A los grandes escritores se los recuerda por sus palabras. A Juan Rulfo se lo recuerda también por su silencio. Un libro de cuentos, El llano en llamas (1953), y una novela corta, Pedro Páramo (1955), le bastaron para convertirse en uno de los mayores narradores del siglo XX. Pero quizá porque también a los escritores se les aplica el concepto fabril de productividad, su silencio literario, curiosamente, pasó a ser parte de su literatura.

De Pedro Páramo dijo Borges: “Es una de las mejores novelas de lengua hispana, y acaso de toda la literatura.”

En Bartleby y compañía Enrique Vila-Matas lo ubica, de la misma forma que a Rimbaud, entre los “escritores del No”, es decir, entre aquellos que abandonaron la literatura.

Luego de la publicación de esos dos libros a la vez pequeños y enormes –la paradoja parece ser un signo distintivo de Rulfo- el autor, convertido en una suerte de desertor del campo literario, tuvo que enfrentar en entrevistas y en diversas circunstancias la pregunta acerca de su silencio. Una pregunta para la que es muy probable que él mismo no tuviera una respuesta. ¿Pero que es acaso debería tenerla? ¿Existe alguna norma que indique qué cantidad de libros debe publicar un escritor? En realidad no existe una norma escrita, pero sí tácita. En el otro extremo de la “cadena productiva literaria”, a César Aira se lo reconoce no solo por las características de su escritura, sino también por su enorme productividad. Émulo de Frank Zappa, que editó tantos discos que constituye casi una rareza que alguien los tenga todos, también es difícil encontrar a alguien que atesore en su biblioteca la totalidad de la obra de Aira.

Lo cierto es que Rulfo tuvo que convivir con la pregunta, reiterada hasta el cansancio, acerca de su falta productividad. En un entrevista que Juan Cruz le hizo para el diario El País de España en 1979, el autor se apresuró a explicar su silencio incluso antes de que el periodista le preguntara sobre el tema: “En México –dijo-, fuera de dos o tres escritores, como Luis Spota o algún otro, que viven de la literatura, nosotros tenemos que vivir de algún trabajo; yo trabajo en el Instituto Nacional Indigenista, editando libros de antropología social, y eso me ocupa casi la mayor parte del tiempo. Esa es la razón por la que yo casi no tengo tiempo de escribir, de dedicarme exclusivamente a escribir.”

Pero, como se sabe, Rulfo elaboró también una respuesta más burlona y, a la vez, más poética: “Es que se me ha muerto el tío Celerino, que era el que me contaba las historias”. Sin duda, la respuesta es una maravillosa pieza de microficción que desmiente su silencio literario.

Quizá, sencillamente, era, como suele decirse, “un hombre de pocas palabras”. De hecho, su nombre, tan adecuado, por su brevedad y su contundencia, a la contundente brevedad de su escritura, es también una operación literaria de síntesis. Se llamaba en realidad Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, pero el eligió pelar hasta el hueso el nombre con que fue bautizado para dejar solo lo esencial.

Escritor de las “tierras calientes” de Jalisco,  el autor de Pedro Páramo era, sin embargo, admirador de los escritores nórdicos. En su adolescencia se nutrió de libros de aventuras de Emilio Salgari y de Alejandro Dumas, pero en la misma entrevista mencionada dice: “(…) los libros que yo considero serios, entre los que leí entonces, fueron los de autores nórdicos. Knut Hamaun, por ejemplo, ya me abrió las puertas hacia otro mundo, hacia otro tipo de literatura, ya más seria, más literatura.” También Faulkner figuró en su lista de escritores admirados.

La otra vertiente de lecturas que consideró definitiva en su formación literaria está constituida por los cronistas de Indias. “Me gustan mucho los cronistas del siglo XVI, XVII y XVIII -afirma en la misma entrevista-, y me gustan por su forma de escribir, por la frescura del lenguaje. Estos hombres escribieron en la lengua del siglo XVI. Es un lenguaje muy fresco, que actualmente en España mismo es arcaizante, pero para nosotros no lo es. En la región de donde yo soy aún se habla ese lenguaje. Entonces, el hecho de que yo lea crónicas tanto de la conquista como crónicas religiosas o de la historia de México se debe a que además de que me enseñan historia es un gran placer leer a estos hombres; ellos escribieron de una forma muy espontánea, sin saber que los iban a leer nunca. Simplemente hacían la crónica de su obra.”

Siempre será un misterio de qué forma metabolizó literariamente estos dos materiales que fueron definitivos en su formación, para alcanzar esa prosa seca, despojada, áspera y terrosa capaz de producir un efecto hipnótico en el lector. Las palabras de Vila-Matas son un claro ejemplo del efecto que produce la lectura de este autor. “Pedro Páramo –dijo – , en concreto, me paraliza, quizás porque leerlo fue una experiencia literalmente extraordinaria, parecida a la que tenemos cuando un sueño es tan intenso –más intenso que la vida– que acaba convirtiéndosenos en incomunicable para los demás. En mi opinión, cuando se da un caso así y uno ve que no va a poder transmitir nunca, con la misma intensidad, esa emoción y mensaje que contenía el sueño, lo más sensato es arrodillarse ante el famoso precepto: ´De lo que no se puede hablar hay que callar´”.

Las paradojas son muchas en la vida de Rulfo. Aunque siempre se lo menciona como autor de dos libros, escribió en realidad tres. Instigado por sus afectos más cercanos publicó en 1980 El gallo de oro, una novela que había escrito entre 1956 y 1958 y que él mismo se encargó de denostar. La tirada fue chica y la distribución, mala, a lo que se sumó el hecho de que se la pensó más como una obra para el cine –Rulfo fue también guionista cinematográfico- por lo que esta novela corta quedó definitivamente al margen de su obra literaria fundamental. Volvió a publicarse bastante después de la muerte de Rulfo junto con sus obras fundamentales, pero el interés que despertó fue más “arqueológico” que literario, es decir, que se la leyó más como una forma de desenterrar algún dato sobre la escritura definitiva de Rulfo, que como una obra que pudiera tener valor en sí misma.

La fotografía también ocupó un lugar importante en la vida del autor mexicano, aunque siempre la consideró como una actividad que nada tenía que ver con la literatura. «La realidad –explicó alguna vez- no me dice nada literariamente aunque pueda decírmelo fotográficamente. Admiro a los que pueden escribir acerca de lo que oyen y ven directamente, yo no puedo penetrar la realidad, es misteriosa».

Más allá de la forma en que él considerara la literatura y la fotografía, puede decirse que su lente tuvo también un sello particular y una gran profundidad. Susan Sontag dijo en su libro On Photography: «Juan Rulfo es el mejor fotógrafo que he conocido en Latinoamérica».

Su infancia no fue fácil. Su padre fue asesinado en el marco de la unas disputas por tierras cuando él tenía seis años y tres años después moriría su madre, por lo que quedó bajo la tutela de su abuela. Pero poco después conoció los rigores y sinsabores del orfanato, lugar al que, de adulto, llamaría “el correccional”. Quizá eso explique, en parte, su carácter taciturno y reservado.

Murió a los 68 de cáncer de pulmón. El hombre que vivió caminando por el mundo en puntas de pie para no hacer ruido, se fue en silencio, como había vivido.