El primer mail de la historia fue enviado hace casi medio siglo. Su emisor no fue un ser humano que quería transmitir información, sino una máquina. Quien lo recibió fue otra máquina. El mensaje no tenía importancia alguna. Lo importante era lograr enviarlo de computadora a computadora. Algunos historiadores de la tecnología afirman que sólo decía QWERTY, curiosamente, las cinco primeras letras de la máquina de la escribir. Quizá se tratara de una prematura nostalgia por las formas analógicas de la escritura.

El programador estadounidense que realizó aquel prodigio fue Raymond Tomlinson, un brillante neoyorkino que se había graduado en ingeniería en el MIT en 1965 y que estaba trabajando en la mejora de un email rudimentario que sólo permitía la comunicación entre usuarios de una misma máquina. Sus mejoras permitieron enviar y recibir mensajes entre diferentes computadoras y resultaron decisivas para que, con el transcurso del tiempo, el email fuera adoptado como una ágil forma de comunicación.

Para identificar a los usuarios, Tomlinson recurrió al signo arroba (@), cuyo nombre proviene del árabe: «ar-roub», que quiere decir cuarta parte. Para los griegos y romanos significaba un cuarto de ánfora. Los copistas de la Edad Media lo utilizaban para hacer más llevadero su trabajo, en reemplazo de la preposición latina «ad» de aparición muy frecuente en los textos. El trabajo de Tomlinson convirtió al email en un instrumento usado masivamente en 1990, con el gran desarrollo de Internet que se produjo en ese momento. Por lo tanto, puede fijarse el nacimiento del email en esa década.

Pero con ese celebrado nacimiento, muchas otras cosas comenzaban a morir. La carta estuvo, sin duda, entre sus víctimas fatales. Ya no se necesitaron buzones ni correos tangibles para comunicarse. Ensobrar palabras para enviarlas a una dirección postal fue perdiendo vigencia y las estampillas lloraron la sensible merma de su especie. 

Puede decirse con razón que quienes vivieron la última década del siglo XX asistieron no sólo a la desaparición de un medio de comunicación tradicional, sino también a la muerte de un género literario en el que los escritores colocaron todo aquello que desbordaba de sus relatos, hicieron crítica de obras propias y ajenas, opinaron sobre el mundo, se conectaron con otros escritores y hasta amaron por correspondencia. 

Pero no es esta la única muerte que el email carga sobre sus espaldas. También murió un subgénero de la novela como es la novela epistolar, aquella que construye su trama en base a cartas y que tuvo gran auge en los siglos XVIII y XIX. Tantas son las novelas basadas en cartas que enumerarlas a todas sería imposible. Pero bastará con mencionar las Cartas persas de Montesquieu de 1721; Lady Susan de Jane Austen, probablemente escrita en 1794; Cartas desde Dinamarca de Isak Dinesen, Donde el corazón te lleve, de Susana Tamaro; Querido Diego, te abraza Quiela de Elena Poniatowska. María Negroni, por su parte, escribió uno de los libros epistolares más hermosos y originales. No es una novela, sino una sucesión de cartas-relato o cartas-poema que les escribe a los autores que leía en su infancia. Se llama Cartas extraordinarias y es de uno de esos libros cuya lectura deja huellas persistentes. Además, liberó a la carta de su condena a muerte: seguirá viva mientras algún escritor se atreva a imaginarla y les llegue a los lectores no a través del correo, sino escondida en un libro.

Además, en Internet hay tutoriales para nostálgicos que enseñan a construir un cálamo con una pluma de ave para escribir cartas como se hizo hasta que en el XIX se inventó la pluma de acero. Un viaje hacia atrás en el tiempo a través de la escritura. Algo fascinante debe de haber en ese viaje. No por casualidad Bruce Chatwin observó que  «en la teología musulmana  Dios primero creó la pluma de caña y la usó luego para escribir el mundo».

El imperio de los sentidos

La nostalgia puede jugarnos una mala pasada haciéndonos creer que todo tiempo pasado fue mejor, lo cual no es cierto. Entre los nostálgicos, denostar a la tecnología es una práctica tan común como injusta. Pero tampoco son justos los defensores a ultranza de lo nuevo cuando dicen que el mail es hoy lo que ayer fue la carta. Entre ellos, igual que sucede con el libro tradicional respecto del ebook, hay de por medio una experiencia sensible. El mail es una voz sin cuerpo, mientras que la carta se construía a partir de la tensión de la mano, de la fuerza ejercida sobre el papel, de tachaduras y enmiendas que expresaban la actitud dubitativa de quien escribía, de lo que decía la caligrafía como texto paralelo. Muchas llevaban restos del entorno del escribiente como una mancha de té o de café. Otras, la salinidad de una lágrima. Las estampillas y los sobres, por su parte, hacían viajar nuestro ADN contenido en la saliva que usábamos para pegarlos.  En una actitud que hoy resulta cursi, a las cartas de amor se las perfumaba como a un cuerpo en sus pliegues más íntimos.

El poeta John Keats (1795-1821) le escribió en una carta a su amada Fanny Brawn en la que le pedía: «Escribe las palabras más dulces y bésalas para que yo pueda al menos posar mis labios allí donde han estado los tuyos». De esta manera da cuenta de la materialidad de la carta como una extensión del propio cuerpo. Julio Cortázar, fue no sólo un compulsivo escritor de cartas, sino también el autor de una de las biografías más sensibles del poeta (Imagen de John Keats, Alfaguara) y quizá su mejor libro. En él homenajeó a la estilográfica que lo acompañó siempre y lo ayudó a acortar la distancia entre París y Buenos Aires a través del correo. «Hace años que he renunciado a pensar coherentemente, mi lapicera Waterman piensa mejor por mí. Parece que juntara energías en el bolsillo, la guardo en el chaleco, encima del corazón, y es posible que a fuerza de escucharlo ir y venir el gran gato redondo cardenal su propio corazón de tinta, su pulpito elástico, se vaya llenando de deseos y de imaginaciones. Entonces me salta a la mano y el resto es fácil, es exactamente ahora».

Los filatelistas lloran

Sí, es cierto, el email jaqueó a la carta y, con ella, también a la estampilla. Es posible que en un futuro más o menos cercano, los filatelistas se vean privados del objeto de su amor y asistan desconsolados al entierro del sello postal.  Por suerte, siempre les quedará la posibilidad de imitar a Donald Evans, orfebre de la estampilla, y pintar con el máximo detalle sus propios sellos y planchas enteras de estampillas, con su reborde blanco dentado, de países que no existen, si no quieren resignarse a ese lugar supranacional o no lugar desde el que se escriben los emails en que el país de origen es apenas una abreviatura en la dirección de correo.

Mientras tanto, es posible que el paso del tiempo cubra  también al email con una veladura de nostalgia. Por lo pronto, hay escritores que lo usan en sus novelas como ayer se usaba la carta. Jorge Nedich tejió a través de emails la trama de su novela El alma de los parias. Daniel Glattauer también utilizó ese recurso en Contra el viento del Norte. Matt Beaumont escribió la novela con el título más corto del mundo, e, hace casi 20 años. En 2004 Daniel Link publicó La ansiedad, donde explora el mundo de la comunicación electrónica a través de emails, chats y videoconferencias.

Además, nada se va del todo. El isotipo de Gmail, por ejemplo, es una eme mayúscula que enmarca un sobre de carta y tanto Hotmail, Yahoo y Gmail se pelean para que los usuarios los consideren, tal como decía una fórmula instituida para colocar las cartas antes de la firma, su seguro servidor . «