Sin duda existe un antes y un después de Internet. En ningún campo ha dejado de producir modificaciones y en cada uno lo ha hecho de manera particular. A partir del desarrollo de las grandes plataformas, la literatura tal como la conocemos hoy vive bajo la amenaza de convertirse en una práctica anacrónica. Las figuras mismas del escritor y del intelectual han cambiado del mismo modo en que han cambiado también las formas en que eran legitimados como tales. 

En El amor por la literatura en tiempos de algoritmos (editorial Siglo XXI), Hernán Vanoli analiza con agudeza de qué modo se han transformado las condiciones de producción y circulación de la literatura. Lejos de la lamentación por el mundo analógico perdido, Vanoli señala el poder del algoritmo, pero también sus limitaciones.
–¿Existe una contradicción entre el amor por la literatura y el tiempo de algoritmos?

–Creo que no es contradictorio. Uno ama la literatura porque le gusta establecer una relación muy particular con el lenguaje y a través de él con la narración y la imaginación, y eso es algo que tiene que ver con el ser humano o, para no irme tan lejos, con el ser humano a partir de la modernidad. Por eso no es contradictorio. A veces sí puede ser contradictorio este mundo que cada vez está más administrado, gestionado por sistemas automáticos, con algoritmos, con grandes empresas que son más poderosas que los Estados y que tienen una cantidad de información impresionante. Este mundo puede resultar contradictorio con algunas cosas que nosotros estamos acostumbrados a pensar como propias de lo humano en tanto sujeto medianamente libre para tomar ciertas opciones. El amor por la literatura y por los algoritmos no se contraponen, sino que chocan un poco, a veces se sacan algunas chispas.

–En tu libro hablás de Netflix y de cómo se hacen series en base a informaciones recogidas. Funciona casi como un delivery que lleva a las casas lo que cada uno quiere ver. ¿El viejo bestseller no prefigura ya algo de esto?

–Sí, creo que hay algo de eso, de captar ciertas preferencias, ciertas estructuras de los gustos de amplios sectores y hacer un producto que se amolde a eso. El bestseller era un producto muy pensado y mostrado a sectores masivos a través de una industria que pensaba también en términos de mercado masivo. Lo que tiene de nuevo una plataforma como Netflix o, en el caso de los libros, el buscador de Amazon, es que hacen una sugerencia personalizada. Cuando uno elige una película Netflix te dice, por ejemplo, esto tiene un 89 por ciento de afinidad con tus opciones anteriores. Eso lo naturalizamos, pero antes no pasaba. Cuando uno entraba a una librería y abría un libro no decía esto tiene un 89 por ciento de afinidad con tus elecciones anteriores.

–En relación con las grandes “plataformas de extracción de datos” teóricamente podrían construirse casi textos a medida, cosa que también pasa con el periodismo digital, que tiene herramientas para procesar las elecciones de los lectores y escribir en función de eso.

–Totalmente. Esto alcanza a muchísimas disciplinas y en el periodismo muchas veces se jerarquizan contenidos, ya ni siquiera por la cantidad de clics, sino por la cantidad de compartidos o de likes. Esto no significa que necesariamente el producto sea bueno, pero en este afán de perseguir y cazar a los lectores o a las audiencias el periodismo corre un riesgo muy grande de sucumbir a eso. No digo que no haya que tener negociaciones, que no haya que tener notas gancheras para mantener cierta tensión. No creo que haya en eso ningún problema ético ni moral, pero pienso que el riesgo es que se pierdan de vista los contenidos con un poco más de calidad y profundidad que no sintonizan con el ánimo ansioso que tenemos la mayoría de los lectores cuando estamos en Internet.

–¿Estas plataformas contribuyeron en gran medida a reemplazar la figura del lector por la del consumidor?

–Sí, la figura del consumidor ha ido reemplazando a la figura del humano en todos los ámbitos y en Internet esto es algo muy brutal. Lo que puede hacer un algoritmo es cuantificar ciertas actitudes: si una persona apretó un botón, si compró algo, si abrió un link, si buscó algo en un buscador, pero eso no nos habla de lo que sintió al hacerlo. El reemplazo de la persona por el consumidor es una necesidad de la hipertecnificación y del e-commerce, que te diría que ni siquiera piensa en el consumidor, sino en pedacitos de datos que entrega cada terminal. Pero hay algo que se pierde, algo a lo que no puede llegar.

En tu libro decís que la figura del intelectual ha sido reemplazada por la del influencer. ¿Qué implica este cambio?

–El intelectual es una figura muy propia de una época en la que había pocos medios y, sobre todo, medios que emitían mensajes que no eran virtuosos en dar respuestas instantáneas y masivas a los receptores aunque existieran, por ejemplo, las cartas de lectores. En ese momento el intelectual construía una legitimidad en el ámbito académico, en el reconocimiento de sus pares, en su producción bibliográfica y podía tener una relación con los medios de comunicación o con la industria cultural destinada al gran público. Oficiaba de mediador de un saber ante un público, por lo general, silencioso. Con el advenimiento y la adopción masiva de las tecnologías digitales la autoridad del intelectual se ve muy trastocada. Es muy difícil jerarquizar quién es el que sabe y quién el que no cuando todo el mundo opina sobre todo. También en las instituciones que daban prestigio hay una pluralidad de voces que es difícil jerarquizar. En este sentido, el influencer es algo raro, porque es una persona que no sabe de nada. Es una especie de figura tautológica que es influencer porque es famoso y es famoso porque es influencer. Pero tiene un público siempre respetable al que debe comunicar cosas que hace que lo siga y lo respete. Es una figura que ya no se basa en un saber, en ideas que transmite a través de ciertos medios, sino más bien en la ausencia de ideas y en la fama como un fin en sí misma. En este momento de pandemia, al ser una época de tanta incertidumbre, con un virus del que se sabe tan poco, ni los intelectuales ni los influencers supieron cómo procesar la situación, por lo que en este momento faltan referentes y surge la figura del infectólogo, que vuelve a ser parecido al intelectual. Es alguien que está calificado y que habla sobre un tema en público en base al reconocimiento de los pares. En este momento cayó la figura del intelectual y también la del influencer. 

En una época, la universidad era la autoridad que legitimaba a los escritores. Borges y Saer, por ejemplo, pertenecían al canon universitario, mientras Soriano estaba fuera de él. ¿Cómo funciona hoy la legitimación?

–Es cierto lo que decís, Soriano estaba fuera del canon universitario. No creo que hoy la universidad pueda legitimar o deslegitimar tanto. La cuestión de las jerarquías se ha convertido en un tema más fluido y las autoridades se han visto un poco minadas.


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–¿Creés que Internet democratizó el conocimiento de la misma manera que lo hizo la imprenta?

–Me parece que Internet democratizó la exhibición de la cultura, pero privatiza muchas otras cosas que la imprenta no privatizó. Hoy Internet son diez corporaciones globales que manejan tanto la infraestructura como el software y hacen lo que quieren, incluso pelearse con el presidente de los Estados Unidos como lo hizo Twitter con Donald Trump. Por un lado, Trump mantiene una guerra comercial con China y, por otro, tiene una guerra intelectual y mediática con Twitter, que es una empresa, no un país. Lo mismo pasa con Google y con Facebook. Este tipo de empresas pueden llegar a voltear gobiernos, manejan una cantidad de información peligrosísima y están absolutamente desreguladas. Como dije, Internet democratiza la exhibición de la cultura pero, al mismo tiempo, es una gran privatización del saber y de la circulación de la información.

¿Entonces no es un servicio gratuito?

–Para nada. Cuando el servicio es gratuito es porque la mercancía es uno mismo. Ninguna búsqueda en Google es gratuita, ninguna casilla de mail es gratuita. Uno se siente agradecido por tener ese servicio por el que sólo tiene que pagar la conexión, pero nada es inocente ni gratuito. Con cada clic que hacemos estamos beneficiando a alguien.

–Vos decís que a partir de Internet la figura del escritor pasó a ser más importante que sus libros. ¿Cómo se produjo esta transformación?

–Creo que hay una convivencia de temporalidades. Hay algunos escritores que se siguen comportando como en el siglo XX antes de que Internet fuera tan masiva y estuviera tan presente en la vida cotidiana. Se comunican a través de sus libros, de las entrevistas de la prensa. Paralelamente, existe una compulsión de consumir a los escritores en tanto personalidades. Parecería que el libro no es suficiente y que sus libros no se diferencian tanto entre sí, sino que tienen que ver con la construcción pública del escritor, de sus opiniones, de las causas a las que adscribe o a las que no adscribe, de cómo aparece en el entorno virtual.

–¿Por qué decís de Roberto Arlt que es un facebookero?

–Porque me gustan sus aguafuertes y hoy todos hacemos aguafuertes, por ejemplo, cuando hacemos un posteo de Facebook, lo que no significa que seamos Arlt ni mucho menos. Él salía por la ciudad, registraba y luego escribía. Él, en vez de likes, recibía cartas de lectores.

–También hablás de Borges y de Aira.

–Sí. Siento devoción por Borges pero me espantan los motivos por los que es venerado. Me interesan más las lecturas en clave histórico-política que las más formalistas. Piglia dijo con ironía que Borges fue el gran escritor del siglo XIX. Yo creo que Aira es el gran escritor del siglo XXI. Diseminó sus más de cien novelas en distintas editoriales chiquitas que lo llevan por carriles ocultos. Inventó así las editoriales independientes antes de que existieran. A veces se permite también publicar en una editorial grande. Su sistema de publicación y su imaginación me parecen geniales. Por eso digo que merecería el Premio Nobel que muy injustamente no le dieron a Borges.   «