Una mujer de 56 años pone a el agua para el mate en su cocina mientras escucha desde su teléfono la voz suave y grave de otra mujer que con calma lee un texto de Eduardo Galeano: “De voz en voz, las palabras atravesaban las montañas”.
En un Zoom, una veintena de personas se miran atentas. Una chica acaba de terminar de leer un texto y mira a cámara con algo de temor. Hay sonrisas. En el chat se lee: “Hermosooo”, “Qué emocionante”, “¡Gracias por compartir!”, emojis de corazones.
Durante 2020, la pandemia de coronavirus obligó a repensar los talleres de lectura y escritura. Ante la imposibilidad de las reuniones presenciales, se abrieron paso nuevos formatos y, con ellos -¡oh, sorpresa!- oportunidades que nadie había imaginado. La virtualidad no supuso una mayor distancia sino que, al contrario, propició encuentros, consolidó lazos y convirtió a estos encuentros en pilares emocionales fundamentales para mucha gente en este momento de incertidumbre.
“Nosotros cambiamos la modalidad del taller una semana antes de que iniciara la cuarentena obligatoria”, explica la escritora Eugenia Almeida (Córdoba, 1972), autora de los libros La tensión del umbral e Inundación, entre otros. “En los grupos hay gente de todas las edades. Lo consulté con algunos integrantes por miedo a estar exagerando, pero me dijeron que era prudente”.
Almeida optó por cambiar radicalmente el formato del taller. Hasta antes de la llegada del coronavirus, los encuentros de lectura eran de una hora y media por semana en una casona antigua con patio interno cerca del río en la ciudad de Córdoba. Allí, hay una cafetera y siempre alguien llevaba algo rico para compartir. “Estaba todo ese ritual de poner la cafetera un rato antes de que lleguen y que hubiera perfume a café”.
La escritora decidió reemplazar las juntadas por audios de WhatsApp con lecturas hechas por ella misma. Como forma de compensar la distancia, propuso mandar algo todos los días, también sábados, domingos y feriados. “No tuve esa urgencia de la pantalla, porque muchos de mis talleristas no son nada tecnológicos. Yo tampoco”, explica su decisión. “Todos estábamos como sobrepasados y no quería que fuera una obligación más, sino una cosa que cada uno recibiera y pudiera oír en el momento que considerara”.
Los talleristas estuvieron de acuerdo. “Creo que aceptaron este cambio por el afecto que nos tenemos. Y yo apunté solamente a eso. Por supuesto, a buscar lecturas variadas, a seguir con ese espíritu de hacerles conocer autores como para que después se tienten y compren libros. Pero sobre todo la base estuvo en lo afectivo”.
Eso hizo que Almeida cerrara el ingreso a nuevos integrantes a pesar de que este formato le hubiera permitido tener más participantes. De hecho, sus talleres nunca tuvieron tanta demanda. “Pero decidí quedarme con aquellos que conozco. Cada uno está viviendo cosas difíciles y entonces nos estamos acompañando. Tengo la energía puesta en esa parte afectiva”, confiesa.
Dolores Reyes (Buenos Aires, 1978) optó por pasar sus talleres al programa de reuniones virtuales Zoom, pero la decisión le costó. “Vengo dando talleres hace más de tres años, con unos grupos muy lindos. Y siempre es un momento muy cuidado el de reunirnos. También es muy lindo cómo resignifica la semana. Entonces no quería pasarlo a Zoom, pero con la cuarentena que se extendía y se extendía no quedó otra”, dice la escritora desde su casa en Caseros, en el conurbano bonaerense, desde donde también atiende los múltiples compromisos de la publicación de su novela Cometierra en otros países y los de la escuela de los menores de sus siete hijos.
También optó por la aplicación de las videollamadas el escritor Julián López (Buenos Aires, 1965). “Fue una decisión consensuada y un poco urgente con mis tallerandes, porque se venía la cuarentena y decidimos anticiparnos un poco. No dudé para nada y tengo cerca a un infectólogo que recomendó suspender reuniones desde bien temprano. Suponía que iba a ser cosa de un mes, por tanto eso tampoco me permitía dudar”, dice el autor de las novelas Una muchacha muy bella y La ilusión de los mamíferos y el flamante poemario Meteoro.
