Padecer un tumor cerebral puede ser una catástrofe existencial que no sólo afecta al enfermo sino a todos sus seres queridos, o puede ser, cuando se lo supera, algo más: el punto de partida para una obra maestra de la literatura. El escritor y periodista húngaro Frigyes Karinthy fue capaz de transformar su padecimiento en la mejor escritura haciendo que su experiencia trascienda las fronteras de lo personal para convertirse en un relato capaz de interpelar a cualquier lector. Viaje alrededor de mi cráneo de Karinthy, resultado de ese doloroso trancea  ha pasado a integrar la colección Rara Avis de Tusquets al cuidado de Juan Forn y leerlo constituye una experiencia extraordinaria. 

Forn ya había aludido al libro en 2015 en una nota de Página 12 que ahora constituye el prólogo de la obra. Si hemos de creerle –Forn parece asumir el periodismo como género de ficción y a veces introduce datos que si bien son de dudosa veracidad, son necesarios para convertir un artículo en una lectura apasionante- conoció al autor y al libro gracias a un librero de ejemplares viejos que le regaló un volumen destartalado. Sea verdad o no –todo origen es siempre nebuloso y hubo algunas ediciones del libro en español-, lo cierto es que el supuesto librero lo puso en posesión de una joya y hoy la joya está al alcance de todos. Además, a diferencia de lo que suele pasar con la mayoría de los prólogos, el suyo es una pieza de antología que despierta inmediatamente la curiosidad y empuja con urgencia a la lectura. 

Karinthy escribió diversos géneros, desde teatro a novela, cuento y poesía. Tenía un enorme sentido del humor al que tomaba muy en serio al punto de acuñar la frase “con el humor no se bromea”. “No había autor más popular en Budapest en los años 20 y 30 –dice Forn-: escribía tres columnas semanales, divertía y se divertía por igual, de todo sabía y de todo opinaba: pregonaba el esperanto aunque se negaba a aprender una sola palabra en ese idioma; era capaz de escribir un gran poema y convertirlo después en copla publicitaria para un aviso de pasta de dientes; fue el inventor de la famosa teoría de los seis grados de separación con su cuento Cadenas (en el que sostenía que no había persona en el mundo a más de seis amistades de distancia de él e igualmente famosa era su perpetua precariedad económica”

La tarde del 10 de marzo 1936, sentado a la mesa que tenía reservada cerca de la ventana en el Café Central de Budapest –Sandor Marai dice que “sin café no hay literatura”- Karinthy trataba de dilucidar si escribir primero un ensayo sobre el papel del hombre moderno en la sociedad o una comedia en tres actos que venía postergando pero que terminó por imponerse, ya que le permitiría ganar el dinero suficiente para poder escribir el ensayo. Estaba en estas especulaciones cuando sintió el inexplicable e imposible bramido de un tren. “Levanté la cabeza extrañado. ¿Qué había sido eso? –dice- Era el inconfundible gruñido de esfuerzo cuando las ruedas de una locomotora se ponen en movimiento de a poco, comienzan a chirriar, y los vagones, van pasando lentos a nuestro lado, con una trepidación que va disminuyendo a medida que el tren adquiere velocidad y se aleja.” Los trenes que sólo él escuchaba continuaron saliendo puntualmente aquella tarde, pero se tranquilizó pensando que el ruido venía de afuera porque el hecho de poder preguntarse si se trataba de una alucinación auditiva mostraba a las claras, según él, que no lo era. Así comenzó, con el rugido de trenes invisibles dentro de su cabeza, el periplo que lo llevaría a Suecia para operarse de su tumor cerebral con el único cirujano en ese momento capaz de salvarle la vida, Olivecrona.

Lo que sigue a los primeros síntomas es una crónica atrapante que hace que el lector no pueda separarse del libro y sienta la tentación de subrayar cada frase. Antes de dar con el diagnóstico certero se le dijo que padecía un problema en el nervio auditivo y, más tarde, una intoxicación de nicotina por lo que debió abandonar los cigarrillos egipcios de los que tanto disfrutaba. Su caligrafía cambió, su marcha comenzó a inclinarse hacia la derecha y pronto se hizo evidente que el problema era otro y era mucho más serio. 

Quienes lo conocían, querían y admiraban juntaron el dinero necesario para el viaje de él y su esposa y también para la operación y así fue a dar al Pabellón 13 donde fue operado con anestesia local sin sentir ningún tipo de dolor físico, pero éste no es el único tipo de dolor posible. La narración de esa cirugía es, sin duda, magistral porque da cuenta de lo que ningún documental podría captar: de la subjetividad de quien está acostado boca abajo en la sala de operaciones y siente que los médicos trabajan en su cabeza, lo abren, lo exploran y mantienen un silencio que lo llena de angustia y que lo obliga a imaginar qué hacen a cada instante y a configurar su propia historia acerca de lo que le está sucediendo.

Su mujer, médica, a la que Karinthy llama “mi esposísima”, será la encargada de hacer una crónica telefónica de la operación para la edición de las 13.30 del diario para el que él trabaja Karinthy en Budapest, tan pendiente estaba su ciudad de la intervención a que iba a ser sometido en Suecia. 

“En el curso de este relato –escribió Karinthy ya repuesto de su operación- me ha ocurrido más de una vez que quería alterar el orden de mis recuerdos para situar cierto episodio o reflexión uno o dos días antes o después, entre reminiscencias en cuya compañía quedarían más en relieve, se harían más comprensibles o simbólicas. Pero tuve que reconocer a mi pesar que en este relato es imposible desplazar el más modesto eslabón. Así produce mayor efecto: tal como ocurrió en la realidad, no del modo en que hubiera podido ocurrir. La realidad sabe mejor cómo, cuándo y dónde colocar las cosas, incluso desde el punto de vista simbólico.”

En uno de los últimos capítulos –Karinthy informa que comenzó a escribir su relato a modo de folletín para ir publicándolo en el diario en sucesivas entregas- reconstruye lo que pasaba en Budapest mientras él cursaba su posoperatorio en la clínica sueca. “Hacia la una –dice- los parroquiano habituales comienzan a reunirse en mi café preferido. Algunos hasta se sientan en la mesa en que a mí me gustaba estar a solas. El camarero Tibor está de pie, a pocos pasos, con el oído siempre atento. ´Nuestro pobre amigo…De ahora en adelante ya no le diremos El Humorista; será más exacto decirle El Tumorista.´” Karinthy murió de manera súbita dos años después, en 1938, durante unas vacaciones. Forn precisa que su muerte se produjo mientras se anudaba el cordón de los zapatos. 

El Humorista o El Tumorista dejaba atrás una vasta obra, pero Viaje alrededor de mi cráneo es su libro más recordado.
“Decidí ser neurólogo –afirmó Oliver Sacks- por un libro que leí a los quince años. Ese libro fue después mi modelo, cuando yo mismo me puse a escribir. Se llama Viaje alrededor de mi cráneo y lo considero una obra maestra, el mejor retrato autobiográfico que he leído en mi vida sobre un viaje al interior del cerebro.” 

Las palabras tienen destinos curiosos. Un libro es como una botella lanzada al mar con un mensaje: nadie sabe quién lo recogerá ni de qué forma ese mensaje modificará el destino de quien lo lea. Y en esta afirmación están excluidas a propósito las solemnes palabras “posteridad” y “eternidad”. Se trata de que a veces, con más frecuencia de la que suele creerse, una frase, un párrafo, un texto, atraviesan como una flecha la vida de un lector y la modifican para siempre.