Autor de innumerables novelas y libros de ensayo, Juan José Becerra ha demostrado ser un lúcido observador de la realidad, virtud que su último libro, Fenómenos argentinos, viene a confirmar. Se trata de una colección de ensayos breves en los que analiza a una serie de personajes públicos reconocidos en el ámbito del periodismo o la comunicación. Jorge Lanata, Mirtha Legrand, los marcelos Longobardi y Bonelli, Eduardo Feinmann, Alfredo Casero y el diputado Fernando Iglesias son algunos de los retratos que integran esta galería de fenómenos. ¿Pero fenómenos cómo? ¿De qué?

El título impone la necesidad de comprender la vastedad de una palabra de aspecto sencillo pero fondo complejo como fenómeno. Un término que en la Argentina está asociado a la valoración admirativa de ciertas cualidades de un individuo. Así Messi o Maradona son fenómenos del fútbol en el mismo sentido en que se aplicarían a ellos sustantivos como genios o maestros. Fenómeno es además lo que se responde para manifestar acuerdo o confirmar que algo está bien o es muy bueno. Pero también es habitual utilizarla para definir lo extraño de forma peyorativa. Fenómeno como el equivalente a los Freaks de Tod Browning, aquella película de 1932 cuyos protagonistas son una pandilla de personas deformes que integran una comunidad circense.

La acción deliberada de colocar a estas celebridades todas juntas dentro de un libro tiene dos efectos evidentes. Por un lado identificar una particular forma de abordar el objeto de la realidad, de modo que permita definirla y analizarla. Becerra lo hace a partir de una mirada lúcida y de un discurso donde el humor es una herramienta crítica que él maneja con precisión quirúrgica bajo la forma de la ironía. El otro efecto consiste en revelar la unidad del grupo, su carácter de avanzada al servicio de un poder ubicuo que se esfuma a sus espaldas, pero que es posible reconocer en la evidencia de los procedimientos que lo vuelven tangible. Fenómenos argentinos es revelador y permite pensar la palabra fenómeno desde una tercera opción. Porque del mismo modo en que el viento o la lluvia son fenómenos del clima o un eclipse un fenómeno de la naturaleza, tanto Lanata y Casero como Bonelli o Feinmann, a quien Becerra denomina «máquinas parlantes», son las manifestaciones visibles de algo superior que les es común y los sostiene a todos ellos.

«Para mí son las voces tercerizadas de un poder que nunca es del todo de ellos», amplía Becerra. «Un poder que no puede hablar desde un discurso corporativo y entonces lo hace a través individualidades sin soberanía. Eso forma un sistema de lenguaje público que es empleado contra la sociedad a altísima presión».


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(Foto: Mariano Espinosa)


–¿Cómo funciona esa presión? ¿Es posible evitarla?

–No sentir esa alta presión significa resistirse a hablar ese idioma y hay poca gente de la clase media que lo hace. Es como un injerto verbal en un segmento de la sociedad compuesto por individuos que muchas veces te sorprendés al ver que hablan como la tele. Que alguien hable como la tele es un fenómeno monstruoso muy extendido.

–¿Y el discurso de estos personajes conforma un dispositivo que le impone un discurso único a un grupo grande de la sociedad?

–No hablaría tanto de penetración como de atravesamiento. Esa situación borra el factor individual, que depende de muchas cosas. Primero de que no te llenen la cabeza. Después de cierta voluntad para sostener una individualidad. Y también del tiempo que uno emplee en no dejarse engañar. Son gestiones costosas que no sé si la sociedad, o la clase media «informada», está dispuesta a entregar de sí misma.

–¿Alcanza sólo voluntad para imponerse a ese aparato?

–No quiero ponerme schopenhaueriano, pero me parece que los actos de voluntad son decisiones que implican una determinada resistencia. Lo que pasa es que la resistencia individual frente al volumen de agresividad verbal con el que se relaciona determina que la competencia sea totalmente desleal. Es muy difícil que una persona sentada en su casa viendo a estas máquinas parlantes que constantemente le llenan la cabeza pueda resistirse de manera inteligente. Esta situación de hablar con un régimen verbal al que no se puede llamar propio se da mucho en las discusiones entre partes que se relacionan a través del encono: cada cual discute con un dispositivo verbal que es un préstamo pero que genera la ilusión de ser propio.

–¿Cuál sería una forma inteligente de enfrentarse a eso?

–Por ahí lo propio sería no hablar. Callarse por un momento, hasta que uno tenga algo que decir. No estoy en contra de la señal de ajuste en el individuo cuando uno no tiene nada que decir. Yo entiendo por decir una experiencia vinculada al sentido. Cualquier persona se da cuenta cuando otro habla con sentido. Ahora, no hay que confundir ese fenómeno con el de las máquinas parlantes, que son avatares de la lengua del amo y cuyo efecto cultural es triste y muy dañino. Que las personas consideren que ya no es necesario hablar en términos individuales, en términos soberanos y románticos si querés, me parece una tristeza cultural.

