Dentro del mapa de la literatura argentina contemporánea, la obra de Marcelo Figueras representa un territorio al que se puede acceder por diferentes vías. Así como es posible llegar a un lugar por aire, tierra o mar, se puede entrar allí por su literatura, por el lado del periodismo o por medio del cine. Asimismo, dentro de su extensa y reconocida producción literaria conviven diferentes géneros que incluyen aquellos que parecen estar reinventándose cada vez. Es el caso de su última novela, Todos los demonios están aquí, publicada recientemente por Alfaguara.

La novela conlleva diferentes vías de acceso que se unen conformando una trama en la que conviven el suspenso, lo fantástico, el terror y una gran dosis de realidad. La historia central que allí se narra es la de un psiquiatra, Tomás Pons, que toma decisiones cruciales en un momento crucial del país y en una atmósfera que constituye el preludio para un diciembre de 2001 en el que se desata la furia de todos los demonios. Pero también es la historia de alguien que acarrea los males de toda una generación signada por la última dictadura cívico-militar.

Tiempo Argentino dialogó con Marcelo Figueras acerca de Todos los demonios están aquí.  

¿Esta novela fue un espacio de experimentación? Si es así, ¿en qué sentido?

–Escribir ficción es por definición experimentar. Cada novela que encaro supone un juego nuevo, razón por la cual mis novelas no se parecen entre sí. Aun cuando apelo a un género establecido, que viene con su carga de reglas propias —como el terror, en este caso—, lo hago con la intención de testear los límites de esas reglas, de bombardearlos en la medida de mis posibilidades. Por supuesto, cuando se habla de experimentación en el terreno literario tiende a asociársela con un tipo de relato muy específico, interiorizado, donde no hay más universo que el lenguaje. Como yo escribo novelas donde pasan cosas —donde hay historia, personajes con los que relacionarse emocionalmente, risas, drama, sangre y suspenso—, parecería que lo que hago no tiene nada que ver con la experimentación. Pero para mí, la ficción literaria es el espacio de la libertad más absoluta. Cuando empiezo a escribir, nunca pienso si lo que hago es filmable o fácilmente adaptable. Escribo lo que entiendo que la historia me demanda, sin pensar si puede traducirse o no a otros códigos narrativos (como los pensamientos del protagonista de Todos los demonios, que nos llegan en primera persona a pesar de que el relato transcurre en tercera). Experimentar es no ponerse límites. Y cuando yo escribo ficción no me privo de nada, me doy todos los gustos. En este caso, sin ir más lejos, agarré la coctelera del género de terror, y le metí adentro el Inferno del Dante, las disquisiciones de Jung sobre el mal, la realidad argentina —focalizada en la crisis terminal de 2001— y dos medidas de Stephen King, y batí a lo loco. Asumo que el trago que salió de ahí puede gustar más o menos, pero sin duda debería resultar una experiencia original, un sabor que nunca antes habías paladeado.

–¿Cómo fuiste construyendo a Pons, ese héroe que tiene mucho de antihéroe?

–Tomás Pons es, como yo, una criatura formada durante la dictadura, es decir, educada en el miedo. Ha sobrevivido pero todavía no tiene del todo claro a qué precio. En consecuencia, es un manojo de contradicciones. Es dueño de una enorme sensibilidad ante el dolor ajeno —lo cual colabora a que sea un buen médico—, pero también es frívolo, ha disfrutado de los ’90 menemistas como el que más, sin preguntarse qué ocurriría una vez que se acabase la autopista de la dolce vita. La historia lo toma en un momento de desintegración personal (la guita no le alcanza, su compañera lo ha abandonado, tuvo que internar a su madre a causa de una depresión que la ha dejado casi catatónica), en el marco de un país que también parece desintegrarse. Es entonces cuando le llega una oferta casi fáustica, a raíz de la cual se ve compelido a hacer un desplazamiento real, un viaje hacia un territorio nuevo, que primero lo llevará hacia lo más hondo, así como el viaje del Dante personaje en la Comedia arrancaba en el Infierno, antes de ascender a Purgatorio e Infierno. Para que mi protagonista ascienda, no le va a quedar otra que resolver sus contradicciones y decidir cómo quiere seguir transitando su vida. Por supuesto, no se la pongo fácil. ¿A quién le gustaría encontrarse con Pogo el Payaso Asesino resucitado de entre los muertos?

En la novela hay una crítica al sistema de salud mental y a los modos de manicomialización y desmanicomialización. También se ponen sobre el tapete los negociados durante la dictadura cívico-militar. A su vez, la aparición de Figueras como personaje hace posible una crítica a cierto sector privado que maneja gran parte de la comunicación en nuestro país como es Clarín. ¿La realidad es una fuente inagotable de ficción? ¿Cómo concebiste esa tensión en esta historia?

