Por favor, les ruego que recuerden este dato: Si, para pegarle de zurda, el rubio número 10 se apoyaba en la pierna derecha, se le salía la rodilla de lugar. No había otra posibilidad: la tenía lesionada y hacía años que jugaba así… El partido estaba 2 – 1 abajo. No se trataba de un partido cualquiera. Era una final entre los dos mejores equipos de la ciudad y había una multitud. A veces se dice por decir que en una cancha no entra ni una persona más. Esa vez, en cambio, constituía una verdad: no entraba ni una sola persona más. Aun hoy, cuando el calendario marca que pasaron cuarenta almanaques, es posible encontrarse con alguien que, sin dudar, como un honor, asegura que «ese día» acudió al estadio, a nuestro estadio, el de la Avenida España. Arsenal, el rival, tenía un equipazo. Los números lo verificaban. Venía ganando todo. Y, encima, desde el banco lo manejaba un DT que era un viejobicho del fútbol local, uno que se sabía las mañas de todos, incluidas las de los árbitros. El otro equipo, el de verde, llegaba de punto. De punto y con problemas porque justo durante ese partido, durante ese partido que era «el partido», le habían expulsado a un jugador. Por favor, les pido que recuerden este otro dato: Al protagonista de esta historia, algunos años después, le gustaría cantarles a sus hijos el tango «El sueño del pibe» quizás porque recordaba lo que aquella tarde le había sucedido… «  «

(Este es el primer párrafo del cuento que escribió Pablo Aimar, titulado «El Maracaná de la calle España»)