–Ese encono que mencionás, al que algunos bautizaron como grieta, ¿es exclusivo de los argentinos o una cuestión inherente a lo humano?

–Como habrás visto, esa palabra no la escribí nunca en el libro, porque la tengo proscripta de mi memoria verbal. Me parece que lo que pasa es que las discusiones públicas están montadas como teatros detrás de los cuales siempre hay alguien operando. Supongo que lo que hay es una disputa acerca de la identidad de un país que todavía no se termina de zanjar. La discusión en la Argentina siempre fue la del poder establecido, conservador, contra el poder popular. Los nombres no sólo cambiaron muchas veces, sino que a veces también se camuflaron, lo cual volvía más opaca a la discusión. Este momento, atizado por estas máquinas parlantes, es mucho más intenso que otros, a los que tampoco podemos llamar de concordia pero sí de cierta tolerancia. Ahora hay una intransigencia mutua en la discusión, un choque de esferas blindadas donde no hay ninguna posibilidad de filtrar argumentos o ideas.

–Lo que reúne a los personajes del libro parece ser su facilidad para transitar el odio.

–Sí, la alquimia es odio más superioridad moral. Un pack incompleto desde el punto de vista del acto, porque está probado que odiar es facilísimo, pero la superioridad moral te diría que es el imposible humano. Si uno lo piensa, detrás de estos dispositivos que se replican como si fueran clonados hay un núcleo que para mí es Elisa Carrió. Ella es la que inspira al periodismo industrial que se hace hoy. La fórmula es: odiemos hacia atrás y seamos personas inmaculadas hacia adelante. Entre esos extremos se da esta actualidad cultural, donde cualquiera parece tener derecho a sentirse superior a otra simplemente porque lo afirma.

–¿Se puede decir que la combinación de esa facilidad hacia atrás y ese imposible hacia adelante lo que hace es generar una ficción?

–El periodismo lidia con los protocolos de la ficción desde que existe. Porque el problema con el que se enfrenta el periodismo es el de reconstruir un hecho, que siempre tiene un factor literario. Lo que pasa es que acá las cosas fueron llevadas a un extremo y lo que se resquebraja es el principio de verosimilitud.

–¿Ese escenario está vinculado a la aparición de un concepto tan extraño como el de la posverdad?

–A mí no me gusta ese concepto, porque la relación del individuo con la verdad es muy compleja, incluso para aquel que tenga la voluntad de pronunciarla, observarla o revelarla. Lo que suprime la palabra posverdad es justamente esa voluntad. Acá estamos hablando de otra cosa, de la negación de la verdad. Acá no hay ningún «pos». En todo caso sería la antiverdad. O la no-verdad…

–Pero ya existe una palabra para eso.

–¿Cuál?

–Mentira.

–Claro (risas). Por eso: no le demos tanta vuelta. Hay una cosa que se llama Acto de Mentir y la persona que lo hace es consciente de él. Excepto que sea un mitómano. Imaginemos un periodista a quien se considere una gran personalidad en la redacción de un gran diario. Supongamos que ese gran periodista sea un mitómano. Bueno, para eso hay un editor, un jefe de redacción o el gabinete psiquiátrico del diario para controlarlo. Alguien que le diga: «Che, me parece que estás mintiendo».

–Antes hablamos de facciones históricas. ¿Dirías que estos mecanismos sólo se aplican a esa facción?

–No. En el libro se aplica a la facción más estable y más poderosa, que es la del poder conservador en todas sus variantes y modalidades. Pero hay y hubo otras facciones. Por ejemplo, a mí 678 siempre me pareció un programa malogrado, en el sentido de que nunca me gustaron las estructuras de todos contra uno. Es algo que se vio con mucha transparencia cuando la invitaron a Beatriz Sarlo. Y ella se defendió a partir de su inteligencia y de su valor personal. Pero al día siguiente, al no estar ella, ese todos contra uno regresó en una forma todavía peor: todos contra ninguno. Y esas situaciones son muy desleales. Yo no llamaría a eso periodismo. Todavía me pregunto por qué razón 678 no produjo un blend en sus discusiones, que era lo que se necesitaba en la Televisión Pública. Por supuesto que esa facción nunca tuvo ni va a tener jamás el poder que tiene la facción anterior. Acá y en casi todo el mundo el poder estable es el poder conservador. Lo que no quita que la facción más débil tenga una arrogancia que parece inspirarse en lo peor de los poderes conservadores.  «