La semana pasada a Ari Paluch el combustible espiritual le explotó, literalmente, en sus propias manos. Tras una denuncia por acoso sexual realizada por una microfonista de América 24, Ariana Charrúa, y la viralización del video del «give me five» de inmediato estalló un escándalo y fue separado del lugar que ocupaba en el canal. 

La casi totalidad de sus colegas, desde Jorge Rial a «La Negra» Vernaci, le tiraron con munición gruesa, se fueron sumando testimonios en su contra de otras mujeres que trabajaron con él y uno de sus panelistas, José «Gaucho» Hernández, renunció a su cargo porque, según expresó, como padre de dos mujeres y por solidaridad con su colega, no quería sentirse cómplice. 

Las declaraciones del propio Paluch, anteriores y posteriores al hecho, no ayudaron mucho a mitigar su fama, por lo menos, de misógino. «Hace unas semanas –consigna el escritor Juan José Becerra en La Agenda Revista– (Paluch) habló con Gonzalo Falco, abogado de Aléxis Zárate, el futbolista condenado a seis años y medio de prisión por violar a Giuliana Peralta en 2014. Entonces el Maestro va y le pregunta si la víctima es ‘presuntamente lo que en la jerga se llama una chica fiestera’.» 

En el medio televisivo hubo un acuerdo casi unánime en que lo relatado por Charrúa no era una novedad: según lo expresaron diversas figuras, casi todos estaban al tanto de que el guía espiritual del macrismo tenía una bien ganada fama de maltratador y acosador de mujeres. 

La pregunta es por qué, si todos lo sabían, el hecho no fue denunciado antes. La respuesta excede las individualidades, va mucho más allá de las figuras de Paluch y de Charrúa, y tiene que ver con el cruce entre la Historia que se escribe con mayúscula, la de la sociedad, y la historia que se escribe con minúscula, la personal.

El acoso sexual a las mujeres no es nuevo ni privativo del ámbito de la televisión. Sin embargo, ¿quién se hubiera atrevido a denunciar el abuso de un jefe hace tan solo unos pocos años? O, de haberse atrevido, es bastante probable que la despedida hubiera sido la denunciante y no el denunciado, o que hubiera caído sobre la mujer el mote de «fiestera», «chica fácil» o «provocadora», lo que habría bastado para justificar la actitud abusiva. El silencio femenino siempre estuvo garantizado por la cultura. Si hasta 1947 las mujeres no tuvimos derecho al voto, ¿por qué habríamos de tener voz? 

Pero no es necesario remontarse tan atrás en el tiempo para encontrarse con actitudes patriarcales. Hasta hace poco el periodismo policial usaba el eufemismo «crimen pasional» para referirse al asesinato de una mujer. El cambio por el término «femicidio» no fue una sustitución de nombre, sino un cambio de concepto porque alegando un arrebato pasional, que es como decir un exceso de amor, el crimen de una mujer estaba justificado. No es la pasión excesiva de su pareja lo que condena a una mujer a la muerte, sino la creencia culturalmente arraigada de que «algo habrá hecho» y por eso merece ser apaleada y morir. 

Es cierto que gobierna la Argentina un presidente que aseguró que a toda mujer le gusta que le digan que tiene un lindo culo. No es menos cierto que se siguen perpetrando abusos sexuales y femicidios con una frecuencia alarmante. Sin embargo, hay algunos indicios de que el paradigma cultural referido a la mujer muy lentamente comienza a cambiar. Y ese cambio no se está produciendo por azar o por una evolución natural de los conceptos referidos a las mujeres, sino por la lucha femenina, desde Evita a las Madres de Plaza de Mayo, desde las feministas de principios del siglo XX hasta el Ni Una Menos. 

El escándalo que desató el caso Paluch –no importa aquí considerar tanto la anécdota en sí misma como la reacción que produjo– es un indicador de cambio. Lamentablemente, los tiempos de la Historia son demasiado lentos en relación con los de la historia personal, pero una y otra están indisolublemente unidas. Para denunciar un abuso sin que la denuncia se vuelva en contra de la denunciante hay que contar con un consenso social acerca de los derechos de la mujer. 

Es necesario recalcar, además, que el escándalo del «give me five» es doblemente significativo porque estalló en la televisión que es el Reino del Culo por antonomasia. Todavía muchos programas no se piensan con la cabeza, sino con los glúteos. El modelo de la muñeca Barbie como ideal de belleza femenina sigue vigente, pero no es descabellado pensar que si la conciencia de la sociedad acerca del lugar y los derechos de las mujeres sigue creciendo, algún día llegará a ser lo suficientemente grande como para dejar definitivamente de jugar con las muñecas.