No somos nada.» Mi tía guardaba la frase en la cartera negra de ir a los velorios y la sacaba, lista para usar, apenas saludaba a los deudos. Mis hermanas y mis primos nos reímos de ella durante toda nuestra adolescencia y nuestra juventud con esa impunidad que da la desacertada creencia de que la vejez es algo que les sucede a los otros, algo tan remoto y lejano que es posible sentirse a salvo de cualquier tipo de fosilización producida por el tiempo, incluso de la fosilización lingüística. Sin embargo, en esa frase hecha mi tía sintetizaba siglos de filosofía y actualizaba las coplas de Manrique a la muerte de su padre, en una modesta versión de ama de casa. «Recuerde el alma dormida/ avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando.» 

«No somos nada» es la versión actualizada del tópico literario del «ubisunt»: dónde están los que nos precedieron. A ese  tópico  también recurre Manrique al preguntarse dónde están las grandes figuras que en vida eran tan poderosas y al señalar la capacidad igualadora de la muerte que se lleva de la misma forma a reyes y a pastores de ganado. 

Las frases hechas tienen mala prensa aunque no siempre la merezcan, quizá porque la idea de originalidad sigue teniendo un prestigio excesivo. Se visitan las ruinas de Pompeya para ver un mundo cristalizado para siempre por la lava de un volcán, se admiran los bosques petrificados, los fósiles de plantas o animales  pretéritos, pero se menosprecian las frases que, a fuerza de repetidas, han terminado por mineralizarse. 

Ni siquiera las frases parecen exentas de la lucha de clases. Las hay prêt-à-porter y de haute couture, aristocráticas y plebeyas, del montón y originales, chatarra y cocina de autor. 

Se dice que la literatura, especialmente la poesía, se dedica a romper toda estalactita lingüística para producir frases nuevas, originales. Imagino el escritorio de un poeta como un lugar llenos de palabras destripadas a las que se les ven las vísceras y se les salen los resortes como a los sillones viejos. Como un relojero de la lengua, el escritor las compone, las mezcla, las cruza para que produzcan ejemplares nuevos, las lustra, en fin, les da prestigio. 

Sin embargo, qué sería de nosotros sin ese kit de frases gastadas que llevamos siempre con nosotros al salir de casa. De qué modo abandonaríamos a una pareja o seríamos abandonados por ella sin esa frase prefabricada, esa minuta lingüística de la que nos aferramos como si no supiéramos que es sólo una frase hecha: «No sos vos, soy yo».  Y de qué forma haríamos menos insoportable un viaje en ascensor con un vecino si no tuviéramos la posibilidad de echar mano de expresiones tan previsibles como «Qué calor insoportable», «Lo que pasa es que está muy húmedo». ¿No es acaso la conversación meteorológica una sucesión de frases hechas que constituyen un texto igualmente prefabricado? La charla sobre el tiempo es una forma amable del silencio absoluto, es lo que se dice cuando no hay nada que decir. Los interlocutores saben que dicen lo que dicen para no decir nada, lo que no constituye un impedimento para que lleven a cabo con eficacia el simulacro de conversación, como si fueran personajes de una obra de Ionesco. El lenguaje, por momentos, puede ser un ritual vacío o con un contenido latente que poco y nada tiene que ver con su contenido manifiesto. 

Las pseudopreguntas  que solemos utilizar a diario en nuestra vida social son igualmente vacías o retóricas. Nadie espera que al saludar y preguntarle a alguien «¿cómo estás?» nos conteste, por ejemplo: «Como Miguel Hernández: ‘Hoy estoy sin saber yo no sé cómo, / hoy estoy para penas solamente, /hoy no tengo amistad, / hoy sólo tengo ansias / de arrancarme de cuajo el corazón / y ponerlo debajo de un zapato. (…)Y me busco la muerte por las manos / mirando con cariño las navajas,/ y recuerdo aquel hacha compañera,/ y pienso en los más altos campanarios / para un salto mortal serenamente'». Los periodistas somos, quizá, los  usuarios más frecuentes de lugares comunes. A pesar de que aspiramos a ser coloquiales para que «la gente» –una abstracción que casi es un lugar común– entienda, usamos frases hechas como «conocido nosocomio», una expresión que nadie utiliza en la vida diaria y que tiene un sabor arcaico. Decimos «tensa calma» y reservamos «se dieron a la fuga» sólo para la huida de delincuentes. 

Lo que suele considerarse pereza mental o falta de fluidez lingüística quizá no sea más que un deseo de preservar la intimidad tal como lo hacemos en el ascensor o en el palier, lugares comunes de cualquier edificio a los que no nos atreveríamos a salir desnudos. Por eso, ante la pregunta retórica «¿cómo estás?» invariablemente contestamos «bien». Cómo desnudar en público nuestros sufrimientos más íntimos, nuestro agobio ante la hostilidad del mundo, nuestras delincuenciales ganas de darnos a la fuga. <