No hay hecho, grande o pequeño, que no pueda aspirar a la inmortalidad si tiene un gran escritor que lo narre. En el caso de James Stephens supo narrar un acontecimiento central de la historia irlandesa desde los márgenes, desde la ignorancia de los acontecimientos centrales en la que él y el resto de los dublineses vivían, por lo que reemplazaban la falta de información (y comida) por un hervidero de rumores. 

La potencia y creatividad de la pluma de este escritor irlandés, afiliado al Sinn Féin, convirtieron La Insurrección de Dublín en un clásico. Pero, ¿qué pasó en la Pascua de 1916 en Dublín? Pasó que el pueblo se despertó en medio de una insurrección que estuvo tan bien preparada en la clandestinidad por reducidos grupos nacionalistas que muchos de los líderes se enteraron el mismo día del levantamiento. Esta rebelión tuvo importantes repercusiones históricas respecto de la independencia del yugo británico, pero tanto a los irlandeses como a los ingleses contemporáneos los tomó por sorpresa y prácticamente sin ninguna información: “La barbarie es mayormente la ausencia de noticias”, anota en su diario Stephens al quinto día del alzamiento.

El día de la revuelta, el escritor y poeta irlandés James Stephens cuenta que como todas las mañanas fue a trabajar a pesar del feriado pascual, ya que como empleado del Museo de Artes de Dublín le tocaba cumplir tareas. A la una en punto –con precisión irlandesa, no inglesa– salió a almorzar. Pequeños grupos de curiosos murmuraban entre sí. “¿Hubo un accidente?”, preguntó incauto. Recién en ese momento, comenzó a enterarse de que grupos armados habían tomado edificios clave de la ciudad con pretensiones de proclamar el comienzo de la República de Irlanda.

La Insurrección de Dublín –con una impecable traducción y prólogo de Matías Battistón que suman a la hermosa edición de ediciones Godot– es un diario-crónica escrito en paralelo al levantamiento, y se mueve en medio de esa nebulosa informativa de la cual el relato hace una virtud. Pese al fracaso insurrecto, esas acciones militares implicaron un punto de quiebre en las relaciones del pueblo irlandés con Inglaterra. Stephens logra retratar no sólo las vivencias de los pobladores, sino también reponer el contexto histórico y sobre todo el espíritu del pueblo irlandés:“En estos últimos dos años de guerra mundial, han cambiado nuestras ideas sobre la muerte. Ya no es esa presencia furtiva que se arrastraba hasta nuestra cama y que combatíamos con pastillas y frascos de remedios. Ahora ha vuelto a cabalgar en el viento, y nos puede acompañar en nuestros paseos por los campos y los espacios al aire libre. Ha perdido toda su morbidez, su carácter enfermizo, y lo que ahora queda de la Muerte es pura salud y fervor. Por eso Dublín se reía del estruendo de su propio bombardeo, y no se quejaba de los muertos.”

La rebelión duró exactamente una semana antes de que el ejército del imperio británico la aniquilara. Según cuenta Stephens, las clases populares y las mujeres no simpatizaban con el alzamiento, ya que en paralelo se desenvolvía la I Guerra Mundial en la que paradójicamente participaban brigadas irlandesas junto al ejército inglés. Pero poco a poco, mientras los Voluntarios –uno de los principales grupos insurrectos– resistían, el apoyo popular fue virando, entre otros motivos porque “en Irlanda no importa mucho si uno pierde, pero sí importa haber dado pelea”. La posterior ejecución sumaria de los líderes de la revuelta sumó kilos de arena a ese costal, entre los fusilados se encontraba el James Connolly, uno de los grandes líderes de la clase obrera en Irlanda.

Hacia el final del libro, cuando Stephen ya comienza a sacar conclusiones, escribe: “Los voluntarios han muerto y ahora el país clama por voluntarios nuevos”, pocos años más tarde se proclamaba la República Irlandesa.