No es demasiado frecuente que un escritor o una escritora encuentren un narrador con una voz tan nítida que escribir se transforme casi en un acto de posesión o de ventriloquía literaria: alguien más habla dentro de ellos, los habita y sale a la vida como si más que escrito hubiera sido parido. Tal es el caso, por ejemplo, de Adentro tampoco hay luz, una temprana novela de Leila Sucari, Una muchacha muy bella de Julián López y, por supuesto, de Un tornado alrededor de Facundo Abal (Siberia Ediciones). Simple coincidencia o prueba irrefutable de que la infancia regresa siempre bajo distintas formas, en las tres novelas la que narra es una voz infantil.

En Un tornado alrededor esa voz va pasando paulatinamente de la infancia a la adolescencia sin perder su identidad pero siendo, a la vez, distinta. Ese niño al que el autor no le asigna un nombre tiene una potencia narrativa tan extraordinaria que es imposible dejar de escucharlo y salir de ese mundo familiar terrible e impiadoso que cuenta y que muy bien sintetiza Juan José Becerra en el prólogo: «Su pequeño hermano ha muerto. Es un acto al que se le han cortado los cables de las causas. Las de los efectos, no. La desgracia desata hábitos de una materia negra e irreversible: celebraciones fúnebres, perversiones costumbristas, locura ambiental, vínculos ‘alternativos’, mientras él se acomoda entre los claros de esa demolición como un niño-madre».

Es alguien que cuenta su soledad y desamparo ante la locura familiar de una manera natural porque no sabe que eso que vive es la soledad, la locura y el desamparo, del mismo modo que un pez no sabe que vive en el agua, porque no conoce otra materia.

Pero la fuerza centrípeta del tornado que lo arroja al corazón del infierno, se volverá centrífuga para expulsarlo.

Abal es doctor en Comunicación por la Universidad de la Plata y tiene una Maestría en Artes (UBA). Es editor de distintos suplementos y revistas culturales, publica en diversos medios y es autor del libro Arte y liminidad. Ensayos. Dirige, además, la editorial de la Universidad Nacional de la Plata.

Con esta novela extraordinaria que ganó el Premio del Fondo Nacional de las Artes aborda por primera vez la ficción.

En Un tornado alrededor hay una voz muy potente que es la del niño y luego adolescente que narra los hechos terribles que suceden en su familia con absoluta naturalidad, sin descripciones, casi como si el lector estuviera ante un hecho teatral más que narrativo. ¿Cómo nació esa voz?

–Tiene que ver con la forma en que yo concibo la escritura y que se relaciona, fundamentalmente, con las imágenes, con lo que describís como «teatral». La escritura es para mí la convocatoria de una serie de imágenes de carácter muy vívido y la trasposición de esas imágenes a palabras, a un lenguaje que pueda ir construyendo una historia.

–¿Cuál fue el desafío que implicó narrar desde esa voz?

–Sostenerla. Al principio era muy claro cómo se iban montando esas escenas que, como definís bien, tienen algo de teatral, esas escenas que se van enhebrando en un hilo como si fueran las perlas de un collar para armar una historia. Por supuesto que después tuve que tomar una serie de decisiones de escritura para que ese collar se siguiera sosteniendo y tuviera un sentido, siempre narrando de la manera más aséptica posible. Con «aséptica» no quiero decir no involucrada o desprovista de una posición subjetiva. El personaje del narrador está tan atravesado por el dolor, ese dolor es tan constitutivo que se vuelve casi una extensión de su cuerpo, de su mirada. Por eso es muy difícil para ese personaje determinar qué es natural y qué no lo es en su familia, porque es la única familia que conoce, es la familia en que se socializó. Quien se crió en un hogar en llamas, no entiende el fuego como amenaza, no siente temor de salir quemado. Recuerdo ahora la frase de David Lynch «el fuego camina conmigo», porque el fuego camina con ese personaje y va encendiendo todo. Lo que hace es huir hacia adelante, como se ve al final. Siempre tiene un impulso vital a pesar de lo mortífero que hay alrededor. Lo central de mi novela es la tensión entre el deseo y la muerte. Hay un deseo disruptivo que se va armando en los bordes, de manera subterránea, que es lo que lo mantiene vivo. Ese deseo lo impulsa.