–No recuerdo un momento de mi vida en el que no soñase con contar historias. Me gustaban todos los formatos de la ficción desde que era una pulga —las novelas, las historietas, el cine, las series, el teatro—, y en consecuencia crecí en una burbuja de fantasías. ¡La realidad no podía importarme menos! Y sin embargo, cuando en el ’78 tuve que decidir qué iba a estudiar después de la secundaria, un impulso que todavía no puedo explicarme me llevó a optar por el periodismo. Como si una parte mía entendiese antes que mi parte consciente que la historia más grande que merecía ser contada pasaba por la realidad que estaban ocultándonos. Por supuesto, pasé muchos años más tironeado entre lo que hacía para comer —el trabajo periodístico— y lo que hacía para vivir en vez de sobrevivir, que era escribir ficción. Pensaba que, cuando finalmente lograse escribir mi primera novela, iba a contar una historia que no tuviese nada que ver con mi realidad inmediata, algo químicamente puro, por completo desprovisto de cualquier elemento periodístico. Y un día me encontré investigando la Argentina de los ’30, y la historia de Perón antes de convertirse en Perón, y de la esposa que tuvo antes de Eva, para escribir lo que terminó siendo El muchacho peronista. A partir de entonces entendí que los dos medios en los cuales transcurría mi vida me eran imprescindibles, que en ese sentido era una criatura anfibia. (Hay un sapo, precisamente por eso, que tiene un rol decisivo en la novela Kamchatka.) Para mí, no hay mejor forma de pensar mi realidad que a través de la ficción. Imaginar una historia, por alejada que parezca de mi circunstancia inmediata —y he escrito textos que transcurren en la Edad Media, y en el futuro, y en Palestina, y en un país imaginario de América Latina—, es crear escenarios hipotéticos en los que volcar las cosas que me preocupan y desvelan de este mundo; un ejercicio especulativo en busca de respuestas concretas respecto del presente. Por eso mismo, meter una cuña del Infierno del Dante en la Argentina de 2001 me ayudó a pensar la cuestión del mal en el mundo de hoy. Ya sabemos qué se consideraba el mal hace 700 años: los pecados, Satán concebido como el Tentador. Escribir Todos los demonios me ayudó a entender que en este mundo actual, lo más parecido al mal que tenemos —lo que explica por qué estamos como estamos— es la indiferencia ante el destino del otro, convertida en religión moderna.

–Al igual que en el cuento de Walsh, Nota al pie, la coyuntura histórica y política va tomando cada vez más importancia en la historia hasta imponerse como escenario. ¿Podría decirse que ese “aquí” del título aplica tanto para el Jenseits como para el país en ese momento?

–Por supuesto. El «aquí» del título refiere al mundo contemporáneo en general, pero en particular a nuestra Argentina de hoy, aun cuando la historia transcurra en 2001. ¿O acaso no es evidente que en este año también hay infinidad de diablitos dando vueltas, y que —como en la novela— abundan los payasos violentos que dificultan la convivencia?

-En la novela, la atmósfera remite a toda la cultura de los noventa en nuestro país (el menemismo, las privatizaciones, la muerte de Yabrán, el corralito) y a toda una generación que escuchaba radios como la Rock & Pop o la música de Los Redondos. ¿La creación de esa atmósfera fue cambiando con las lecturas, reescrituras, con experiencias personales o colectivas? O en todo caso, ¿qué quedó de la versión original y qué fue modificado?

–Esa atmósfera fue parte del relato desde el comienzo. Era parte de la gracia de imaginar a Pons como excompañero mío de secundaria —un compañero ficticio, por cierto—: alguien de mi edad, con quien había compartido muchas experiencias y por ende me facilitaba contar algo que yo también había vivido. No olvidemos que, entre otras cosas, la Argentina de 2001 era la Argentina de la impunidad casi absoluta: con la excepción de un puñado de jerarcas, todos los responsables del genocidio de los ’70 —intelectuales y materiales— estaban en libertad, gozando de los mismos derechos que nosotros. Como tantos argentinos de esa época, Pons está enfermo de esa frivolidad que se percibía por todas partes y convencido de que lo pasado quedó atrás… hasta que la Historia, por cierto, lo alcanza.

–El pasaje a otra realidad se ve también en el discurso con el cambio de tipo de letra para expresar los pensamientos de Pons. ¿Cómo surgió ese recurso?

–Es un homenaje más al maestro Stephen King, a quien admiro desde que era un crío y suele hacer ese tipo de cosas. Uno de los motores iniciales de mi novela fue, precisamente, darme el gusto de jugar al juego que el tío Stephen juega tan bien, apostando a que podía plantear una partida parecida en territorio argento. Si algo creo haber entendido a esta altura de la experiencia, es que no hay género que se preste mejor a contar la experiencia argentina del último medio siglo que el de horror.

–¿Algo de Pons remite a la figura del investigador y hay algo del policial en eso?

–El motor de prácticamente toda la narrativa occidental es el descubrimiento de la realidad que, en el mundo del comienzo del relato, permanece oculta. En consecuencia, la mayoría de las narraciones se vertebra sobre un camino hacia algún tipo de verdad, por incompleta que sea. Esa es una de las razones por las cuales el policial es un género tan popular: porque emula como pocos la experiencia de enfrentarse a una realidad vital que nunca viene con subtítulos, que demanda ser desentrañada. (El mismo psicoanálisis es, en algún sentido, un operativo detectivesco sobre la psique.) En un artículo que publicó en La Nación tiempo antes de descubrir la historia que se convertiría en Operación masacre —un libro que también es, en sí mismo, una investigación detectivesca—, Rodolfo Walsh argumentó que el género policial ya existía en germen en las primeras obras narrativas de la cultura, incluyendo la Biblia. Lo que sin dudas es parte del ADN de nuestra especie es el deseo de entender, de saber más y mejor. Y Pons no es excepción. Psiquiatra de profesión, comprende que no habrá forma de descular su presente y entender por qué le pasan las cosas que le pasan si no desentierra la parte oculta de su historia familiar. Como en los policiales que más me gustan, la investigación que tiene lugar en el mundo «objetivo» —descifrar qué es el Instituto Jenseits, por ejemplo— supone indefectiblemente que el investigador descubra en paralelo cosas sobre su alma que no sospechaba. Descubrir es a la vez descubrirse, y recuperar las riendas sobre la propia historia, sobre el propio destino. Que es lo que todos queremos, ¿o no?  «