Después de que la dictadura y los amargos de siempre le bailaran un carnavalito encima, cada año un poco más, y un poco mejor, el carnaval porteño y adyacencias les avisa a los muchos que lo dieron por liquidado que sigue dispuesto a apretar el pomo; que no quiere que nadie, nunca más, le ordene al del bombo que se calle y, especialmente, que continúa firme el propósito de cantarle las cuarenta al poder.

Es cierto que esta carnavalada todavía siente las consecuencias de más de 30 años de prohibiciones: pocos disfrazados, demasiada nieve artificial.

¿Treinta años?: ¡otra que eso! En esta parte del Río de la Plata, a fines del siglo XVIII, también lo prohibió el virrey Vértiz por ser «cosa de negros» y el virrey Cevallos fastidiado por la «pésima costumbre de arrojarse agua y afrecho con vejigas de vaca». Después de ellos hubo cantidades que le temieron mucho a esta fiesta de mostrar y exhibir, pero también de tapar y transgredir con disfraces y antifaces. Los militares de los ’70 con sus manos desaparecedoras se apropiaron de los feriados y por años lograron que se convirtiera en un corso a contramano. No podían ver gente saltando, bailando, dueña de la calle. Desde 2011 la calle volvió a pertenecerles a saltimbanquis, portabanderas y redoblantes.

Para cumplir y lucirse con los cinco pasos básicos –Glosa, Presentación, Crítica, Glosa y Retirada– volvieron a salir los guardianes, los crotos, los chiflados, los amantes, los preferidos, los caprichosos, los apasionados, los elegantes, los garufas, los cometas, los quitapenas, los fantoches, los enviciados, los atrevidos, los alucinados, los pitucos, los calaveras, los mimosos, 130 murgas habilitadas, cerca de 10 mil murgueros de alma. Por ellos, acá y en muchos puntos del país, revive de sus exequias esta fiesta popular por antonomasia y pagana por excelencia, desde cuando los romanos le batían (en latín) «Carnem levare» que significaba «Dejar a un lado la carne», por su proximidad con otra celebración, la semana santa en donde los fieles debían excluir a la carne de su alimentación. Aunque, después, en la fiesta, con guarnición de plumas, purpurina y lentejuelas echaran toda la carne al asador.

Las murgas de esta temporada se tomaron muy a pecho el tercero de los cinco pasos de sus rutinas: la crítica. A la manera de una resistencia musical y rítmica organizada, y porque, en cualquier caso, cantar es preferible a llorar, llenaron de merecidas filípicas al gobierno del ajuste infinito. En esa línea me gustó mucho la aparición de la murga «Esa te la debo», auto-reconocida como «virtual y clandestina», de estirpe uruguaya, también con algo de Calle 13. Basados en melodías muy reconocibles –sus videos pueden escucharse y deben replicarse desde YouTube–, con la música mezclada entre el «Arroz con leche» y «El hospital de los muñecos» enrostran en «Canción de Mauri para niños»: «Sí se puede matar de hambre a un pueblo entero / sí se puede viajar por todo el mundo / sí se puede gobernar para los ricos… Sí se puede rajar a todo el mundo / sí se puede meter bala a despedidos / sí se puede rifar a toda una nación». Otros temas que circulan por la Web se llaman «Palos en la rueda», «La querida oligarquía», «Verso del Estado», «Cuplé del segundo semestre» y «Soy Santiago», dedicado a Santiago Maldonado. En el «Sincera-Miento» alertan: «El auto, los viajes, el celu, los trajes, no puede ser… Pará la fiesta, que vos sos pobre / te sobra chapa pero ni un cobre».

Previendo que payadas similares podían llegar a sus oídos, el intendente de Morón amenazó con prohibir los corsos barriales, vecinales y familiares de la localidad, en los que querían participar cientos de artistas callejeros. La inmediata, fuerte, indignada respuesta del colectivo murguero y de habitantes del partido y zonas cercanas hizo que Tagliaferro (integrante de la muy conocida comparsa oficialista «Los si pasa, pasa») diera marcha atrás con su decisión.

Finalmente, «Chancho a la batata», de Haedo; «La fisura», del barrio La Base; o «Los resakados del trueno», entre muchos otros grupos, ejercieron su derecho humano de pasar un carnaval libre y festivo.

En estos días, se cumplen 30 años del primer taller de murga del Centro Cultural Rojas, del que Coco Romero, también editor del periódico de aparición «cuandopuedal» El Corsito ha sido y sigue siendo mentor. El ejemplo de lo que allí ocurrió, y todavía ocurre, se replicó en muchos barrios y comunidades del país, en donde el taller de murga se transformó, como dice el tango , en «escuela de todas las cosas». En medio de pitos, platillos al viento y «córeos» audaces, entre risas, canciones, gastadas y corte y confección de trajes y sombreros, personas de todas las condiciones sociales y edades se adiestraron para cumplir con los distintos roles murgueros y, de paso, como quien no quiere la cosa, ampliaron sus nociones de solidaridad, identidad, pertenencia y ciudadanía.

Para junio próximo, con el objetivo de empezar a diseñar un mapa del carnaval, el Rojas será sede de la performance «Constelación murguera».

Gloria a todos los que entre 1976 y 2011 pusieron el grito en el cielo y cantaron el cuplé del aguante. Entre los que apretaron el pomo, desde Coco Romero a Luciana Vainer, estuvieron, y siempre estarán aunque algunos falten. Ariel Prat, Juan Carlos Cáceres, Eduardo «El Nariz» Pérez, Félix Loiácono, Alejandro del Prado, Omar Giammarco, Gustavo Marangoni, Gustavo Aguilar, Flavio Cianciarulo, Paula Horman, Daniel Vidal, Gustavo Cordera y tantos, tantos más. <