Hebe Uhart tiene una mirada firme, que en las fotos, a veces, parece entregada a observar un mundo que está en este, pero que a la vez, no. Tanta atmósfera trascendente se disuelve cuando ella pregunta si sirve café o té, cuando se excusa de no tener galletitas porque no llegó a ir al mercado, cuando roza con el dedo índice el borde de la mesa de madera del living comedor con un gesto distraído, pero amoroso. Como son amorosos esos posavasos verdes con forma de hoja de nenúfar, o las tacitas de porcelana blanca donde vierte el café, o las flores diminutas y rojas que asoman en las macetas ordenadas en el balcón de su casa de Almagro. También su literatura se construye de contrastes. O más bien de pasajes entre lo doméstico y lo universal, donde hablar, por ejemplo, de las plantas que crecen en el jardín se transforma en una alegoría lúcida y poética de ciertos modos de habitar el mundo, con más o menos incomodidad.

Eso es lo que sucede en el cuento “Guiando la hiedra” y también en otros de un volumen macizo llamado Relatos reunidos (Alfaguara), que recorre el listado de las primeras ediciones de estos cuentos, que va desde 1962 a 2004. Los Relatos reunidos incluyen además las novelas cortas Camilo asciende (1987), Memorias de un pigmeo (1992) y Mudanzas (1995).

Hebe Uhart nació en Moreno en 1936. Sus abuelos estuvieron entre los primeros pobladores de Paso del Rey, y esa geografía entonces habitada por inmigrantes dedicados a aplanar la tierra áspera y transformar la zona en un espacio para vivir nutre gran parte de su obra. Cuando terminó el secundario, Uhart ya estaba decidida a estudiar Filosofía en la UBA, aunque terminó su carrera en Rosario. Fue profesora de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires y en la de Lomas de Zamora, pero también maestra y directiva en escuelas de su lugar natal. Ahora, además de presentar este libro, está compilando sus crónicas de viajes, que se publicarán como libro el año próximo y que hasta hace un tiempo se pudieron leer en el diario El País, de Montevideo.

–¿Cómo comenzó a escribir las crónicas de viajes?
–Una vez fui a Montevideo, porque Mudanzas iba a publicarse allá y de paso visité el diario El País. Ahí estaba Homero Alsina Thevenet, el editor del suplemento de Cultura; y hablábamos de las dificultades que una tenía para publicar, de lo bien que me llevo con los uruguayos, gente más suburbana, más parecida a mí; esas cosas. Él me dijo: “Vas a hacer una crónica de esto” porque era así, impositivo. “Y no escribas con malas palabras”, me dijo también. “Si yo no escribo con malas palabras”, pensé. Entonces se me dio por hacer viajes y así recorrí todo Uruguay y algunos lugares argentinos. Me interesan los pueblitos chicos, más que las grandes ciudades. Son crónicas que tienen una parte de información que busco en los archivos y una parte de impresiones personales. Muy reveladores son los graffiti de un lugar, las inscripciones de las instituciones, los murales que tienen.