El personaje pasa de la infancia a la adolescencia y ahí se da cuenta de que existen familias diferentes de la suya.

–Claro, la adolescencia es el descubrimiento de otros mundos. La familia deja de percibirse como el único universo posible. Y ahí la sexualidad se convierte para el personaje en una llave para acceder a otros universos y otras reglas. El desafío era grande desde la construcción de la voz, porque en las primeras perlas del collar que se fueron enhebrando era muy contundente porque su mirada y su universo estaban muy bien definidos para mí. Luego había que lograr que esa voz fuera la misma, pero atravesada por la vida, por el transcurso del tiempo. En la primera etapa me interesaba construir la voz de un niño que no infantilizara al personaje. No quería que fuera un personaje aniñado en el peor sentido, en el sentido que los adultos suelen darles a los niños. El personaje es un chico de seis años que mira desde ese lugar, lógicamente con una experiencia vital que aún no tiene, que se está armando, lo que no supone necesariamente que sea una mirada ingenua sobre lo que está pasando.

No tiene posibilidades de mantenerse mucho tiempo en la niñez por las condiciones que lo rodean.

–Sí, es alguien que está obligado a hacer  un proceso de maduración muy repentino. Hay en este proceso de maduración un acto fundacional que es el momento en que su padre le enseña a falsificar su firma para que firme todo lo que tiene que ver con el colegio. Eso lo instala en una situación de adultez muy tempranamente, ya a los seis o siete años, porque eso lo hace sentir que es el único responsable de lo que allí suceda en términos de su propia vida. Es como si hubiera un adulto en el cuerpo de un chico, pero para mí era muy importante seguir manteniendo cierta inocencia de un chico que va descubriendo la crueldad del mundo en la medida en que va interactuando con él. Es un mundo cruel, hostil, doloroso, en el que no hay espacio para la alegría, para el disfrute, para el placer. Lógicamente, a medida que se transforma en adolescente hay unos giros que tienen que ver con la vida que le toca vivir, con sus compañeros, con su entorno, con el descubrimiento de su propio cuerpo que va cambiando y es una de las claves del tránsito de la niñez a la adolescencia. Hay algo que cambió también en su voz, en su deseo pero, sin embargo, sigue siendo el mismo. Es un personaje que va mutando pero que mantiene el mismo modo de ver el mundo que tenía ese niño de seis años.

¿Qué apareció primero en la construcción de la novela: la voz o la imagen?

–La imagen. Siempre me aparece primero una imagen. En mi escritura eso es casi un ritual. En esta novela en particular se trataba de transformar el dolor en algo vital, de construir pequeñas reliquias con los restos fósiles de una historia, de hacer un pequeño museo con esos restos fósiles y acomodarlos de una determinada manera para que contaran un relato.

–¿Y la voz de dónde sale?

–Por supuesto, tiene que ver conmigo. Es algo construido pero que hunde sus raíces en algo propio. Uno no escribe en el vacío. Eso no quiere decir de ninguna manera que sea una autobiografía porque es una historia de ficción, pero en esa voz hay ecos de mí. En esta historia en particular era muy importante ir viendo –volviendo al tema del fuego– cómo la familia se iba convirtiendo en un material combustible. Esa familia es una materia orgánica descompuesta que está punto de arder y, finalmente, el fuego lo arrasa todo. Las chispas del principio se van convirtiendo en llamas cada vez más sofocantes. Y cuando las llamas ya asoman por la ventana, no queda otra que huir. Mientras escribía recordaba el verso de un poema de Lezama Lima que dice «Deseoso es aquel que huye de madre», porque desear es escapar. En realidad, es huir de lo materno, no importa la figura que lo encarne, es dejar algo de lo materno atrás. «La madre sigue marchando pero ya no nos sigue», dice el poema. Desear es escapar del cuerpo, de los mandatos sociales, de una sexualidad que está pensada sólo para algunos, de una sociedad que está armada para unos pocos. Esa incomodidad, ese saco que queda corto de mangas, es algo que el personaje vive desde muy temprano. Lo vive desde que va al club con sus compañeros y se da cuenta de que no es igual a ellos, que no siente como sus compañeros, que no tiene una vida igual a la de ellos. En el colegio, los compañeros se convierten un poco en sus carceleros, sufre el acoso. Él transita por todas esas experiencias y termina transformándose en el guardián de su propia cárcel. Es el que tiene la llave para abrir la puerta y huir hacia adelante. Cuando escribí la novela no lo tuve tan presente, pero muchas devoluciones que me hicieron del libro tienen que ver con ese tema, con el bullyng.

