Marcelo Pestarino es una rara avis en el mundo de la literatura de hoy. Su escritura rehuye el coloquialismo de la vida cotidiana y muestra una erudición que no es impostura ni pedantería, sino algo tan natural en él que casi no puede reconocerla como tal.

Acaba de reeditar Manumisiones, una novela que publicó originalmente en los 90 y que hoy aparece a través de la editorial Paradiso. En ella se pasea por el mundo romano antiguo con la misma familiaridad que si lo hiciera por el barrio de su infancia para contar la vida de un esclavo romano del siglo II d.C.  El personaje entra al servicio de una matrona  mayor que él como esclavo lector, ambos se enamoran y consuman ese amor. A través de ella logra la libertad.

Pestarino también es autor de otra novela, A la sombra del Vaticano y de un libro de cuentos, Números inmensos.

-¿Cómo conocés tanto del mundo romano?

-De puro diletante.

-Pero estudiaste filosofía-

-Sí estudié filosofía analítica un año en Londres, en el Birkbeck Collegue de la Universidad de Londres. Aquí estudié solo un tiempo, pero luego dejé porque tenía que estudiar algo que me diera de comer. Por eso en la UBA me recibí de contador público nacional. En Londres solo estudié un año porque luego estalló la Guerra de Malvinas y me tuve que ir a vivir a París. Yo trabajaba en un banco internacional y no querían que como argentino estuviera expuesto a los ingleses que trabajando en el mismo banco. Lo mismo pasó con los ingleses que estaban trabajando en ese banco en la Argentina, que se tuvieron que ir a Montevideo. La idea era evitar estar en un ambiente hostil, aunque la gente con la que trabajaba no era hostil en absoluto, pero los ánimos estaban muy caldeados. Recuerdo que Margaret Thatcher llamó al Parlamento un sábado, cosa que no ocurría desde 1958 con el tema del Canal de Suez. El domingo por la mañana estuvo en un programa televisivo de política muy famoso y un periodista le preguntó si los argentinos que estaban en Inglaterra podían ser enviados a un campo de concentración como ocurrió con los japoneses durante la Segunda Guerra. Ella contestó: “Todas las opciones están abiertas”. Yo estaba con mi mujer y con mi hija mayor y me pareció que lo mejor era que nos fuéramos a París. Estuve allí cuatro meses y luego me destinaron a Milán. Aquí soy miembro de la Sociedad de Análisis Filosófico (SADAF) a la que fui invitado por Eduardo Rabossi por recomendación de los miembros del Birkbeck College. Pero no dejo de ser un diletante.

-¿Por qué conocés Roma como si fuera la palma de tu mano?

-Eso no tiene nada que ver con la Filosofía. La conocí de a los 14 años porque mis padres hicieron muchos sacrificios para que viajáramos en una época en que un pasaje salía unos 15.000 dólares. Tan caro era el pasaje, que teníamos que estar por lo menos dos meses para amortizarlo. Hacíamos estos viajes cada cuatro años. Roma me deslumbró de entrada. Me enamoré de sus ruinas, de la Edad Media, del Renacimiento. Así comencé a leer vorazmente aunque sin método. Leí a Horacio, a Ovidio, a Virgilio, a Propercio… y también a los historiadores entre los que mi preferido es Tácito. 

-¿Y estudiaste latín?

-Sí, lo leo y lo entiendo, pero no alcanzo a comprender su belleza. 

En tu libro hay una gran erudición que no es forzada y se nota que todos los datos sobre el mundo romano no están sacados de Wikipedia.

-Sí, está incorporado de manera natural porque me gusta. Leo a todos esos autores como si leyera el diario. Lo hago por placer.

Manumisiones no es un libro histórico, pero tampoco el mundo romano en que transcurre es un mero telón de fondo, un decorado. Con el único libro que lo pude relacionar, a pesar de no ser histórico, es con Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar. La tuya es una historia de amor en la que la esclavitud tiene mucho que ver. ¿Cómo la concebiste?

-Cuando escribí Manumisiones no había leído aún Memorias de Adriano y no quería escribir algo sobre personajes históricos. Me encantan esos personajes, pero es muy difícil escribir sobre ellos sin hacer una interpretación especial como en Yo, Claudio de Robert Graves.

-¿Por qué?

-Porque son personajes que han sido muy pintados por Suetonio, por Tácito o Dion Casio-Si los abordaba  tenía que hacer un cambio y me parecía correr un riesgo. En cambio, conocer la Roma cotidiana me permitía tratar el tema de la esclavitud en su doble vertiente: por un lado, la esclavitud legal y la manumisión y, por otro, la esclavitud del amor, de la que hablan mucho Propercio y Tibulo. Me gustaba la idea de sentirse esclavizado por la persona amada. Tibulo era esclavo del amor de Delia, pero se dice que también se sentía esclavo de algún muchacho. Propercio, en cambio, le canta a Cintia y se siente esclavo de la persona amada en la que no puede dejar de pensar un momento. Me interesaba que el personaje del libro pudiera acceder a la matrona como esclavo lector para que ella lo manumitiera y, además, que lograra la manumisión del amor hacia ella porque ella muere. Pero antes de la muerte de ella, hay una consumación del amor que, hasta cierto punto, también es una liberación.

