El tiempo no existe. No es más que un patrón de medida inventado por el hombre, no muy distinto del sistema métrico. Sólo que en lugar de utilizarse para determinar el tamaño de las cosas o calcular la distancia que las separa, sirve para establecer el orden y la duración de una secuencia constante de actos sucesivos. Y así como se han creado los milímetros, centímetros y kilómetros, también hay minutos, días y años. Como todas las unidades de medida, las del tiempo son inmutables, de modo que cada uno de los minutos de la historia ha durado y durará lo mismo. Sin embargo, como todo lo humano, el tiempo está sujeto a las reglas de la percepción que, lejos de ser rígidas, cambian de persona a persona e incluso pueden sufrir alteraciones a lo largo de la vida de un mismo sujeto. Y aunque una semana de vacaciones dura lo mismo que una semana en cuarentena, es fácil sentir que una pasa mucho más rápido que la otra.

Uno de los efectos más notorios que ha provocado este aislamiento en las personas ha sido justamente la distorsión de los espacios temporales. Lo saben bien aquellos que han podido continuar con sus trabajos habituales de manera remota, por ejemplo, para quienes la frontera entre el tiempo laboral y el ocio se ha vuelto ingobernable. Así, un día puede convertirse en una carga eterna y el siguiente pasar como si nada, ligero como un fantasma. El tiempo se convirtió en plastilina.

El cine, relatos sobre el tiempo

Entre las artes narrativas, el cine es aquella que se desarrolla sobre el tiempo y las películas sirven para comprobar el carácter relativo de su percepción. A tales efectos vale recordar que cuando a fines de 2019 se estrenó El irlandés, último trabajo de Martin Scorsese (puede verse por Netflix), no pocos espectadores juzgaron excesivas sus tres horas 29 minutos. Pero resulta que las más de tres horas de Avengers: Endgame, estrenada unos meses antes, se les pasaron volando a muchos de esos mismos espectadores. El ejemplo también funciona a la inversa.

Es cierto que la duración de una película produce un efecto aun antes de verla: nadie se predispone de la misma manera para ver una de 90 minutos, que otra de más de dos horas y media. Pero la duración no es un defecto ni un mérito en sí mismo y ni siquiera vale la pena discutir si tal director supo aprovechar el tiempo en favor del relato o si tal otro se dedicó a perderlo de forma irremediable. Lo que importa es la percepción, el vínculo que cada espectador consiga establecer (o no) con la obra. Ahí radica lo vital de cualquier película.

Pero ocurre que a veces la duración también puede convertirse en un desafío que llega incluso al orden de lo físico. Tal vez no en el caso de El irlandés, o de clásicos como Lo que el viento se llevó (1939) o Cleopatra (1963), que apenas acarician las cuatro horas. Nos referimos a películas largas de verdad, esas que cuando las vas a ver en el barrio te recomiendan llevar un fibrón para volver a marcar el lugar en el que alguna vez hubo una raya.

Cine más grande que la vida

Hay directores que utilizaron el recurso de apoderarse del tiempo para abordar desde el documental historias larger than life. Es el caso de Shoah (1985, 9 horas, 26 minutos), en el que Claude Lanzmann retrató a los sobrevivientes de los campos de exterminio del nazismo. O el de Out 1, noli me tangere (1971, 12 horas, 9 minutos), donde el francés Jacques Rivette registra en directo junto a Suzane Schiffman los turbulentos acontecimientos del Mayo Francés. También integra esta categoría la francesa Cómo Yukong movió las montañas (1972, 12 horas, 43 minutos), de Joris y Marceline Ivens, quienes dan cuenta de los últimos días de la Revolución Cultural China. Y no puede dejar de mencionarse a The Journey (1987, 14 horas, 33 minutos), del británico Peter Watkins, una mirada sobre el impacto global de la carrera armamentista, realizado sobre el final de la Guerra Fría.


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Narrar sin prisa

Al contrario de las salas comerciales, donde impera la lógica del mercado y la oferta se reduce (cada vez más) a las tres o cuatro películas que venden más entradas, los festivales son la plataforma ideal para que los espectadores se atrevan a experimentar con lo diferente. Y a la vez, un espacio seguro para que los artistas interesados en trabajar con formas infrecuentes del relato puedan explayarse a sus anchas, sin temor a que nadie les reclame a la salida la devolución del dinero. Las películas de largo aliento son frecuentes en este tipo de eventos y existen artistas que han basado su obra en esa búsqueda.

