Hay escritores precavidos que no permiten que sea la escritura misma la que les dicte lo que escriben. Por eso, antes de comenzar a teclear en la computadora trazan planos y mapas como un conjuro contra el peligro de lo desconocido que acecha en las palabras. Otros, en cambio, se largan a escribir sin red confiados en que la escritura los llevará al lugar al que deban ir por el azaroso camino del descubrimiento. Fernando Fagnani pertenece a este segundo grupo.

Así lo demuestra en Residencia permanente, una novela en la que conviven una trama de ribetes de suspenso con un espacio alucinatorio, extraño, una combinación nada frecuente que se rehúsa aceptar las leyes que dictan los géneros. El resultado es una novela en que la trama atrapa tanto como la escritura en un equilibrio también infrecuente.  

El autor pertenece desde siempre al mundo del libro del que recorrió todas sus instancias. Actualmente es director general de la editorial Edhasa. Autor de Mar del Plata. La ciudad más querida, editor experimentado que ayudó a nacer a innumerables textos, Residencia permanente es, quizá, el último campo de la literatura que le faltaba explorar: la escritura de ficción. Y su debut en este terreno fue absolutamente exitoso. En su novela se vislumbra el placer de explorar la escritura sin fórmulas probadas ni certezas tranquilizadoras.

Tenés una larga trayectoria en el mundo del libro que conocés como editor, como director de una editorial, como crítico literario, como autor de no ficción. ¿La ficción era una deuda pendiente?

–No diría una deuda, pero sí un deseo. Es algo que sabía que en algún momento iba a ocurrir, pero no sabía ni cuándo ni cómo. Residencia permanente fue un impulso, algo que escribí muy rápido, apenas en cuatro meses. Después, como siempre, la corrección llevó más tiempo. Comencé a escribir teniendo muy pocas cosas claras. Tenía presente que había un extranjero en una ciudad, que en la ciudad había una rebelión y que este extranjero estaba en medio de una rebelión en una ciudad que no conocía. No sabía a qué se dedicaba ni sabía por qué estaba en esa ciudad.

–¿Y cómo supiste el resto?

–La trama que se plasmó se desarrolló en la escritura, no es que yo tuviera una idea o un desarrollo y los ejecuté. Al principio había un personaje que estaba en un hotel del que lo rescataban. También tenía claro cómo era el recorrido de ese hotel a la embajada en medio de una ciudad cuyo orden se había subvertido, una ciudad que él no conocía. Cuando pasa algo así en tu ciudad o en una ciudad que uno conoce, no sorprende porque esas cosas se intuyen, se anticipan, se predicen o lo que sea. Además, si estás en tu ciudad sabrás cómo defenderte de una rebelión. Pero si estás en una ciudad ajena, estás a merced de lo que ocurra, estás perdido, sin mapa, sin nada y tenés que sobrevivir.

¿Tenés una idea de cómo surgió esa imagen en vos?

-Sí. En ese momento estaba muy interesado en algo que detectaba en ciertas ciudades de América Latina, pero también en ciertas ciudades de Europa. Tenía la sensación de que un chispazo podía generar una revuelta. Por supuesto que no es lo mismo una revuelta en Barcelona que en una ciudad de Centroamérica, pero sí tenía la impresión de que, de un día para el otro, te podías encontrar en una ciudad que no conocías con una rebelión. Esto me interesa por distintas cuestiones: identitarias, económicas, políticas, sociales. Aumentaron el boleto y Santiago de Chile estalló. Que haya un estallido por el aumento del boleto es señal de que el vaso venía lleno.

Francia estalló por la modificación de las condiciones jubilatorias.

–Sí, no quiero hacerme el profeta, no pensaba en ningún ejemplo concreto, pero sí veía que algunas ciudades se habían vuelto lugares más tensos, más polarizados y, esencialmente, más desiguales, donde una pequeña chispa podía producir una explosión. Eso sí lo tenía en la cabeza cuando me puse a escribir.

La novela parece ambientada en los ’80.

–Sí, porque no quería que se trasformara en algo sobre el presente ni establecer una relación con lo que está pasando hoy. Sólo quería plantear una ciudad en estado de revuelta.

–El narrador le escamotea información al lector. No le dice nunca el nombre de la ciudad, es como si se tratara de una ciudad medio mítica. Uno podría pensar que está en México o en cualquier otro lugar.

