Stephen King no deja de ser un fenómeno de ventas en todo el mundo. Y la Argentina no es la excepción. Según lo informa el grupo Ilhasa (El Ateneo y Jenny, en la semana que va del 10 al 16 su nuevo libro de relatos,  El bazar de los malos sueños (Plaza y Janés), su último libro que reúne varios relatos inéditos y otros ya editados, se colocó en el primer lugar de los 10 libros más vendidos por esa cadena y ocupó el quinto lugar entre los 10 más vendidos en la cadena de librerías Cúspide. 

Un valor agregado de esta selección de relatos es que cada uno viene precedido de una introducción del propio autor que habla de los motivos y circunstancias que lo llevaron a escribir ese cuento en la que se filtran una serie de datos autobiográficos que serán muy valorados por la multitud de lectores que King tiene en todo el mundo. “Escribí estos relatos especialmente para ti –advierte King-. Adelante, léelos, pero ten mucho cuidado. Los mejores tienen dientes”. 

El terror es una característica distintiva de la obra de King. Sin embargo, su valor como escritor no reside en eso, sino en su maravillosa forma de narrar. En Mientras Escribo, un clásico del autor a estas alturas, no sólo contó su vida, sino que dio algunas pautas sobre lo que es la creación literaria, lo que demuestra que no sólo se ha dedicado a escribir grandes best sellers, sino también a reflexioanar sobre la escritura. 

Se ha referido, por ejemplo, al origen de las ideas que luego culminan en una pieza literaria. “Si no hay objeción –dice en el libro mencionado-, me gustaría aclarar algo lo antes posible. No hay ningún Depósito de Ideas, Central de Relatos o Isla de los Best-sellers Enterrados. Parece que las buenas ideas narrativas surjan de la nada, planeando hasta aterrizar en la cabeza del escritor: de repente se juntan dos ideas que no habían tenido ningún contacto y procrean algo nuevo. El trabajo del narrador no es encontrarlas, sino reconocerlas cuando aparecen.”

 Con estas palabras, el narrador da cuenta del origen de lo que luego será un proceso que convertirá a esa idea en un objeto literario. En ese libro, que se convirtió en texto de culto tanto para escritores del género terror como para quienes no lo son, King, que padeció alcoholismo y drogadicción, se encarga de desbaratar los mitos románticos que relacionan las adicciones con el exceso de sensibilidad que sería propio de los escritores. 

De este modo, también dice de manera indirecta, no sólo que la afirmación romántica de que los creadores son gente con exceso de sensibilidad es falsa y afirma, además, que no existe ninguna droga que ayude a ser un buen escritor que no sea el trabajo. “La idea de que la creación y las sustancias sicotrópicas –afirma- vayan de la mano es uno de los grandes mitos de nuestra época, tanto a nivel intelectual como de cultura popular. Los cuatro escritores del siglo veinte cuya obra ha tenido mayor responsabilidad en ello deben de ser Hemingway, Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson y el poeta Dylan Thomas. Son los que han formado nuestra visión de un yermo existencial en lengua inglesa donde la gente ya no se comunica y vive en un ambiente de asfixia y desesperación emocionales. Ninguno de esos conceptos le es desconocido a la mayoría de los alcohólicos, pero la reacción habitual es encontrarlo gracioso. Los escritores que se enganchan a determinadas sustancias no se diferencian en nada de los demás adictos; son, en otras palabras, borrachos y drogatas vulgaris. Las afirmaciones de que la droga y el alcohol son necesarios para atenuar un exceso de sensibilidad no pasan de ser la típica chorrada para justificarse.”

 En los 20 relatos que integran El bazar de los malos sueños es posible comprobar que cada una de las narraciones es el producto de la lucidez y del intenso trabajo que luego de que de manera casual o por lo menos inexplicable, tal como él lo indica, surja una idea. Claro que lo que convierte a alguien en un escritor no es la idea en sí misma, sino lo que cada uno sea capaz de hacer con ella. 

Y Stephen King vuelve a demostrar en su nuevo libro de relatos que a lo largo de su carrera de escritor aprendió muy bien qué hacer con ese impulso creador que no existe de manera cabal hasta que no se lo plasma en la página y se lo trabaja de manera intensa como si fuera una escultura de palabras.