La muerte tiene un poder único, que a veces puede parecer contradictorio pero que en realidad revela su grandeza. Ante ella todo lo pequeño se empequeñece aún más, hasta desaparecer, pero lo grande, lo verdaderamente grande, se vuelve inmenso. El 25 de mayo falleció el artista plástico Gyula Kosice y los breves cinco días que pasaron desde entonces han sido tiempo suficiente para comprobar que se trató de un artista descomunal, cuya obra sin dudas seguirá creciendo hasta volverse inmortal, mientras él, que a fin de cuentas no ha sido más que un hombre, completa el camino que lo lleva de regreso al polvo del cual todos venimos y hacia el cual volveremos. El mismo camino que todo el mundo deberá transitar un día.

“Gyula Kosice deja un legado generoso. No se trata de un artista solo del hacer, sino que fue también un teorizador. Además, hizo de su taller un museo que nos permite mirar hacia adelante”. La expresión pertenece a Andrés Duprat, director del Museo Nacional de Bellas Artes, institución en cuyas galerías habitan algunas obras de este artista, cuyo origen de algún modo es misterioso, porque sus reseñas biográficas indican que nació en 1924 en la frontera entre Hungría y Checoslovaquia, un país que, como él, ya no existe. Un misterio que por otra parte no tiene ninguna importancia, porque el propio Kosice se consideraba a sí mismo ciudadano de la Argentina, país al que llegó con su familia cuando apenas tenía cuatro años.

Y tiene razón Duprat al lamentarse por su muerte, y también la tiene cuando menciona que el taller de Kosice era un museo en sí mismo. Ivana Romero, quién entrevistó al artista varias veces (ver columna), describió en las páginas de este mismo diario el asombro que le produjo visitar el atelier donde Kosice diseñaba sus artilugios de agua y luz. Un asombro casi de nena que ve por primera vez a un mago y no tiene otra alternativa que creer en la magia. Porque Kosice era eso, un prestidigitador, un hombre que con sus trucos embelleció al mundo.

Y eso es lo que debería importar. Después se puede recorrer su biografía de punta a punta. Decir que fue el «creador de la mítica revista de artes abstractas Arturo, en 1946»; o que «fundó junto con los uruguayos Carmelo Arden Quin y Rhod Rothfuss el movimiento Madí, una de las corrientes artísticas de vanguardia más importantes del continente americano». O repetir como alumnos aplicados que «fue pionero en utilizar el agua y el gas neón en una obra de arte, y el primero en Latinoamérica en realizar una escultura articulada y móvil», en referencia a Röyi, obra que data de 1944. Que en 1989 fue distinguido con el grado de Caballero de las Artes y las Letras por el Gobierno de Francia o que en el país recibió casi todos los premios que se le pueden otorgar a un artista plástico.

Nada de eso sería mentir, porque todo es cierto, pero nada de eso es de verdad importante. No ahora que el polvo ha vuelto al polvo, no ahora que las estrellas acuáticas desperdigadas por toda su obra siguen brillando sin él. «