–Sí, y lo hice por la misma razón. Al principio, había pensado en México porque hay algo que me encanta de Ciudad de México: la cantidad de ríos subterráneos que hay.

Y eso aparece en la novela.

–Sí, pero porque me gusta la imagen, me gusta el agua y me hubiera gustado escribir sobre eso, pero luego me di cuenta de que si la ambientaba en un lugar y un tiempo precisos, me iba a ver en la obligación de narrar la historia política de ese lugar y no quería hacer eso. Y tampoco quería hacer lo que hacen algunos escritores extranjeros y que me enferma que es ponerse a hablar de un país ignorando el 90%de la historia de ese país.

Quizá por eso, la novela produce cierto extrañamiento. Su trama es policial o de suspenso, pero se desarrolla en un paisaje que tiene algo de alucinatorio en el que la luz ocupa un lugar protagónico. ¿Eso se dio en la escritura o era algo previo?

–Se fue dando en la escritura. Pero también es cierto que por mi trabajo viajo mucho y en las ciudades a las que he ido estoy más atento al clima, al equilibrio o desequilibrio entre la arquitectura y el paisaje que a la gente. No me centro tanto en lo concreto, sino en las sensaciones y las ideas que una ciudad puede producir. Ése es un rasgo mío, pero en el caso de la novela, el personaje, Benítez, es alguien sin interioridad para el que los afectos no son preponderantes y creo que un personaje así vive en un estado alucinatorio. Su relación con el mundo no es de afectividad, sino que siempre está mediatizada por el extrañamiento, por la amenaza, por el peligro y  por la observación, porque cualquier escenario en el que se encuentre de por sí puede ser hostil. Creo que el hecho de que la ciudad no tenga nombre contribuye a ese extrañamiento del que hablás. Si lo tuviera, uno comenzaría a escribir no digo de manera realista, pero sí referencial: lo que está en una esquina está realmente en una esquina, los semáforos son de tal manera…. Como yo no tenía esa referencia, eso me permitía expandir la novela no hacia lo físico, sino hacia lo que es más aleatorio. Es verdad que ese carácter medio mítico se filtra a las descripciones y creo que es porque la ciudad de la novela no es una ciudad determinada.

–El narrador también tiene una mirada distante.

–Sí, yo traté de que el narrador estuviera pegado a la mirada del personaje, aunque tiene un poco más de información. Si no, tendría que hablar en primera persona. Pero tampoco tiene tanta información más. Es como si fuera conociendo cosas del personaje en el momento en que el personaje las devela.

El «trabajo» del personaje es particular, es un sicario. ¿Por qué tampoco se cuenta para quién o quiénes trabaja?

–Porque creo que los victimarios son siempre muy parecidos. El victimario es siempre el poder y ponerle nombre al poder a mí no me parecía algo muy importante. Podía ser un político, un militar, un empresario, un mafioso, y yo estaba más interesado en hablar de las víctimas o de los sujetos que en esa configuración se convierten en víctimas. Me resultaba menos importante quién daba la orden de matar o no matar, porque eso es intercambiable. Por eso no lo develaba, porque pensaba que no había nada que develar. Los que dan la orden pueden ser muchas personas distintas y la historia no cambiaría. ¿Qué diferencia habría en que a Benítez lo contratara un político o un empresario? Ninguna, no cambia nada.

Durante casi toda la novela el personaje tiene sólo apellido. Cuando su nombre se devela es cuando tiene su momento de debilidad. Se llama Amadeo, que tiene que ver con el que ama a Dios. ¿Por qué elegiste ese nombre?

–Pensé en eso, pero sobre todo pensé en cierto anacronismo. Un poco por esa cosa mítica de la que hablábamos, ningún personaje se llama Claudia o José. Amadeo es un nombre que suena a pasado. Y Benítez es un apellido más que es como si no nombrara nada, es una generalidad.

En las novelas suele primar la trama sobre el lenguaje o, a la inversa. En Residencia permanente ambas cosas tienen el mismo peso. ¿Eso fue buscado?