Desde la infancia nos condicionan para repudiar lo distinto.

–Exacto. Hay un entrenamiento en la crueldad que es silencioso, invisibilizado, pero constante. El mundo es un lugar hostil y cruel porque hay todo un disciplinamiento en relación con la crueldad y todos, en mayor o menor medida, estamos adoctrinados en eso. Algunas veces, y fundamentalmente en el terreno de la infancia, se puede lograr una cierta distancia con la crueldad del mundo, la crueldad de los otros, la propia crueldad y armar algo diferente. Pero todo el dispositivo social está dispuesto para formar maquinarias de crueldad.

Y también de silencio. ¿No hay en la novela silencios familiares que son, en realidad, silencios sociales?

–Sí, ahora que lo decís pienso que la novela tiene varias capas de silencio, como una cebolla. Hay un silencio que tiene que ver con el estigma de la enfermedad mental, algo que el padre no puede ni siquiera verbalizar. Qué distinta hubiera sido esa familia si el padre hubiera podido decir «mi esposa está enferma y necesita estar internada». La locura de la madre va envolviendo a toda la familia en una espiral. El segundo silencio tiene que ver con un hermano que está muerto pero de cuya muerte no se habla. No se puede hacer un duelo porque se lo sigue honrando como si estuviese vivo. Además, en esa familia no se puede hablar del dolor, no se puede transitar el duelo a través del lenguaje. Hay un tercer silencio que tiene que ver con la sexualidad, con un deseo disruptivo que no está encauzado en lo que el entorno o la sociedad esperan en ese momento. Entonces hay algo ahí que va creciendo en los bordes, de modo subterráneo. También hay un silencio respecto de la violencia familiar. Los padres no necesariamente son un lugar de refugio y protección. También pueden ser monstruosos. Pero aún hoy creo que no está bien visto hablar mal de ellos, que se piensa «algo habrás hecho para que tus padres no te quieran». La familia puede ser la peor pesadilla en la formación de una persona. Uno puede estar advertido acerca del afuera, ¿pero como te protegés de una madre o te protegés de un padre?

–Igual que Primo Levi cuando habla del Holocausto, el niño-narrador cuenta todo esto de manera despojada, sin adjetivar y eso es, entre otras cosas, lo que hace tan potente la narración. –Es que el dolor no resiste los adjetivos. Para mí el gran desafío fue cómo narrar el dolor, cómo poner en palabras esa experiencia que atraviesa el umbral de lo decible.

Un oso de peluche apolillado

-Cada breve capítulo tiene por título uno o, a veces, varios objetos, desde un oso de peluche apolillado y polvoriento hasta una cebolla, una revista o una palangana. ¿Por qué?

-Esto lo estoy pensando ahora, es como si hubiera armado una especie de museo del dolor. Cada objeto remite a algo distinto. Es más, creo que el propio niño es en esa familia un objeto que lucha por convertirse en un sujeto. Es un objeto para su madre, su cuerpo es un objeto para sus compañeros. Es un objeto más de ese museo. Toda la novela es una  especie de alarido  por dejar de ser un objeto y eso se ve claro en el final. El cuaderno, el pionono, el oso de peluche apolillado, la pelota, la piñata, la jeringa son todos objetos que pertenecen a una especie de liturgia del dolor. También el chico está colocado como dentro de una vitrina del museo mirando esos otros objetos y describiéndolos casi desde un relato antropológico desprovisto de subjetividad. Es el deseo el que finalmente lo convierte en sujeto. El deseo es la clave. Hay un momento en que contra todo deseo de objetivación de los otros, hay un sujeto que intenta hacerse un espacio. Entonces de da cuenta de que en esa casa ya no hay un lugar para él.