-Hay algunos detalles que dan cuenta del conocimiento sobre la época. Por ejemplo, decís que los rollos, que antecedieron al libro, tenían olor a aceite de cedro. ¿Por qué?

-Porque el aceite de cedro se utilizaba para que esos rollos no tuvieran polillas. Eso lo leí alguna vez y lo recordé en el momento de escribir el libro.

-En el leguaje hay dos cosas que me llamaron la atención: la alteración del orden en que se usa corrientemente el adjetivo, vos lo ponés casi siempre antes del sustantivo y la utilización de palabras en desuso. ¿Esa fue una elección consciente?

-Sí, fue consciente. Es como una escritura de edición. En el libro se dice que alguien encuentra un manuscrito, lo borra y encuentra otro abajo. Lo que quise hacer es transportar al lector de una forma medio barroca, con la inversión del orden de los adjetivos y los sustantivos, a la época de este personaje del siglo II. Si hubiera usado el vos, el lector me hubiera percibido como un porteño y no como un romano de ese siglo. Del mismo modo si dijera “lindo bar” en vez de “hermosa taberna” sonaría mucho más contemporáneo. Estas elecciones fueron deliberadas. Quizá sean un poco cansadoras para el lector de hoy, pero me pareció necesario para que los lectores dejen por un momento la realidad que viven y se metan en la de la novela, para que se produzca lo que llaman “la suspensión del descreimiento”.

-No, una vez que uno entra en la lógica del texto, se lee con facilidad. En realidad lo que hacés es reinventar una lengua, porque nunca sabremos cómo se hablaba en la vida cotidiana en el siglo II.

-Sí, en su momento traté de utilizar palabras que tuvieran etimología latina y no griega, aunque es casi imposible en castellano encontrar una palabra que no tenga etimología griega. Utilicé, por ejemplo, cubículo en lugar de habitación o cuarto. Creo que en el lenguaje de la novela influye el hecho de haber leído mucho a los poetas latinos, pero también a los italianos como Leopardi o Dante. Algunos párrafos quizá son excesivamente poéticos, hay un barroquismo, pero todo eso fue consciente. Escribí un libro para un lector al que le gustan las mismas cosas que me gustan a mí. Si alguno no le gusta, lo dejará y, por supuesto, tendrá todo el derecho de hacerlo.

– El libro es una reedición, ¿no es así?

-Sí, es una reedición que está un poquito más liberada de barroquismo que la primera. Lo escribí en los 90 en dos o tres años, pero me llevó muchísimo tiempo corregirlo. Aplico la lima de Horacio. Incluso, como está publicado en Kindle, lo sigo corrigiendo

En el final decís que el silencio es la forma suprema del olvido y haces toda una reflexión acerca de algunos personajes que no existirían si nadie hablara de ellos, lo que marca el poder creador que tiene el lenguaje.

-Sí, y eso creo que depende de lo que cada uno crea. Yo, por ejemplo, creo en el mundo natural, pero no creo en Dios, no creo en un ser superior. Por eso para mí es inevitable preguntarme entonces cuál es la supervivencia de las personas. Si el alma es la mente y la mente es el cerebro, se muere alguien y se muere todo eso. Creo que después de la muerte se vive en el recuerdo de quienes te conocieron.

-Y el recuerdo es una forma del relato, es decir que luego de muerto se vive a través de las palabras.

-Exactamente. El día que no haya nadie más que nos recuerde, dejamos de existir.

-¿Tan metido en el mundo romano, lees autores contemporáneos?

-Creo que estoy más influido por los autores clásicos que por los contemporáneos. Me influyó mucho Bomarzo, de Manuel Mujica Láinez, que leí cuando era muy chico. Fui a Bomarzo muchas veces. Me gustó mucho pero me influyó menos El nombre de la rosa, de Umberto Eco, que tiene como telón de fondo la Edad Media, pero casi no hay en él personajes históricos, excepto Borges, el ciego.  A Borges lo leí y lo leo cientos de veces.

-¿Cuáles crees que son las características salientes de Manumisiones?

-Que es un libro autobiográfico ubicado en una época en la que el género autobiográfico no existía y que desde la ficción no ha habido muchas crónicas de esclavos, libros escritos desde la óptica de los integrantes de la clase más baja. También que el personaje principal tiene una exaltación y que esa la exaltación es la que te da la cultura que es no utilitaria. En eso quise transmitir mi propia exaltación cada vez que logré ensanchar un poco mi cultura.  Es un libro que escribí con mucho placer y si el lector siente una centésima parte del placer al leerlo que yo sentí al escribirlo, me doy por muy conforme.