Desde el año 1919 en que fue fundada, la revista Billiken formateó el imaginario histórico de los niños argentinos. El 25 de Mayo de convirtió así en la imagen del Cabildo rodeado de gente con paraguas. Los héroes, por su parte, eran marmóreos e impolutos y a fuerza de perfección casi no parecían mortales. Esto no significa que Billiken falseara la verdad, sino que el concepto de “verdad” y, sobre todo, de “verdad histórica” no es absoluto y deja un amplio margen no para la mentira, sino para la ficción.

Dado que no existía la fotografía, el Buenos Aires colonial e incluso el posterior a la Revolución de Mayo, solo se conoce a través de imágenes que pintaron creadores del momento con la carga de subjetividad que tiene cualquier relato.  Muchas de esas imágenes, incluso, fueron pintadas cuando ese Buenos Aires donde se parió la independencia de España ya no era el mismo.

El historiógrafo francés Jacques Le Goff afirma que la memoria colectiva, que separa de la memoria de los historiadores, es esencialmente mítica.

El historiador Oscar López Mato señala que el icónico cuadro de Ceferino Carnacini sobre el 25 de Mayo que muestra al pueblo agrupado frente al Cabildo munido de sus paraguas y cuyo título es El pueblo quiere saber de qué se trata  es una “mitología iconográfica”.  “En primer lugar –dice-, la concurrencia estaba limitada por los “chisperos” de French y Beruti que se aseguraban que solo los leales a la causa libertaria se acercaran a la plaza. Este cuadro, El pueblo quiere saber de qué se trata, que en algún momento ilustró nuestras monedas, encierra verdades a medias.”

“Había paraguas en Buenos Aires, pero eran para los ricos que estaban deliberando dentro del Cabildo y no esperando afuera.”

“Además, si llovía, las damas no salían por miedo a un enfriamiento que entonces podía ser mortal. Si bien las versiones escolares hablan de las famosas cintas celestes y blancas, existe una larga controversia, pues si eran de ese color, era para honrar a los Borbones, ya que desde entonces muchos de los actos de los primeros gobiernos patrios -que se sucedían a una velocidad alucinante al ritmo de los disensos de los distintos bandos- eran vivo ejemplo de nuestras primeras grietas. ¿Se gritó la consigna `el pueblo quiere saber de qué se trata`? Pues así fue y consta en actas. ¿Quiénes estaban fuera del Cabildo? Unos 100 chisperos, gente reclutada por French y Beruti que estuvieron desde el 22 al 25 de mayo fogoneando para sacar al virrey.”

Carnacini nació a fines del siglo XIX en el barrio de La Boca. Era hijos de inmigrantes venecianos y, como no podía ser de otro modo, su cabildo fue una escena que armó mucho después de ocurridos los hechos, hecho que pone más en duda aún su valor testimonial. Sin embargo, como lo señala López Mato, esta reconstrucción fue tomada como emblema del nacimiento de nuestra nación y  figuró en  los billetes de 5 pesos moneda nacional y en el de 1.000.000 de pesos ley.

Pero la alimentación quizá fantasiosa de nuestro imaginario histórico viene de mucho tiempo atrás. Mucho antes de poder narrarnos nosotros mismos, aunque ese “nosotros” también esté conformado por ideas que no nos pertenecen del todo, fuimos narrados por otros. Y los primeros que nos contaron como americanos fueron los extranjeros, más precisamente,  los cronistas de Indias.

Ulrico Schmidl, por ejemplo, de origen alemán, participó, sin embargo de la llamada “Conquista” española, un término que le arrebata la carga de suma violencia que implicó la invasión del territorio americano y el exterminio de sus pobladores que se prolongó mucho más allá del siglo XV y fue continuada por quienes no eran europeos, sino que había nacido en este suelo.  

El libro de Schmidl se llamó Derrotero y viaje a España y las Indias y fue publicado en Frankfurt en 1557. Aunque se habla de una “verídica crónica”, en ella alternan elementos verosímiles como relatos de las batallas, la hambruna sufrida en el Río de la Plata, pero también se describen seres mitológicos que irrumpen de forma natural en la narración sin que el autor haga un distingo entre lo mítico y lo real.

Es probable que el barroquismo de buena parte de la literatura latinoamericana, sobre todo la relacionada con el boom y lo que se dio en llamar “realismo mágico” tengan su origen en algunas crónicas de Indias. Ulrico Schmidl relataba pretendiendo decir la verdad, dado que utilizaba criterios de verosimilitud que eran propios de la Edad Media. Gabriel García Márquez, en cambio, convierte el mito en literatura.

Pero no hay que remontarse al siglo XV para comprobar que hemos sido narrados por otros incluso en aquello que reconocemos como el origen de nuestra nación. Uno de nuestros grandes narradores, la mayor parte de las veces en clave paródica, fue el suizo César Hipólito Bacle, quien llegó a estas latitudes en 1828 y se estableció en Buenos Aires con su esposa Adrienne.

Su obra más importante es Trages y costumbres de la Provincia de Buenos-Aires, fue editada por él mismo, en Buenos Aires, en 6 cuadernillos de 6 litografías cada una, entre 1833 y 1835. Si bien la Revolución de Mayo ya había sucedido, nuestro imaginario respecto de la vida en esa época está íntimamente relacionado con su creación. Si bien la litografía era una forma del grabado que ya se conocía y se practicaba en el Río de la Plata, Bacle fue quien le dio carácter artístico. Y es precisamente su mirada artística sobre la realidad que lo rodeaba lo que hace más subjetiva su mirada y, en consecuencia, nuestro conocimiento. A esto se suma que la suya, necesariamente, como la mirada de los cronistas de Indias, era una mirada extrañada como lo es siempre la mirada de un extranjero que se encuentra con una realidad muy diferente de la suya.  

“Los científicos dicen que estamos hechos de átomos –afirmó alguna vez Eduardo Galeano- pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias.” Y sí, es cierto, estamos hechos de historias, de relatos con toda la carga subjetiva que conllevan.