¿Quién es Andrés Guerrero? Es el personaje-narrador de la última novela de Juan José Becerra, ¡Felicidades! (Seix-Barral), que se pregunta, precisamente, quién es. En principio, es un especialista en literatura que será el curador de una muestra-homenaje a Julio Cortázar, pero su pregunta pone en jaque el concepto mismo de identidad. En la primera parte, «Ida», viajará por distintos puntos de Europa tras las huellas de Cortázar en busca de elementos para la muestra. En el viaje establecerá una relación amorosa con Magdalena Ferro, hija de un amigo, a la que tuvo en brazos cuando era chica. En esta primera parte Guerrero desarrollará una verborragia que desafiará todas las convenciones sociales.

En la segunda parte, «Vuelta», por el contrario, tratará de buscar en el mutismo y la invisibilidad la forma de huir de los roles sociales impuestos. El bar ¡Felicidades! , regenteado por Samurai Guyot, será su precario punto de anclaje. La guerra sin cuartel entre las pulsiones primarias y los límites impuestos por la cultura constituye, sin duda, el eje fundamental sobre el que gira esta novela vertiginosa cuyo personaje camina siempre sobre el filo del abismo.

–Creo que ¡Felicidades! podría ser leída como la versión novelística de El malestar en la Cultura de Freud. ¿Admitís esa lectura?

–Es una buena lectura. La acepto. A mí me cuesta sintetizar qué es lo que hace uno en un libro, aunque creo que esta debe ser una dificultad de todo escritor. Uno no sabe bien lo que hace. Y la idea de El malestar en la cultura me gusta porque creo que hay allí una idea clásica que persiste: el individuo entra en un estado de fricción con la cultura a la que pertenece porque su pertenencia tiene que ver con cuestiones de herencia social, no con determinaciones personales.

–La prohibición del incesto funda la cultura y en tu novela aparece la sombra de un incesto.

–Sí, es una sombra, no una materialización. Esa sombra se agiganta porque lo que hay es un vínculo prácticamente fraternal entre un hombre y  una chica que conoce desde que nació y que para colmo lo llama tío. Pero ese ensombrecimiento es más bien lírico porque por alguna razón el narrador decide precisar esas cuestiones como para que la sombra no se vaya. No se trata de una situación de incesto, sino de un amor desparejo entre un hombre que está en una crisis y que se siente tentado no tanto a entregarse a la fascinación por un objeto de deseo joven, sino a descargar la última energía romántica que aparentemente le quedaría. Y digo aparentemente porque nunca se sabe cuándo esas cosas se apagan del todo. Él desea subirse a un escenario amoroso que le traiga noticias de la juventud, porque el teatro del amor es un teatro juvenil. Al margen de la edad que uno pueda tener, en situación amorosa no se hace otra cosa que regresar a ese drama juvenil que es la representación extrema de la pasión, el descontrol, el desacuerdo, la diferencia. Yo lo veo como una escena cultural en la que se tratan de zanjar las diferencias imposibles en las relaciones. Forma parte de un género que es muy exitoso, pero que nunca se puede cristalizar, siempre se ramifica. Las ofertas que van apareciendo con el tiempo en cuanto a la representación del drama del amor tienen que ver con que no es un género muy estable. Es lo que toca y lo que toca se vive en condiciones de mucha volatilidad. Lo que él quiere es experimentar nuevamente esa volatilidad, esa tormenta que lo que hace es destruir la superstición de la identidad.

–La palabra «teatro», que vos referís a la vida amorosa, abarca toda la vida social.

–Sí, en algún momento el narrador habla de la vida como deporte shakespeareano. Creo que de lo que él se cansa es de desempeñar un rol adjudicado por fuerzas ajenas y asumido muchas veces por comodidad, otras veces por amor. No le termina de cerrar la identidad que él da.

–¿La identidad se da?

–Sí, es algo que se da al que te dice que la tenés.

–Es el otro el que te dice quién sos.

–Exactamente. Creo que ahí hay un problema humano universal: si uno se pone a pensar cómo se constituyó eso que llamamos identidad y que es la experiencia de ser uno para los demás, puede entrar en una especie de pánico. «¿Yo quién soy?» es una pregunta vulgar que a veces parece frívola porque uno la asocia al campo de la autoayuda. Sin embargo, es todo lo contrario. A esa cuestión sólo se responde con un tembladeral. A él lo que le interesa es experimentar un vacío de identidad, la idea de ser nadie y que eso lo lleve a una aventura que le diga por primera vez quién es. Obviamente, el suyo es un plan fallido, porque es muy difícil establecer reglas de reconocimiento. No hay un triunfo personal porque él sale de su sistema de representación habitual y se entrega a un vacío en el que el sentido está por verse. En esa situación de mucha zozobra personal, él extrae una referencia que es aquella de la que salió y que es una referencia afectiva. Él vuelve al mismo puerto del que salió.

–Es casi imposible pensar que nuestra identidad es mutante.

–Creo que el problema es el lenguaje y comienza cuando hay que darles un nombre a las cosas. Se resuelve a través de la arbitrariedad que pone en juego el lenguaje y eso obstaculiza la experiencia de ver con mayor claridad el hecho de vivir. La experiencia de ver qué pasa cuando nos desembarazamos de la identidad que nos dan es tan vertiginosa que no está aprobada por la cultura, que tiende a presionar sobre la correspondencia entre una cosa y su nombre. Esto es algo muy desesperante porque hay momentos en que uno no sólo no sabe quién es, sino tampoco qué hace, por qué hace lo que hace. A partir de un determinado momento, al narrador ese vínculo naturalizado con el lenguaje comienza a no decirle nada. Por eso le parece que un equivalente de la verborragia es el silencio y luego siente que ni una cosa ni la otra son suficientes para representar no ya una identidad, sino la experiencia de estar que es la experiencia más despojada que se puede tener de la vida, no ser nadie y sentir que la experiencia de estar es de una oscuridad insoportable si no las iluminan las experiencias del afecto.

–¿La vida social consiste en enmascarar con el lenguaje lo que se siente y se piensa?

–Bueno, si uno utilizara el lenguaje en relación con sus profundidades, no habría sociedad, no habría pactos ni siquiera con los íntimos. No habría nada. Lo que más gravita del lenguaje es su dimensión diplomática y política y no, paradójicamente, su dimensión literaria. Qué raro que la literatura, que es la fuerza cultural y artística que más ha hecho por el lenguaje, no tenga cabida a la hora de definir sus protocolos de uso. Uno habla incluso con las personas más íntima como si estuviera dando un discurso en las Naciones Unidas. Por alguna razón la cultura repele la profundidad que la literatura le exige al lenguaje.

–¿Y cuál es esa razón?

–El temor, y yo soy el primero en tenerlo.

–En la tapa de la novela Cortázar aparece como una especie de pop star. ¿Cómo buscaste su figura para ponerla en la novela?

–La busqué en mi memoria, pero no en la memoria literaria que me vincula como lector de sus libros. Creo que en las napas más ocultas de mi memoria lo que aparece es una posición de él que me sigue resultando encantadora y que es un uso de la libertad personal. Creo que como ningún otro escritor argentino Cortázar produce deseo de escritura, algo que el lector joven no puede sino agradecer. Él postula para ese lector la posibilidad de entregar la vida a la literatura, de entrar a ese mundo lleno de pasiones y que, paradójicamente, tiene canceladas las rutas del vínculo afectivo entre el lector y el escritor. Y esto no lo digo sólo en un sentido cursi, aunque también lo digo en ese sentido. Por parte de los que leemos hay una relación amorosa con los libros que no se puede negar. Al margen del gusto personal, lo que uno busca con los libros, sobre todo cuando es joven, son relaciones como las que podrían tenerse con personas. Mi relación con Cortázar es, por un lado, la del lector joven que se fascinó con la posibilidad de una vida de escritor que él nunca tuvo, porque no hay una vida de escritor salvo en una novela como Rayuela. La vida de escritor no existe, es una fantasía. Lo que existe es la vida de una persona común que dedica horas de su vida a escribir.

¿A vos te sedujo esa fantasía?

–Sí, porque el personaje más importante de Rayuela es un escritor que no escribe, sino un escritor que vive. Cortázar forma parte de una familia de escritores que tientan al lector con la posibilidad de convertirse en escritor. Ese deseo no lo produce cualquier escritor. De hecho hay escritores muy superiores a Cortázar que no lo despiertan. En él hay una calidez que permite esa ilusión, al margen de sus obras. Es una figura pop que lo que hace es penetrar en campos que no son los campos en los que se descarga el interés por la literatura. Los ritos, el peregrinaje por Montparnase, por las casas donde vivió, como si fuera una especie de santo, es la ofrenda que el lector le hace en retribución de lo que le dio, y lo que le dio es una relación mística en el mejor sentido de la palabra.

–¿Cuál es ese sentido?

–El de producir en los lectores una obsesión incruenta, la obsesión de escribir. Entre la vida y la obra de Cortázar hay una aleación indivisible. La obra es una pieza única que obedece al mandato de Cocteau de vivir la obra que es un mandato surrealista que ya era antiguo en el momento en que Cortázar llega como figura pop de la literatura. Él se consagra en los ’60 regresando a las vanguardias de los años ’20. Es un vanguardista tardío. «