La sorpresa para todos vino cuando los formatos nuevos empezaron a traer ventajas insospechadas. Almeida descubrió lo consolidados que estaban los grupos con los que estaba trabajando. “Nos demostró que podíamos tratar de buscar estrategias de supervivencia y de cuidado de uno y de los otros, en lo afectivo sobre todo, que nos importa mucho el lazo que tenemos y que íbamos a buscar por dónde”.
En el caso de Reyes, la nueva modalidad permitió, por ejemplo, que gente de Colombia, de Uruguay, de Brasil, de Ecuador, de diferentes lugares de Argentina y hasta de España participara en los talleres. “Terminó siendo una herramienta interesante por la posibilidad de hacer un taller con gente de todas partes del mundo de habla hispana. Eso es imposible hacerlo presencial, semana a semana”.
A López, en tanto, el cambio le resultó de lo más positivo: “Encuentro solo ventajas. La forma virtual estimula una escucha más atenta y supongo que el rito grupal, cuando el cuerpo está en soledad, deja un excedente de energía. Una energía que en lo presencial se licúa entre los cuerpos y en la dinámica que sucede entre ellos, que en relación con la pantalla y, mucho, con las inflexiones de las voces permite capturas más agudas y atentas”. Leer o escribir se convirtieron en actividades en las que sostenerse. De hecho, las librerías desarrollaron muy al comienzo del confinamiento sus servicios de entrega a domicilio y mantuvieron y hasta aumentaron sus ventas en medio de la crisis. Eventos literarios importantes como la Feria de Editores (FED) o el festival FILBA atrajeron a cientos de miles de personas a través de sus redes. Las entrevistas, los talleres, las lecturas o las conferencias pasaron a transmitirse por Zoom, Facebook, YouTube o Instagram, con acceso gratuito o pago. Y ya los organizadores anticiparon que muchas de esas prácticas se mantendrán cuando vuelva la presencialidad.
Almeida se siente acompañada por los talleres. “Soy bastante ermitaña y solitaria. Me gusta ser así. Y los talleres son uno de mis eventos de encuentro con los otros. En medio de este caos, significan mucho. Es una época atravesada por la incertidumbre pero fundamentalmente por la pérdida. De hecho, hay una tallerista que murió. Y que algo de mi cabeza no esté puesto en estar todos los días esperando las ocho de la noche para ver los números o estar pendiente de quién está enfermo, a quién se puede ayudar, cómo se puede sostener al que está mal económicamente es muy bueno”.
Los talleres la obligan a hacer una pausa. “Tengo que entrar en el tempo de lectura tranquila, serena, porque es una lectura que necesita transmitir todo a partir de la voz. Para mí también es un poco como era en presencia, que yo decía: ¡Qué bueno que tengo taller hoy! Es un rato en que el mundo un poco se detiene para ver ciertos matices que si no se nos pasan de largo”, añade.
Claro que estos formatos nuevos también traen desventajas. “Nos falta la presencia. Extraño mucho estar en esa sala tomando un café o unos mates, comiendo algo que alguien hizo especialmente para el taller, riéndonos y demorando la hora de salida y hablando de otras cosas. Incluso sueño con eso”, dice Almeida.
Reyes también destaca algunos contras: “Cansa muchísimo la vista. Y es otra escucha, otra forma de contacto, más aséptica y lejana, y nosotros somos muy afectivos y muy necesitados del contacto persona a persona”. Algo parecido a lo que señala López: “Cuando te enterás de que no estás en contacto con esos cuerpos con los que estabas acostumbrado a rozarte es muy duro el impacto. Y ahí, diría, se acumula dolor y frustración”.
