Decenas de universidades en el mundo han probado la influencia del arte en la calidad de vida. Cuando ni siquiera existía la palabra cultura, ni las palabras como tales, alguien pintó en una pared a un animal, a un hombre, un gesto. Creó la eternidad de un instante. Y alguien se detuvo ante el mismo, y se emocionó. Escribir cuentos es curativo y existen estudios de la doctora Mónica Bruder que avalan la terapia que esa invención impulsa.

En Suecia hicieron estudios que demuestran que la gente que escucha música vive más y mejor.

Porque la influencia del arte no se agota en quienes lo generan, sino que incluye, quizás con ventaja en el disfrute, a los espectadores. Escribo estas líneas un jueves y pienso en una obra que se llama Teresa esta liebre que vi la semana pasada. Esa noche dos actrices, dos escritoras, dos directoras, entregan un formidable discurso sobre la esquizofrenia, convertido en una pieza teatral emocionante y aleccionadora.

Ellas sufrieron en la creación. Meses de escritura, de preparación, de búsqueda del método. Habrán discutido para evitar los golpes bajos. Habrán lanzado al canasto decenas de papeles, y con sus voces y sus manos inventaron de mil formas a los personajes. Hasta que las líneas fueron perfectas y acordaron cada movimiento, cómo las acompañaría la luz que en el final es un elemento decisivo. Después, la búsqueda del teatro. Movilizar a una decena de personas para producir, hacer la prensa, recorrer el espinel de medios que se inclinan hacia el respeto por ellos. Y una noche, sin saber si irá una sola persona que no sean los familiares y los amigos, estrenan. El viaje solo es envidiable porque están haciendo lo que aman, sin demasiada, y a veces ninguna, compensación material.

Ahora seamos el espectador. Entramos al teatro, nos ubicamos, cruzamos una pierna sobre la otra, apagamos el celular y nos entregamos a la espera.

¿Cómo había sido el jueves que vi el espectáculo? Todo el día había sido tenso en mi vida de periodista. Llegué con cierta amargura por los sucesos del día. Quizás había sido víctima de una injusticia o la había cometido yo. Todo mi ser venía con esa mochila, cargado de elementos que quisiera aventar de mi mente. De pronto, se apagaron las luces y una joven que se llama Florencia Naftulevich, empezó a jugar con mi corazón de espectador.

Olvidé el día y sus pasiones encontradas. La voz y la mirada de la actriz, sus inflexiones, el llanto latente, los ojos enrojecidos a dos metros de las primeras butacas, el personaje y el sufrimiento de su condición de esquizofrénica, tomaron mi cuerpo como si fuera un cirujano y lo fueron limpiando. Salí de mi persona y empecé a ser otro La actriz, el iluminador, las directoras tomaron mi corazón y empezaron a masajearlo. Como se lustra una copa de bronce. Le quitaron sus opacidades, le dieron brillo en las lágrimas que también asomaron en mis ojos. Aplaudir, al cabo, fue una descarga necesaria. Expresar admiración hace bien. Somos lo que admiramos y en la calidad de la apreciación hay más y más placer. Algunos de pie, otros contenidos solo por timidez, completamos el espectáculo, lo redondeamos, lo hicimos nuestro, porque también hay claramente un rol que se nos asigna en ese mundo.

Cuando salí, quise gratificarme con una comida rica. Estaba con personas que habían puesto pausa en las aflicciones políticas y ahora daban rienda suelta al asombro y la gratitud. Se habían activado los mejores recursos y sentimientos de cada uno. Y hubo felicidad gracias al arte.

Le pertenezco a ese mundo y por eso amo las ciudades como Buenos Aires. Dos días después, vi la película “Yo, Daniel Blake”, a las 2 de la tarde. A las 18, el concierto gratuito y estupendo de cada sábado en la Facultad de Derecho. Y a las 20 estaba en el teatro viendo la obra Como si pasara un tren. Las vicisitudes del protagonista de Ken Loach, un coro, una orquesta, el magnífico flautista Diego Wright, el director Roberto Luvini y la música de Ginastera, Brahms y Beethoven y la actuación de Guido Botto Fiora, Silvia Villazur y Luciana Grasso en la obra de Lorena Romanin, me acompañaron con la pregunta de si podría haber hecho algo mejor.

Esa misma noche, a las 22, participe de un programa de TV, en vivo por las elecciones. Fue uno de mis mejores días profesionalmente y lo atribuí al esclarecimiento que ese mundo artístico me había aportado. Sé que mi mente y mi espíritu, mi hambruna de un mundo mejor, funcionaron a pleno y el trabajo se convirtió en una prolongación de mi tarde de espectador. Cruzo la pierna izquierda sobre la derecha. Me acodo en la butaca sosteniendo mi cara con una mano, y me abro de par en par. Es tan simple.

Cuando volví a mi casa, me leí un par de cuentos dublinianos de Joyce, uno que habla de un acto eleccionario contado como es imposible imaginarlo mejor, y después me debo haber dormido.

Sin artistas, leí alguna vez, nos suicidaríamos en masa. No sé los demás, pero el desgano con el que atravesaría la vida, si solo fuera todo lo demás, me anuncian un final precipitado. El personaje caminaría con la mirada vacía, buscando una obra que pudiera salvarlo. Podría redimirlo el hecho de escribir lo que le sucede, o actuarlo, o cantarlo. O comprar una entrada y ver su vida, en el maravilloso silencio de un teatro. <