Rara vez la enumeración de antecedentes literarios de un escritor permite hacerse una idea aproximada de su escritura. En el caso de Leila Sucari ni siquiera es posible sospecharla. En la solapa de Adentro tampoco hay luz (Tusquets) dice que se trata de su primera novela. Sin embargo, su lectura lo niega desde la primera página. Parece que escribiera con la misma naturalidad con la que respira y, al mismo tiempo, descubre mundos insospechados y oscuros agazapados bajo la máscara de lo cotidiano que requieren de una gran maestría para ser mostrados. Encontrar una voz narrativa sólida capaz de transmitir una mirada propia sobre el mundo es algo bastante infrecuente. La protagonista-narradora de su novela, ni siquiera tiene nombre. Sin embargo emerge de las páginas y se corporiza ante el lector porque su voz es tan coherente que resulta imposible no creer en ella. La niña sin nombre, a punto de entrar en la adolescencia, llega al campo donde viven, entre ruinas de un pasado más próspero, su abuela y su prima. Y, a partir de allí, su mirada comienza a desnudar el idílico decorado campestre, a mostrar desde la frescura y la inocencia la parte de atrás de la representación. Antes de la entrevista uno se pregunta si habrá podido salir de la piel de la chica sin nombre para volver a ser Leila Sucari o si ha hecho un trabajo actoral tan perfecto que aún permanece en ella el personaje. 

«Sí –reconoce- fue como un trabajo actoral. Para mí lo más importante era tener la voz y una vez que la encontré la escritura empezó a fluir sola. Me instalé en el territorio de la chica que cuenta y me sorprendió sentir que una vez que la había encontrado ya casi no tenía que hacer nada más, por lo menos de manera consciente, porque el personaje iba solo. Me entregué a él y me permití ver para dónde iba. Una parte de mí se había transformado en ella. Me estaba bañando y se me ocurrían escenas; salía a pasear con mi hijo y comenzaba a mirar y a pensar como ella. Cuando me sentaba a escribir, ya estaba casi todo el trabajo hecho porque se trataba de un ejercicio de la mirada más que de otra cosa.”

Dice que no sabe exactamente de dónde salió la voz de la chica sin nombre. «Llegó –dice–, comenzó a venir de algún lado y empecé a preguntarme de dónde. Hace mucho escribí un microrrelato sobre unas hormigas que caminaban por el campo. Creo que allí surgió la primera mirada de ese personaje y quedó allí. El verano en que me puse a escribir la novela comenzaron a llegarme más imágenes y más cosas del universo de esa niña y empecé a construir a partir de eso. La escritura fue un descubrimiento que me sorprendió a mí misma. Me sorprendieron las cosas que aparecían porque no tenía nada planeado. Sentarme a escribir era como sentarme a vivir una aventura que no sabía a dónde me iba a llevar. Mientras duró la escritura, que fue un momento muy intenso, llevé una especie de doble vida. Era yo y por momento era esa niña. A veces tomaba notas, escribía escenas o simples frases sobre cosas que veía como, por ejemplo ‘plantita muerta en tal lugar’. Luego de ahí salía algo, otra cosa.”

Como sucede en el cine y en el teatro, casi no hay descripciones, sino acciones. Podría decirse, además, que la suya es una novela de los sentidos. El olfato se exacerba, la luz inunda, el tacto se sensibiliza. Leila explica: «No podía pensar el personaje sin una cuestión física. Para saber qué sentía y qué pensaba tenía que ver cómo reaccionaban sus sentidos al entorno, qué olía, cómo tocaba, cómo sentía la piel del chancho, todas esas cosas que pueden parecer detalles, para mí eran muy importantes. La animalidad está muy presente, todo el tiempo se está jugando con el límite entre lo humano y lo animal. La niña acepta ese juego de ponerse en el lugar del otro, otro que muchas veces puede no ser una persona, sino una gallina. Ella mira también a través de los ojos de los animales. Los animales y los niños no sólo comparten la intensidad de los sentidos, sino también el hecho de no tener determinado qué está bien y qué está mal y por eso la libertad es mucho mayor, porque no tienen una moral que rija sus vidas, no tienen impedimentos éticos o morales.» Y agrega: «En el campo está naturalizado matar a un pollo. Ningún adulto se pone, como la niña, en la mirada del gallo al que le están llevando sus hijos para matarlos. Su mirada, al desnaturalizar lo que está naturalizado, puede ver algo terrible en los hechos comunes. Hay una mirada fuerte sobre lo terrible y lo hermoso al mismo tiempo y eso también tiene que ver con los sentidos, con tener  una empatía muy fuerte con lo no humano.» Cuenta que de chica solía llegar a su casa con un perro de la calle, un pajarito y hasta con un conejo citadino. 

Comenzó a escribir  la novela en un cálido enero y en febrero  se enteró de que estaba embarazada. Durante ese período se dedicó a «habitar el personaje». Luego del nacimiento, el ritmo de escritura se aceleró. «Esa etapa –dice– fue una lucha contra el tiempo, algo muy intenso. Estaba totalmente concentrada en mi novela y en mi hijo. Cuando lo sacaba a pasear miraba lo que él miraba para verlo desde sus ojos y eso me servía para nutrir al personaje de la niña. Aunque por momentos sentía angustia e incertidumbre, fue un período maravilloso. Vivía en estado de gracia.» «