Este es un hombre de unos treinta años. Su perfil no es indigno y, cuando lo cree pertinente, repite un gesto de la madre: arquea su ceja más poblada, para distinguirse. Esquiva, por desconcierto o rechazo, su semblante en el espejo. Un poco por azar y otro poco por destino, comienza natación a los diez años. A medida que crece, se refugia en un sistema inalterable de costumbres simples: trabajar, fumar y nadar. Una madre rigurosa y un padre ausente ayudan a conformar al hombre metódico que necesitará ser en el futuro. Jorge Consiglio en Sodio (Eterna Cadencia), su nueva novela, alcanza a revelar la manera en que una niñez es devuelta. A través de una estructura narrativa dinámica que intercala varias temporalidades y etapas de la vida del protagonista (niñez, juventud y adultez), accedemos a una invitación implícita, la de atrapar la huella de la infancia, el gesto aprendido, en el narrador adulto.

“Soy el nadador, señor, soy el hombre que nada/ hasta las lluvias de su infancia”, dicen unos versos de El nadador, poema de Héctor Viel Temperley; y en ese movimiento, el de sumergirse hacia el pasado, también se encuentra el protagonista de esta novela. En Sodio, el hombre que nada, el hombre que narra (como si en esa superposición de homonimia y aliteración – nadar, nadear y narrar – hubiera un indicio, una clave de lectura), empieza por el comienzo, retorna a la niñez para contar su historia. Y lo hace un poco como Leonardo del Vecchio, su primer profesor de natación, de quien se dice que “era meticuloso con sus relatos. Y ese exceso, la abundancia de detalles, los hacía inolvidables. Escucharlo era una experiencia única. Lo cotidiano, para él, era excepcional. En eso radicaba su secreto”. Una mirada que persiste en el detalle para prolongar el efecto del relato y conspirar contra lo ordinario, así podría definirse la escritura de Jorge Consiglio: lo mismo que encandila al joven aprendiz de natación, seducción de novato, actúa a trasluz para imantar al lector de esta novela. En Sodio, nadar hacia “las lluvias de la infancia”, también es narrar hacia la infancia, narrar como aprendimos en la infancia.

Dentista, nadador y fumador son los vértices inclaudicables de una identidad que se construye a base del hábito y la repetición, para combatir, o al menos contrarrestar, y en todo caso suavizar, cierta incerteza ontológica que perdura apenas como espuma, ruido de fondo, pero que impulsa los devenires de la trama. El protagonista sin nombre parece dejarse nadar por la corriente. Al terminar el secundario decide (o es decidido a) estudiar odontología, como hiciera su madre; “el movimiento es vida, pero el tránsito debe respetar ciertos límites” (los conocidos). Más adelante, será impulsado por Raisa, su nueva amante, a mudarse a Brasil; no sin entusiasmo, accede. Un día, arrastrado por un mal consejo, compra un canario, pero el animal afecta su rutina a tal punto que decide abrirle la jaula; a causa del ejercicio de la libertad (del narrador y del canario), fatal aprendizaje, el pájaro muere. La falta de autoridad en el propio devenir, la entrega a la intemperie de la totalidad, lleva dentro de sí y a pesar de sí, como fundamento y desventura, la negación del ser, en un estricto sentido heideggeriano.

Una figura extraña, distinguida por casualidad en el medio del mar, despierta al protagonista del letargo: “en ese lugar, en ese espacio de piedra, había algo que discutía con mi vida segura”. Día tras día, vuelve al punto de fuga para intentar develar el enigma y el avistaje se convierte en rutina al tiempo que la narración se aproxima hacia el terreno de lo fantástico. Si el canto de las sirenas fue lo que desquició a los griegos poniendo en peligro a la tripulación de Ulises; en Sodio será el sentido visual, el ejercicio de una mirada, la búsqueda incesante para identificar lo desconocido, aquello que provocará el hechizo. Y en ese acto vencerá, quizá, el hombre que narra.