Quizá Liliana Villanueva nunca sospechó que iba a ser testigo presencial de un hecho histórico: la caída del Muro de Berlín. En ese momento era una joven arquitecta que acababa de mudarse a esa ciudad, trabajaba en el estudio Brandt & Böttcher y como miembro de él ganó un importante concurso de urbanismo. Si es que las vocaciones pueden explicarse, en su caso habría que mencionar un libro para chicos, Crear con papel, que estaba basado en la enseñanza de la Bauhaus y que su padre le regaló cuando ella tenía 5 o 6 años.
Seguramente tampoco sospechó que, a pesar de su éxito en el campo de la arquitectura, de ser docente en la Universidad de Darmstad y de haberse doctorado allí en 2008, dejaría la arquitectura atrás y se convertiría en escritora.
Y aquí hay que mencionar otro hecho curioso de su infancia. Su hermano recibía ayuda escolar. Sentada frente a él y su maestro, los imitaba y fue así que aprendió a escribir, pero al revés, como la escritura en espejo de Leonardo Da Vinci.
Es difícil determinar qué importancia tuvo esta escritura en ella, pero lo cierto es que desde la publicación de su primer libro en 2015, Las clases de Hebe Uhart, se convirtió en una escritora exitosa. Luego publicaría Sombras rusas, Lloverá siempre. Las vidas de María Esther Gilio, Maestros de la escritura. Cosechó con ellos diversos premios.
Su último libro, Otoño Alemán, acaba de aparecer en una cuidada edición de Blatt & Ríos. En él narra cómo fue el hecho histórico que el 9 de noviembre de 1989 transformó al mundo y que ella vivió desde adentro. Al mismo tiempo, habla también de su vida en Berlín, de las diferencias difíciles de imaginar entre las dos ciudades divididas por el Muro y del estudio en el que trabajó como arquitecta, una faceta de su vida casi desconocida para la mayoría de sus lectores.
“El objetivo del libro –dice en el barcito acogedor donde suele dar entrevistas cada vez que viaja a Buenos Aires -no era hablar del Muro de Berlín, pero el tema fue tomando una relevancia que yo no esperaba. Finalmente terminó ocupando toda la primera parte del libro. Incluso nunca pensé que Alemania sería para mí un tema para llevar al papel. Escribí Otoño alemán pensando en mi hijo que vive en Berlín y que, porque es muy joven, no puede entender que alguna vez fue una ciudad dividida y con dos sistemas políticos distintos. También lo escribí para la generación un poco mayor que la suya, en fin, para quienes no vivieron esa experiencia en el Río de la Plata”.

-En Alemania trabajaste como arquitecta y ganaste un concurso de arquitectura muy importante, que tuvo una repercusión enorme. Eso también forma parte del libro.

-Sí, no sólo en Alemania. Yo estaba preparando las valijas porque viajaba a Buenos Aires por un mes. Un periodista uruguayo me hizo una breve entrevista y cuando llegué a Buenos Aires, la noticia estaba en primera plana en Clarín, en La Nación y Mirtha Legrand leyó en cámara la noticia de una joven arquitecta argentina, Liliana Villanueva, que había ganado un concurso en Alemania. Pero en realidad no había sido sólo yo, ya que el proyecto lo desarrollé en el estudio de arquitectura donde rabajaba. Fui famosa durante dos semanas y me dije “esto no es para mí”. Mi próximo paso hubiera sido abrir mi propio estudio y no era algo que me gustara. Cuando te dedicás al urbanismo trabajas con políticos y allí se acaba todo porque comienzan a jugar otro tipo de intereses. Me di cuenta de que los arquitectos somos putas del poder. Y esto es así en todas partes.
-Entonces decidiste dejar la arquitectura y dedicarte a la escritura.

-Sí, pero siempre que tengo que decir o escribir cuál es mi profesión, digo arquitecta. Cuando estaba en el taller de Hebe Uhart, una compañera me decía que independientemente del tema que abordara, siempre había una estructura en lo que yo escribía. Creo que hay una relación entre la no ficción, la arquitectura y la estructura. Yo construyo a partir de la memoria, de lo que veo de la realidad. Quizá por eso no me meto en la ficción. No sé mentir, que es la base para el novelista perfecto. A María Esther Gilio le pedí una vez que me enseñara a mentir. Ella me contestó: “cuando quieras, es lo que mejor sé hacer”.
-Pero usas recursos de novelista, por ejemplo, cuando contás que te sentaste en una plaza de Alemania Oriental y que un hombre se sentó a tu lado y te palpo la tela de los pantalones porque ese tipo de ropa no existía de ese lado el Muro.