–Pero también se advierte, tanto en las crónicas como en sus relatos, que hay una atención especial puesta en el habla cotidiana de la gente.
–Y sí. Tenés, por ejemplo, todo el hablar de la zona de sierras, que viene desde el sur de Colombia, pasando por Ecuador, Perú, Bolivia y Chile hasta Santiago del Estero. Es la misma cultura y comparten el quechua como lenguaje. Tienen cosas muy lindas. ¿Viste los diminutivos de los peruanos, que dicen “cerquita”, “ahicito”? Es todo la misma zona. El lenguaje guaraní es extraordinario. Y me gusta la gente del Litoral. Porque son vivaces, alegres y expansivos. Durante mucho tiempo trabajó conmigo una señora de esa zona que aparece en uno de los cuentos, Leonor. Era muy interesante hablar con ella. Por ejemplo, yo le contaba de un novio que no iba ni para acá ni para allá, de lo que pensaba el psicoanalista y ella decía: “A ese déjelo que ya está perimido.” Lo que no va, no va. Si vos le decías “¿usted quiere volver al campo, Leonor?”, ella te decía: “Ni lejos ni nunca.” Es que tenía que trabajar muchísimo, buscar leña en el monte, cocinar. El lenguaje expresa una forma de ser, una forma de vivir y tomar la vida. También me gusta el hablar paraguayo. Escribí algunos cuentos con paraguayos. Escuché mucho rato conversar a señoras de ahí pero también hice otras cosas. Leí a Roa Bastos, por ejemplo, para tomar el idioma. Y leí escritores paraguayos mediocres no para ver la excelencia sino para ver qué piensan. Además vi en los diarios paraguayos cómo se compone el lenguaje. Ellos usan, por ejemplo, la yuxtaposición de dos sustantivos. No dicen “el barrio que mira al lago” sino “barrio mira lago”. Los bailes en Paraguay son “paragay”. A una mujer que no le tomás el punto, que no terminás de entenderla, le decís “mujer tiniebla”. Eso es precioso. Yo fui a Asunción, además, así que con todos esos elementos me hice un personaje de una inmigrante y le inventé una hermana contrabandista, más altanera, que asciende un poco y reniega del medio rural, de la miseria, de la mugre. Eso es lo que hice, y el cuento salió lindo.

–Sus cuentos están hechos de una sustancia en apariencia mínima. Sin embargo, hay en esa mirada algo corrido de lugar, un extrañamiento que en el contexto de cada relato se revela con la originalidad y la extrañeza propias de la primera vez, como dice Graciela Speranza en el prólogo de sus Relatos reunidos. Eso no se lleva muy bien con las clasificaciones que meten a su trabajo en la casillita “realismo”.
–Todo eso son clasificaciones, que en definitiva son invenciones. ¿Qué significa “realista”? Nadie puede saber lo que es la realidad. Esas cosas están en boga para incentivar las discusiones. La discusión entre los de Boedo y los de Florida. Pero si eran 20 gatos que se conocían entre todos. Lo mismo pasa con realismo, hiperrealismo, surrealismo. Tiene ciertos toques, pero no te define un género. ¿Usted qué escribió? ¿Un cuento largo o una novela corta? Ah, bueno, una nouvelle. Eso deja tranquilo a alguien, pero eso no existe. Pero eso no hace a la literatura. Lo que hace a un literato es saber mirar y saber escuchar y buscar un material adecuado a lo que puede hacer. Uno debe saber “este material es para mí”, sabiendo que no todo el material es para vos.

–¿Usted considera que la escritura es un oficio?
–Sí, la escritura es un oficio, una artesanía como cualquiera. Tiene momentos agradables y momentos desagradables. Momentos de placer y de dificultad. Hasta que encontrás el tono, el lenguaje, puede pasar el tiempo. Mirá. ¿qué hace el fotógrafo cuando hace click, click, click? Está buscando no sacarme fea (risas).

–Muchísimos cuentos de su libro dialogan con la experiencia docente, desde “Impresiones de una directora de escuela” hasta “¿Ablativo en ‘e’ o en ‘i’?” vinculado a la enseñanza en latín. ¿Qué cosas le gustan de la docencia?
–Que tenés que estar con gente de distintos sectores, es la única manera de aprender cosas de la vida. Y eso me gusta. Ascendí a vicedirectora, porque quería ayudar al proceso de liberación, andaba con eso. Había leído libros de Abelardo Ramos, de Arturo Jauretche. Ahora mismo estoy escribiendo un relato de cuando empecé a trabajar. Antes no había esos libros tan bonitos con esas imágenes, como ahora. Con el libro de lectura dábamos vocabulario. Uno era de San Martín, que tenía palabras como “antepasado”, “heroico” o conceptos como “la deuda con los antepasados”. Todos adjetivos elogiosos. Y pesados. Entonces las oraciones de los chicos eran “Mi tía es heroica.” O “Yo tengo un barrilete antepasado.” O “Mi hermano tenía una deuda con el cuñado y le encajó una piña.” Y sí. Los resultados eran más bien parcos. Además, tenía pocas láminas. Yo no sé dibujar, así que no sabía hacerlas. Y no sabía dónde podía comprarlas en Moreno. Si hubiese sabido, lo hubiese hecho. Una vez conseguí una lámina de una nena con unos patos. Y les pregunté “¿Dónde va la nena?” con la esperanza de descubrir el yo profundo de mis alumnitos. “A comer locro”, decía uno. “No, a comer puchero, tarado”, le decía otro. Empezaban a fajarse y nunca pude entender quién tenía razón.