Pero, más allá de todo, la literatura resulta ser, una vez más, esa tabla de salvación a la que aferrarse en tiempos convulsos. “La literatura en este momento es fundamental, más necesaria que nunca. Todo lo que implique ficcionalizar. Porque abre la cabeza y la indagación a la búsqueda de otros significados, que no son los literales, los del noticiero, los del periódico. Y creo que eso es algo que nos caracteriza como seres humanos, esta forma de indagación por la ficción, que habla muchísimo más de nosotros y de nuestras realidades que la trasposición literal que hacen en otro tipo de discursos”, asegura Reyes.
“No tengo ninguna duda de que la literatura nos ayuda siempre”, sostiene Almeida. “Porque te muestra otra posibilidad del mundo. Me parece que hay algo del deleite de la lectura, de perdernos en un cuento, una historia, un poema, que es como si pusiera en foco el ojo, dañado por estar mirando permanentemente el horror de una enfermedad que no conocemos, que puede llevarse a nuestros seres queridos, que nos puede llevar también a nosotros. No sé cómo hace la gente a la que no le gusta leer. Para mí es un refugio tan grande saber que en un momento me voy a poder meter en un libro que desearía que todo el mundo tuviera ese placer”.
Encuentros cercanos a larga distancia
Para muchas personas, los talleres literarios resultaron ser verdaderos “botes salvavidas”, como los describe Sole, de 43 años, profesora y licenciada en Letras, que durante el 2020 participó desde Santo Tomé, en la provincia de Santa Fe, en dos talleres de Reyes. Estaba en aislamiento obligatorio, trabajando desde casa, atendiendo a sus hijos y realizando tareas domésticas. “Llegó un momento en que la rutina comenzó a pesarme y la incertidumbre a angustiarme de forma vertiginosa. En ese contexto, me dieron ganas de escribir y comencé un taller”. Desde el primer día se sintió cautivada por las propuestas de lectura, los acentos y los escritos de sus compañeros de provincias y países diferentes. “Como en la inundación del 2003, en Santa Fe, cuando en los techos esperábamos la llegada de esa lancha que nos acercaría al otro lado, estos talleres han sido para mí el bote salvavidas que me ha rescatado en esta pandemia, para alojarme en el lugar de las palabras, donde el dolor y la muerte también pueden transformarse en belleza”.
Para Raquel, politóloga colombo-venezolana de 31 años que participó en un taller de Reyes desde Bogotá, “fue uno de los mejores lugares en los que he habitado en medio de esta pandemia”. “Este es el primer taller en el que me he inscrito y solo tengo palabras de gratitud. En este espacio pude poner en práctica la escucha, y la cajita de música que tengo por corazón se alimentó de las melodías de sus participantes.”
Clara, de 56 años, es licenciada en Letras y tallerista de Almeida desde el 2016. La propuesta de cambio de formato le pareció fantástica. “Sobre todo al comienzo del aislamiento me costaba mucho concentrarme en la lectura a pesar de que soy una gran lectora. Escuchar los audios de Eugenia era la manera de seguir en contacto con la literatura”. El grupo de WhatsApp mantiene a los talleristas relacionados y a través de él intercambian información sobre eventos, películas, libros y otras cosas. “La verdad, haber podido reconvertir el taller en un espacio virtual pero que tiene una cotidianeidad mucho más importante de la que tenía antes realmente ha sido y sigue siendo un hermosísimo sostén afectivo”, añade Clara. “Y una manera de no perder la relación entre nosotros y con el leer comunitariamente, más allá de que no estemos sentados en la misma sala con la fotocopia en la mano y leyendo el texto al mismo tiempo”.
Vicky, de 49 años, bióloga de formación pero mutada en comunicadora, también tallerista de la escritora cordobesa, agradece mucho que el taller siguiera. “En este mundo de pandemias, incendios, marchas en contra de unos y de otros, cadenas de WhatsApp llenas de odio, la verdad es que pienso en el taller de la Euge Almeida y lo siento como un espacio fundamental. Porque es como si ahí jugáramos a meternos en cada historia que ella nos propone, dejándonos transformar por cada uno de esos relatos, aunque no de manera evasiva, sino a modo de resistencia”, dice. “Es una lectura que acompaña”.