Uno de los más aclamados en el circuito de festivales durante las primeras décadas del siglo XXI es el filipino Lav Díaz. En sus películas, siempre rodadas en blanco y negro, este director aborda la historia y la cultura de su país con relatos en los que lo mítico tiende a fundirse con lo real. Y para ello se toma su tiempo. Tanto, que rara vez sus películas duran menos de cuatro horas. Sus trabajos más extensos son Evolución de una familia filipina (2004, 10 horas, 25 minutos), Jeremías-Libro uno: la leyenda de la princesa lagarto (2006, 8 horas, 39 minutos) y Muerte en la tierra de Encantos (2007, 9 horas, 4 minutos).

También debe mencionarse el nombre del argentino Mariano Llinás, quien en buena parte de su rica pero breve filmografía como director ha conseguido poner grandes extensiones de tiempo al servicio de la narración. Lo prueban su segunda película, Historias extraordinarias (2008, 4 horas, 5 minutos), y sobre todo la tercera, la épica La Flor (14 horas), ganadora del Bafici 2018. Pero sin dudas el maestro en el arte de abordar enormes superficies temporales en el cine es el documentalista chino Wang Bing. Gran observador de la realidad de su país, Bing no duda en prolongar sus películas hasta donde las historias que se propone registrar lo demanden. Sus trabajos más largos son Almas muertas (2018, 8 horas, 15 minutos), A Journal of Crude Oil (2008, 14 horas) y 15 horas (2017), documental de título explícito realizado en una sola toma, en el que registra el trabajo de 300 mil migrantes en una fábrica china.


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Hechiceros del tiempo

Ver una película de 15 horas en un festival puede parecerse a un paseo cinematográfico cuando se entra en el territorio del cine experimental. Para sus cultores, el tiempo ya no es una unidad para medir la realidad, sino para deformarla. Es lo que ocurre cuando un espectador se atreve a exponerse a la experiencia de películas que superan las 24 horas. Eso dura The Clock (2010), de Peter Marklay, un collage con escenas de distintas películas que tienen en común la presencia de un reloj. Montaje mediante, Marklay ordenó esos recortes de modo tal que los relojes dan cuenta del paso de un día completo, desde las cero a las 24 horas. Una horas más demanda la proyección de **** (1967), film emblemático del mítico Andy Warhol.

Dos son los días que dura La película sin sentido más larga del mundo (1970, Vincent Patoulliard). Como su nombre lo indica, este film consiste en el montaje aleatorio de materiales de distinta procedencia recolectados por el director. Varios pasos más allá está La cura para el insomnio (1987, John Henry Timmis IV), cuya duración alcanza las 87 horas. Supuestamente creada para tratar el insomnio en pacientes psiquiátricos, esta película tiene como protagonista al poeta L. D. Groban, quien lee a cámara un poema propio de 4080 páginas. A dicho registro se le intercalan fragmentos de películas condicionadas y videoclips de heavy metal. Matrjoshcka (2006), de Karin Hoerler, es ocho horas más larga: casi cuatro días. Una película muda cuyas imágenes pasan tan lentas que los cambios son apenas perceptibles.


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Semanas (y semanas) de película

En 2004 el artista chino disidente Ai Weiwei presentó Beijing 2003 (150 horas, casi una semana). Compuesta por imágenes tomadas desde un auto en movimiento, el film busca mostrar de manera objetiva a la gente y los espacios de la capital de su país. Por su lado, Modern Times Forever (2011), realizada por el grupo danés Superflex, registra el progresivo deterioro de la sede de la empresa papelera finesa Stora Enso, edificio emblemático de Helsinki. El film dura diez días (240 horas) y sólo fue proyectado una vez junto con la construcción que sus escenas retratan.

Se supone que a fin de este año el cineasta sueco Anders Weberg tendrá listo su último trabajo y opus magnum Ambiancé, cuya duración final será de un mes (720 horas). Para ir calmando la ansiedad de los fans, Weberg ya lanzó un teaser de 72 minutos y dos trailers: uno de 7 horas 20 minutos y otro de 72 horas. En ellos se muestra una escena rodada en la misma playa en la que Ingmar Bergman filmó el famoso partido de ajedrez entre la muerte y un caballero medieval en El séptimo sello (1957).

Pero la medalla de oro a la película más larga de la historia se la lleva Logistics (2012), de los también suecos Daniel Andersson y Erika Magnusson. Como ocurre en “Del rigor de la ciencia”, el cuento en el que Borges describe un mapa que tiene la misma extensión que el territorio que representa, este film registra, sin cortes ni elipsis, el tiempo real que insume el recorrido de un producto desde su manufactura en una fábrica china, hasta su venta en un negocio minorista de Estocolmo. Esto es: 857 horas (35 días y 17 horas). Para tener una idea de su colosal dimensión, podría pensarse que si se tratara de una película filmada en 35 milímetros, Logistics demandaría unos 2570 rollos de película, cuyas latas apiladas alcanzarían una altura de casi 130 metros. Algo así como dos obeliscos, uno arriba del otro.