-Sí, eso pasó realmente. María Esther Gilio tuvo una experiencia similar que cuento en el libro cuando viajó a Alemania del Este. Un hombre se sentó a su lado durante una excursión y le dijo: “En RDA no tenemos zapatos así”. Eran unos zapatos azules, con cordones, hechos a medida. Había dos mundos absolutamente separados por el muro. Cuando escribo sobre esas cosas creo que se trata de “atender” a la memoria. Ése es el trabajo del que escribe no ficción. Es muy enriquecedor descubrir hechos que uno olvidó por mucho tiempo. Otro tipo de cosa que hago y que sí que tiene que ver con la ficción es mezclar datos. Por ejemplo, no recuerdo qué tenía puesto esa tarde del ’85 en que fui a Berlín Este, pero en el libro digo que tenía un tapado amarillo que en realidad compré hace un par de años. También a veces altero el momento en que sucedieron ciertas cosas. Esos son recursos que están entre la ficción y la no ficción.
-Vos fuiste testigo de la caída del Muro y seguiste viviendo en Berlín. ¿Qué problemas prácticos suscitó su desaparición?

-El Muro ya no está, pero sigue habiendo un límite virtual. Los más pobres están en la zona del Este. Además, también hay diferencias desde lo político. Alemania Oriental tiene una democracia que es bastante reciente y no pasó por el proceso de “desnazifiación” como sí lo hizo Alemania Occidental. Por supuesto que allí hay también tarados neonazis, pero no en la misma proporción. En la parte occidental los segundos partidos más votados son los verdes, en la parte oriental, la extrema derecha que limita con la criminalidad. Hay ataques a sinagogas, se produjo el asesinato de un político que aún están investigando. Hubo intelectuales, entre los que se contaba Günter Grass, que estuvieron viendo la forma de que Berlín del Este no fuera absorbida por Berlín Occidental, pero el proyecto fracasó. En muchos casos no quedó muy claro quiénes eran los dueños de la tierra. En la familia de mi expareja, por ejemplo, conozco gente que tuvo que hacer juicios muy complicados por una casa.
-¿Y cómo se resolvió el tema de la propiedad de la tierra? 

-Hay propietarios judíos que se tuvieron que ir en el ’39 y que tenían terrenos y fábricas en zonas donde estaba el muro o en zonas donde la RDA construyó viviendas sociales. Eso no se puede devolver al dueño original, pero hay una ley de propiedad en Alemania que dice que la prioridad la tiene la primera víctima. Es muy complicada la situación de un país que en algún momento tuvo una parte comunista, que antes pasó por una guerra mundial y que sufrió una destrucción increíble de propiedades que en gran parte habían sido propiedad de judíos. Hay una construcción jurídica complicadísima. Los viejos propietarios se fueron muriendo. La segunda casa en que viví en Berlín era de una viejita de 90 años. Cuando le tocaban el timbre, contestaba: “No estoy”. Ese tipo de propietario ya no existe más. Yo pagaba 300 marcos que no era nada, aunque era mucho comparado con gente que alquilaba desde los 60 o los 70 porque había una política social respecto de la vivienda.
-¿Y qué pasa hoy?

-Eso no existe más. Hoy ni siquiera hay dueños, sino grandes sociedades anónimas que poseen cientos de edificios. Yo no tengo casa allá porque sería impagable, vivo en lo de una amiga, pero estoy considerando dejar de vivir en Berlín, aunque mi hijo tiene todos sus amigos allí. No me siento cómoda. Sigo siendo una extranjera por mi apariencia y tengo la sensación de que en este momento el extranjero no es muy bien venido. No descarto la posibilidad de vivir un tiempo en China, un país que conozco. De hecho, estoy aprendiendo chino.
-Sos una gran viajera. En el libro decís que desde hace un tiempo vivís entre dos lenguas, el castellano y el alemán. Qué me contestarías si te pregunto dónde vivís.

-Me parece que la pregunta no es dónde vivo, sino cómo vivo. Siento que realmente vivo cuando estoy con mi hijo y también cuando estoy en viaje con mis amigos. La mayor parte de este año la pasé en Buenos Aires aislada del mundo, escribiendo. Creo que si vi a cinco personas es mucho. Y no lo lamento, creo que estuvo bien. Pero a veces suelo preguntarme si eso es vivir o si se trata de escribir o vivir.