–Sí, fue buscado. Quería una trama que fuera autónoma, es decir, que se pudiera contar de muchas maneras diferentes, pero no la quería contar como esas tramas se cuentan habitualmente. Quería que hubiera un balance entre un determinado ambiente de la ciudad que provoca una determinada escritura, unas  determinadas sensaciones y un determinado clima y lo que está ocurriendo, lo que les pasa a los personajes. Si bien me gusta al género policial, lo que no me gusta de ese género es que a veces es algo manufacturado en que la trama lo sostiene todo y los giros de los personajes son autónomos y, lo escribas como lo escribas, funciona. Me gustan más otras cosas como los diálogos, la forma en que la trama avanza con los diálogos y no tanto la cuestión formal del género.

En una trama con un sicario, una revuelta y mucha violencia, irrumpen los gitanos y el circo. ¿Cómo se te ocurrió lo del circo?

–Porque todo el tiempo notaba en una tensión entre lo que vos llamás alucinatorio –y creo que está bien llamado– y una trama más llana en la que un sicario va a un país a matar a alguien y, además, a buscar una mujer de la que estuvo enamorado. La historia del sicario me gustaba, pero lo que más me gustaba era ponerlo en un escenario tan poco prototípico para un sicario. Como la ciudad se volvió un lugar tan alucinado, cosas que no entraban en la trama terminaban entrando. El acápite del libro es una frase de Furio Jesi que dice: «A la hora de la revuelta, dejamos de estar solos en la ciudad». Me pareció genial porque lo último que a uno se le ocurriría pensar en una rebelión es si hay gente sola o no. Pero, me pareció muy bien, porque es cierto que en una rebelión la gente tiende a juntarse para defenderse o para atacar. La irrupción de los gitanos se explica, en parte, por la soledad, porque están al margen de la sociedad y los que inician la rebelión también están al margen. Y, por supuesto, Benítez está al margen. Todos son excluidos de distinta naturaleza, no se puede comparar a ninguno con ninguno, salvo porque están todos en el margen. Y creo que en el margen se producen solidaridades y violencias que no se producen en otro ambiente. En cuanto al circo, es felicidad, infancia o por lo menos lo era en otra época, ahora quizá ya no. Pero acabar con un circo es como acabar con todo.

Un extrañamiento de la sintaxis

–La sintaxis de Residencia permanente no sigue el orden canónico de la oración, hay un orden alterado que no es incorrecto pero tampoco frecuente, no responde a…

–…al uso actual de la lengua. Sí, estoy totalmente de acuerdo, es así. Es que es un libro que está fuera de un territorio como, por ejemplo, Managua, en 1994, por decir algo. Entonces, ¿cuál es el lenguaje que se habla en una novela cuyo territorio no es preciso? Lo único preciso es que se sitúa es Centroamérica, que las personas que están en esa trama no tienen el habla de un determinado lugar, sea el lugar que sea. Hay un sicario argentino, unos gitanos y unos rebeldes. Entonces pensé que podía usar un lenguaje por momentos voluntariamente anacrónico y una sintaxis, por momentos, enrarecida. Creo que un lenguaje más realista –en el sentido del referente, no de la realidad– por ejemplo, el habla de Montevideo de la década del ’70, hubiera sido un poco absurdo porque no hay ningún referente en la novela y que el lenguaje lo tuviera hubiera sido un error. Por el carácter de la rebelión, por el hecho de que no se supiera quién había contratado a Benítez, por la ciudad misma, por la aparición de los gitanos, sentí que tenía que encontrar un lenguaje que funcionara en sintonía con esos elementos.

Cómo escribir sin mapa

–Me pasó algo que me gustó mucho y que es que llegaba a un lugar en que en la trama se producía un encierro, no sabía cómo seguir y ahí la trama giraba. Lo más interesante de la escritura para mí fue eso, esperar que se destrabara algo en una trama que yo no tenía prevista y ver cómo en esos giros esa trama se iba construyendo. Escribí la novela sin saber no sólo cómo terminaba, sino sin saber qué sucedía en la página 40. El final, probablemente, fue lo más fácil. Porque cuando vi que la propia dinámica de la escritura iba generando la trama, pensé que en algún momento el final se iba a generar del mismo modo en que se generaron otros giros. En un momento me quedó clarísimo cuál iba a ser el final y que no podía ser otro que ése, dado lo que había narrado.

Hay un cierto fatalismo en el final, como si se cerrara un ciclo. Hay alguien que muere en su ley.

–Que muere en su ley y que acepta esa ley, como si dijera «listo, hasta acá llegamos».