–Usted trabaja un registro muy personal de la infancia y la adolescencia, con chicos muy sagaces que aun en medio de situaciones complicadas pueden hamacarse en soledad o bailar Raffaella Carrá así, sin tragedia. ¿Qué escritores que trabajan el tema le interesan?
–A mí me gusta cómo trata el tema Alicia Steimberg, en Músicos y relojeros. Y también un libro que me gusta es Una idea genial, de Inés Acevedo. Esta chica escribe bien. Es graciosa, porque tiene muchos quiebres. Es que los cuentos se arman con “peros”, con dificultades, con contratiempos. Sus padres eran hippies de los ’70, no daban pie con bola en el campo, porque no eran de campo. Ese contraste le sirve a ella para escribir. Y es que en todo relato interesante hay un “pero”. Y en toda persona más o menos interesante hay un quiebre, porque la vida tiene fisuras. Si está todo bien ¿qué vas a poner? ¿Cómo entra la gente en intimidad? A través de la fisura. Si sos perfecto, sos impermeable.

–¿Qué opina del sentido del humor?
–Una vez de jovencita, después de un cuento, alguien me dijo que tenía sentido del humor. Y mi mamá me dijo “¿Vos, sentido del humor? Yo no te lo encuentro.” El humor es lindo, porque es una reconciliación. Si no, somos un manojo de sensaciones medio terroríficas. Cuando no tenés ira, tenés bronca. Cuando no tenés bronca, tenés rencor. Entonces, uno usa el humor como un modo de parar ese mecanismo. Esto pasa en la vida y en la escritura. Pensá en las parejas, cuando uno dice: “Me voy.” Y el otro le hace el juego y le dice: “Te vas.” Cambia si lo agarra para la joda y le dice: “Si te vas, traeme cigarrillos.” ¿Sí o no? ¿Descomprime o no?

–Habría que verlo.
–Y sí, descomprime. Porque el efecto que quería causar no lo causó entonces el otro también baja.
–Bueno, depende del temperamento de la pareja.
–Es que nosotros, los occidentales, somos muy crispados.
–¿Cómo ha cambiado a través del tiempo su relación con la literatura?
–Yo creo que la mía es como una carrera administrativa, en el sentido de que las cosas se van dando solas, con el tiempo. Pasa el tiempo y publiqué más libros, pero nada más.

–¿Le gusta que su obra tenga reconocimiento?
–A lo mejor no he querido admitir que quiero ser reconocida pero sí, claro, el reconocimiento me gusta. Es decir, ni lo busco activamente aunque tampoco lo rechazo. Pero no es lo que me da más orgullo. Lo que me da orgullo es mi gato, por ejemplo. Yo tenía un gato que quería llevar a un concurso, con una soguita, para que ganase, de tan hermoso. Eso me llenaba de ilusión. O me gusta que me digan que les gustan mis plantas. O que me digan que les gusta la comida que cocino. Debe ser porque es algo que no espero de mí. Y esto de la escritura es algo que ya sé, sé que algo va a pasar, que en definitiva no va a salir mal. Pero que una comida me salga rica no es tan habitual, ni que el gato gane el concurso o que las plantas florezcan divinas. No espero esas cosas. Que me las reconozcan es muy grato.