Si la bibliotecología recomendara destinar un anaquel a libros curiosos, sin duda La filosofía de las barbas de Thomas S. Gowing merecería tener allí un lugar de privilegio. De la vida de su autor, según se informa en la solapa de la portada, poco se sabe, excepto que publicó la primera edición –que hoy rescata Ediciones Godot con traducción y notas de Jorge Fondebrider– en 1854 y que el libro se basa en una conferencia que brindó Gowing. Según parece, dicha conferencia, como lo dice el autor en el prefacio, fue muy bien recibida por la prensa del momento. 

Del texto puede decirse que tiene la ambición de ser un tratado multidisciplinario acerca de las barbas. Por eso, las analiza desde diversos puntos de vista: fisiológico, estético e histórico, pero no precisamente desde lo filosófico. Publicado hace más de un siglo y medio, las condiciones de la recepción han variado de tal manera que el texto puede leerse con el placer que produce la ficción. 

En su transcurso, el lector se encontrará con reflexiones y citas que seguramente lo harán sonreír y, al mismo tiempo, le permitirán reconstruir el clima de época en que el texto fue leído originalmente. 

Por ejemplo, para referirse a las virtudes de las barbas en relación con la salud masculina, el autor cita el testimonio de los hombres del Scottish Central Railway, fechado en Perth, el 24 de agosto de 1853: «Nosotros, servidores del Scottish Central Railway, nos permitimos informarles que, habiendo visto durante el último verano una circular que les recomendaba a los empleados del ferrocarril dejarse crecer las barbas como la mejor protección contra las inclemencias del tiempo, hemos sido inducidos a seguir ese consejo; y el beneficio que ha derivado de ellos nos lleva a recomendar la adopción  general de la barba a nuestros hermanos que trabajan en condiciones similares a lo largo del reino. Podemos asegurarles por nuestra propia experiencia, que de esta manera podrán preservarse de resfríos importantes y dolores de garganta frecuentes entre quienes no tengan esta protección natural. Firmado por 5 Guardias, 1 Inspector de Policía, 2 Maquinistas y 1 Bombero».

El autor argumenta buscando fuentes de distinto origen sin olvidar, por supuesto, las observaciones realizadas por los médicos. Así, un testimonio sacado del Professional Dictionary del Dr. Copeland asegura que las personas acostumbradas a llevar barbas largas, al afeitárselas frecuentemente se vieron afectadas por «dolores reumáticos en la cara o por dolor de garganta». 

En todos los aspectos, las afirmaciones de Gowing son contundentes, aunque muchas de ellas hoy serían denostadas por su incorrección política: «A pesar de que existen excepciones individuales –dice–, la ausencia de barba es por lo general un signo de debilidad física y moral; y en las tribus degeneradas que carecen por completo de barba, o que la tienen muy deficiente, hay una falta consciente de dignidad varonil y de contento además de una condición física, moral e intelectual baja. Tales tribus deben ser buscadas por el fisiólogo y el etnólogo; el historiador nunca es llamado a honrar sus hazañas». Como se puede ver, Gowing abominaba de los hombres lampiños.

Fijada su posición acerca de la utilidad de las barbas como elemento sanitario y emblema de superioridad étnica, el autor destaca en los sucesivos capítulos que la pilosidad copiosa añade dignidad y belleza al rostro masculino resaltando cada uno de sus rasgos. 

Luego de describir la forma de la barba según la pertenencia social de los egipcios –las de los dioses son las más largas y enruladas– informa que la de la gente del pueblo es casi cuadrada y que ocupa casi un cuarto de la cara. Sin embargo, tiene la sospecha de que esas barbas podrían ser falsas, pero refuta la opinión de ciertos historiadores que la consideraron una mera representación, símbolos viriles que sólo se utilizaban en los monumentos. A continuación pasa revista al pueblo judío; a asirios y babilonios, persas, árabes y turcos; a griegos, etruscos y romanos. Dedica un capítulo a la historia eclesiástica y otro a la historia moderna, introduciendo anécdotas que si no son ciertas, merecerían serlo.  

Según afirma, el último país en dejar de usar barba fue Rusia. Pedro el Grande, habiendo visto en Occidente rostros masculinos lampiños, sacó la apresurada conclusión de que afeitarse era una parte necesaria de la civilización y no sólo emprendió una cruzada rasuradora, sino que hizo afeitar a sus soldados utilizando un subterfugio. La abolición de los rostros peludos tuvo, según el autor, consecuencias desastrosas como el afeminamiento dado por la adopción de rulos, pomadas y otros elementos de belleza más propios de la mujer que del hombre. 

Nada dice Gowing sobre las medidas sanitarias que deberían adoptar las mujeres para neutralizar la maldición de ser lampiñas. 

Y, aunque tampoco se pronuncia al respecto, es fácil deducir que el autor desaprobaría por completo el conocido refrán que dice: «Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar».