El 6 de marzo de 1927 nacía en Aracataca, Magdalena, Colombia, Gabriel José de la Concordia García Márquez quien pintando su aldea fue universal. Sin embargo, antes de llegar a serlo, la Argentina ofició como plataforma de lanzamiento y casi un siglo después, la multinacional Netflix anunció sin demasiados detalles que llegó a un acuerdo con los hijos del escritor y que llevarán Cien años de Soeldad a una serie.

Fue la mítica editorial Sudamericana la que publicó por primera vez dicha novela en el mes de Junio de 1967. Por ese entonces, Gabo era un escritor casi desconocido. Sin embargo, la calidad de su escritura llegó a oídos del gran editor Paco Porrúa, quien le dijo que le gustaría publicar su próximo libro. El escritor lo tenía comprometido con otra editorial, pero atraído por el prestigio de Sudamericana, le pidió un tiempo para ver si lograba deshacer su compromiso.

El resto de la anécdota ya forma parte de la historia lateral de la literatura. En una época en que no existía el mail ni ningún medio de comunicación digital, García Márquez se dirigió hacia el correo con su mujer, Mercedes Barcha, para hacer el envío. Pero sus escasos fondos no lo permitieron afrontar el gasto que suponía mandar el original completo, por lo que envió la mitad y dejó el resto para cuando pudiera reunir el dinero necesario para completar el envío.

Porrúa le contestó al poco tiempo que le había enviado la segunda parte de la novela. Aun así el editor quedó fascinado y, cuando se reunió con la primera parte del texto hizo de inmediato una edición de 8000 ejemplares que se vendió en 15 días. Su actitud era un salto al vacío, porque nada aseguraba sino solo su instinto de editor de raza, que aquella novela de un escritor desconocido se vendería como pan caliente.

Todos los grandes libros están rodeados de anécdotas, en muchas oportunidades tan ficcionales como los libros mismos. Otra de las grandes anécdotas referidas a Cien años de soledad que se ha repetido hasta el cansancio es que el editor Carlos Barral rechazó su publicación porque no le interesó la novela. Su nieto se ha encargado de desmentirlo y el propio García Márquez calificó la anécdota de “pendejada” asegurando que Carlos Barral solo leyó la novela una vez que fue publicada por Sudamericana. Sin embargo, nadie la descartó por apócrifa. Quizá sea porque las grandes ficciones deben rodearse de ficción o porque narrar una equivocación o una injusticia es darles una esperanza a los postergados en espera de reconocimiento.

Lo cierto es que, como en las películas de Hollywood en las que el bien siempre triunfa y el talento tiene su recompensa, luego de ser ninguneada según la leyenda, Cien años de soledad se convirtió, sin duda, en una de las novelas más exitosas del siglo XX e hizo el trayecto prefijado de antemano para los textos famosos. Primero fue un suceso, luego comenzaron a surgir detractores y finalmente, en algunos ámbitos, sobre todo en espacios académicos, se defenestró al autor y se le hicieron todo tipo de críticas, entre las que figura un desprecio por el realismo mágico con el argumento de que responde a una visión europea de América Latina. La exuberancia lingüística del texto, coincidente con la exuberancia del Caribe comenzó a tener mala prensa en las latitudes del Río de la Plata, donde se prefiere una prosa más seca y contenida.

Suele decirse que somos lo que comemos, que somos lo que hacemos y también que somos lo que leemos. Si esta última afirmación es cierta, Cien años de soledad forma parte ineludible de nuestro ADN lector. ¿Quién no recuerda el comienzo de ese texto que mostró en su momento un tipo de escritura que no se parecía a ninguna? “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…” ya forma parte de la colección privada de frases literarias que constituyen el acervo de los amantes de la literatura.

Luego, como suele suceder, llegaron los imitadores, los que transformaron el realismo mágico en una fórmula para asegurarse un éxito editorial. Pero la máquina de hacer prodigios sólo la tuvo García Márquez. Las demás fueron intentos truchos de imitación de un texto inimitable. Aquella máquina se fue con él que, según decía, había nacido en un pueblo de ficción. Macondo es Aracataca una vez procesada por la máquina de hacer prodigios.

La imaginación afiebrada, el barroquismo delirante de las frases y las historias de Gabo parecen formar parte de una “demencia” fundacional en la historia de estas latitudes. Lo explicó muy bien en el discurso de aceptación del Nobel en 1982, que se llamó La soledad de América Latina. Dijo en esa oportunidad: “Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.”

“Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los cronistas de Indias nos legaron otros incontables. El Dorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.”

Según afirma en ese mismo discurso, liberarnos de la dominación española no eliminó la “demencia” de estas tierras fabulosas ni acabó con las aventuras de la imaginación. Quizá por eso los prodigios lingüísticos de Gabo hablen de nosotros, incluso de los que no vivimos en la exuberancia del Caribe. Quizá también por eso, a 92 años de su nacimiento la fecha de su cumpleaños se sigue conmemorando en todos los países en que fue leído ya sea en su lengua de origen o en traducción. Ese suculento banquete de palabras perfumadas y sabrosas que son sus libros sigue predisponiendo a la celebración.