece en una foto del libro admirando las figuras de la fábrica de porcelana de Allach que le fueron regaladas por Himmler. Eran «una especie de cartel de la representación cultural de la SS.» Si algún parecido hay entre El oro blanco y Moby Dick es la armónica conviviencia de lo diverso. Por el texto de De Waal desfilan fábricas de porcelana, teteras, escritores, cuencos, filósofos, tazas, arcilla, músicos y cada uno encuentra su lugar en un texto que al hablar de la porcelana, habla de lo extraño que es el mundo. «

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