El mundo nunca fue un lugar amable, menos aún para las mujeres. Hacia finales del siglo XIX, sin que interviniera otra autoridad que la policial, una mujer podía ser declarada insana mental, ser encerrada en un hospicio y recibir un tratamiento infrahumano hasta el final de sus días. Las posibilidades de que esto sucediera se multiplicaban si además de ser mujer, esa persona era pobre.

Hace poco, Alquimia Ediciones publicó Diez días en un psiquiátrico, de Nelly Bly, una pionera en el periodismo de “infiltración” que se hizo internar en uno de esos lugares macabros para contar desde adentro cómo eran esos espacios de encierro donde la “locura”, un concepto bastante vago y difuso, parecía tener un carácter delincuencial y su tratamiento estaba marcado por la represión, el maltrato y horrores diversos.

La traducción, el prólogo y las notas del libro mencionado pertenecen a Diana Álvarez quien da cuenta, entre otras cosas, de las causas que podían dar lugar a que una mujer a terminar sus días confinadas en uno de estos espacios del horror que eran los asilos. Entre esas causas figuraban la lectura de novelas, la masturbación, el matrimonio de un hijo, la “debilidad de la mente” y los “vicios varios”. Por otra parte, la mayoría  de las mujeres que iban a dar a estos sitios era trabajadoras pobres e inmigrantes.

Esta situación se prolongó más allá del siglo XIX. Basta con pensar en Camille Claudel, quien murió en 1943 tras padecer 30 años de encierro por el horroroso delito de tener talento y de vivir un amor clandestino con Rodin, quien, como Pilatos, se lavó rápidamente las manos ante esta situación.

Pero volviendo a Nellie Bly, la futura periodista estrella que denunció estos y otros horrores, nació en Pensilvania en 1864 con el nombre de Elizabeth Jane.

Fue su contestación a una columna misógina llamada “Para qué sirven las mujeres”, la que le valió la entrada al periodismo y su rápida transformación en una periodista estrella. Su réplica, firmada como Huérfana solitaria despertó tanto interés que el editor del Pittsburg Dispach, George Madden, le ofreció un puesto en el diario en la sección Espectáculos y Moda.

Pero, al parecer, su talento la llevó a tener otras aspiraciones y con apenas 20 años viajó a México para cubrir lo que pasaba bajo el régimen de Porfirio Díaz. Se llevaba de su trabajo la experiencia que había ganado en su breve paso por la redacción y el que sería su nombre periodístico que había establecido junto con Madden.

Cuando regresó a los Estados Unidos comenzó a trabajar en el New York World, que dirigía nada menos que Joseph Pulitzer, quien convirtió al periodismo noticioso en un periodismo de entretenimiento.

Allí comenzó Bly su meteórica carrera periodística. No solo se internó en un manicomio para denunciar sus horrores, sino que, además, se infiltró como obrera en una fábrica de cajas para denunciar el trato de los empresarios, se las arregló para infiltrarse en el lugar adecuado que le permitiera constatar que muchos políticos recibían soborno y en 1888 se propuso dar la vuelta al mundo en menos de 80 días, cosa que, por supuesto, logró.

En Diez días en un psiquiátrico, un libro breve  y apasionante, cuenta esa primera aventura que emprendió con el seudónimo de Nellie Brown. La admiración que despierta se valentía se duplica si se piensa en la época en que llevó a cabo su arriesgada misión y el lugar que ocupaba en ese momento la mujer en la sociedad.

“Cómo me sacarán de allí –pregunté- a mi editor, dice Bly, a lo que este le contestó: No lo sé, pero te sacaremos incluso si tenemos que revelar quién eres, por qué has fingido locura, solo tienes que entrar.”

“Logré ser internada en el pabellón de los locos en la isla de Blackwell –cuenta Bly, donde pasé diez días y noches y tuve una experiencia que nunca lograré olvidar.”

Para lograr la internación tuvo que pensar una estrategia que resultó efectiva: “Repentinamente pensé que sería mucho más fácil ir a una pensión de mujeres obreras. Sabía que una vez que lograra que toda una casa de mujeres me creyera loca, ellas no descansarían hasta que estuviera lejos y en un lugar seguro.”

Y tuvo razón. Luego de algunos exámenes de dudoso rigor médico fue llevada a la isla de Blackwell donde se alzaba el temible manicomio.

Allí fue sometida a todo tipo de maltrato: comida más que escasa, falta de higiene, baños con agua helada después de los cuales debían dormir con la ropa y el pelo mojados, el frío que calaba los huesos, disciplina cuartelaría, maltrato brutal de parte de las enfermeras, obligación de fregar las instalaciones hasta  el agotamiento… A las pacientes más vulnerables les prodigaban golpes, encierros dentro de un armario, las sometían a verdaderas sesiones de torturas que ninguna de las enfermeras hubieran reconocido como tales.

Durante un “paseo” dentro del hospicio, Bly descubrió la situación que tenían las internas consideras más peligrosas. “Una larga y gruesa cuerda atada a anchos cinturones de cuero en la cintura de 52 mujeres. Y al final de la cuerda había un pesado carro de acero, en él dos mujeres, una con un pie herido, la otra gritándole a alguna enfermera, diciendo: ´-Me golpeaste y no olvidaré jamás. Querías matarme- y luego lloraba y chillaba. Las mujeres `en la cuerda`, como decían las pacientes, estaban ocupadas en sus delirios individuales. Algunas gritaban todo el tiempo. Una chica de ojos azules me vio mirarla y se alejó tanto como pudo, hablando y sonriendo con esa terrible, tremenda mirada de locura absoluta, estampada en ella. Los doctores seguramente podrían juzgar su caso. El horror de esa visión para una que nunca antes había estado cerca de una persona loca, es algo que no puedo describir.”

A los diez días Bly fue liberada. Sintió el placer de volver literalmente a la vida porque lo que se vivía dentro de ese lugar no era una vida, sino un infierno. Sin embargo, no se fue sin culpa por dejar a sus compañeras que seguirían en cautiverio.

Cuando su informe fue publicado en formato libro causó un profundo revuelo. Las autoridades de New York aumentaron el presupuesto para mejorar los lugares destinados a tratar la “locura” de las mujeres. Una visita de las autoridades comprobó que en el lugar que había abandonado Bly, ahora había provisiones y mantas de abrigo en las camas. Quizá sería demasiado optimista pensar que hubo un cambio verdadero, si se tienen en cuenta las condiciones en que aún hoy viven los internados en instituciones públicas en la Argentina, por ejemplo. Pero su valentía desnudó precisamente aquello que nadie quería ver. No es poco, sobre todo si se tiene en cuenta que era una mujer del siglo XIX a la que solo respaldaban su trabajo periodístico y su pasión por mostrar las injusticias.

Cerca del Día del Periodista, no estaría mal volver a plantearnos con honestidad cuál debe ser el papel del periodismo hoy en el que atraviesa un momento crítico desde lo económico y parte de él no duda en convertirse en punta de lanza de los poderes concentrados.