Nelly, el personaje de El hombre que duerme a mi lado (Tusquets), la novela publicada recientemente por el dramaturgo y cineasta Santiago Loza, podría vivir al lado de nuestra casa o en el piso de arriba de nuestro departamento. Podría ser esa mujer solitaria, idéntica a tantas otras, uniformada por la máscara común de la vejez. Sin embargo, si pudiéramos liberarnos de la mirada estereotipada que desdibuja o elimina las particularidades, descubriríamos que esa vida común no tiene nada de común porque acaso lo común no exista. La historia personal, las heridas, los rencores, los sufrimientos, los naufragios existenciales tatúan todas las vidas y les confieren singularidad. 

La existencia chiquita y oscura de Nelly no le impide, sin embargo, ser la protagonista de una tragedia. Claro que sin la grandeza de las tragedias griegas, sino más bien con la pequeñez doméstica de los títulos risibles de Crónica, pero tragedia al fin. 

El hombre que duerme a mi lado pone en foco las pasiones que bullen en una vida gris como la de Nelly, a la que las circunstancias obligan a vivir con su hijo gay y la pareja de este. Muestra, además, cómo el deseo puede ser un impulso devastador capaz de derribar los límites que impone la sociedad y de quebrar la serenidad de lo previsible.

–¿El hombre que duerme a mi lado es realmente tu primera novela?

–Sí. Hubo una novela de hace diez años, Yo te vi caer, que quedó más bien en un intento. Fue un híbrido que luego dio lugar a una obra de teatro. Ese intento y la obra de teatro se publicaron el año pasado en Córdoba. Después de eso por unos años no me atreví a escribir otra vez narrativa. Luego comenzaron a picarme las ganas y hace un par de años volví a intentarlo. Me gustaba el personaje, comencé a probar y así surgió El hombre que duerme a mi lado. 

–¿Cuál fue el disparador?

–Con un grupo de amigos y amigas nos producía gracia un personaje social reconocible que tiene la queja como un elemento constante y que dice lo que es insoportable escuchar o lo que es políticamente incorrecto. Es ese tipo de señora que está en la cola del banco, se queja de que no la atienden y a los 20 minutos está pidiendo la muerte del cajero (risas). Es ese tipo de personaje que va buscando complicidad en la fila para que la secunden en el linchamiento. Me interesaba trabajar con este personaje reconocible y con el vínculo con su hijo. En realidad, comencé a escribir con la voz del hijo y en el camino me di cuenta de que no era interesante.

–En la narración el hijo tiene un desarrollo mínimo. 

–Sí, no dice mucho. Mientras escribía me di cuenta de que para entender el personaje de esa mujer yo tenía que ser esa mujer, una suerte de travesti. Además, no tenía que juzgarla, a pesar de que me podía generar cierto rechazo. Yo tenía que entenderla y poder escribir con cierto humor pero también con mucho amor hacia ese personaje. Debía entender que tenía partes nefastas que son partes nefastas que uno mismo tiene y que tenía que meterme con ellas, poder divertirme y mantener una distancia. Me hacía gracia pensar que con este personaje se podía hacer una suerte de policial doméstico, un policial pequeño, pero policial al fin, con un pequeñísimo suspenso. Tengo el recuerdo de haber escrito con mucha euforia y con mucha curiosidad sobre lo que iba a suceder. Esa escritura me posibilitaba un trabajo con el lenguaje que en el cine y en el teatro es más limitado. 

–Vos hablás de un estereotipo, pero creo que sacás al personaje de ese lugar. 

–Sí, la primera impresión es que es alguien reconocible, pero a medida que avanza el relato se puede ver que hay zonas vedadas incluso para el hijo y para los otros. Es un personaje que a veces ofende, que es una suerte de Terminator emocional. Pero a medida que va avanzando uno se da cuenta de que ella también ha sido ofendida, que hay un juego de ofensas: ha sido lastimada y termina lastimando. Lo que la particulariza es la forma de pensar lo que le está sucediendo, la convivencia forzada con el hijo y la pareja del hijo. También un erotismo dormido que reaparece. Vuelve a aparecer el deseo cuando ella no lo esperaba y es una brasa con la que ella no sabe qué hacer, porque su cuerpo y su situación no la acompañan. Esos elementos la corren del estereotipo y comienzan a convertirla en un personaje inquietante que no sabemos para dónde puede dispararse. Mientras escribía me iba sorprendiendo. Hay zonas ambiguas y pantanosas que a veces por sacar una conclusión apresurada no terminamos de ver. Es en esas zonas más raras e insólitas donde le toca entrar a ella y a nosotros como lectores. Es que lo común no existe. Todos tenemos pensamientos o sueños extraños. La novela está construida sobre ese borde. 

–Pero Nelly no repite los lugares comunes de la maternidad y sus bondades. 

–Sí, hay un discurso sobreinstalado sobre la maternidad, pero la maternidad, como todos los vínculos, es una construcción. Se aprende a ser madre como se aprende a ser hijo y en su fuero íntimo ella siente que eso le fue impuesto. Lo afectivo es una construcción que ella pone en duda de una manera violenta. Sin ponerlo en duda de esa manera yo también entiendo que hay algo que se nos impone: hay que ser así, hay que sentir así, y a veces no sucede. Ella cuestiona su rol, siente que ha sido una mala madre respecto de ese modelo casi publicitario de dicha maternal. De una manera un tanto punk, es una disidente. Habla de su hijo como un pesado o un molesto y uno pone en duda si realmente es eso lo que siente. Ella no acepta las cosas como están, pero tampoco tiene mucho espacio para maniobrar. 

–Creo que es un hallazgo la forma en que tratás la vejez, que es una entrada de lleno en la soledad, porque nuestro propio cuerpo nos traiciona. 

–Sí, el deterioro de la vejez o simplemente la vejez es un tabú. Gran parte de la sociedad no acepta el paso del tiempo y parecería que alguien que envejece no tiene nada para contar. Mi sensación es que, por momentos, de una manera brutal, Nelly es un personaje que necesita erigirse como heroína de una historia que aparentemente no la tiene como protagonista. Como a todos, me preocupa la vejez, la condena que hay sobre ella, y necesitaba atravesar ese deterioro con ella con humor y con cierta poesía, mostrar que podía ser un personaje pasional. También hay un cliché de la vejez: un viejo es bueno, es tonto. Así lo muestra la televisión y yo mismo le di un rol secundario al comenzar a escribir. Luego sentí que ahí había algo que me preocupaba y que no está tan transitado, que necesitaba indagar en el mundo de esos cuerpos que a veces no responden y en la aparición de una lucidez mayor. Voy a tener 47 años y ya siento que el cuerpo no acompaña al vigor y a las curiosidades que uno tiene y que son inagotables. Me interesaba esa fricción entre una cosa y otra. En ella aparece una sensualidad en un cuerpo que no la acompaña.

–Y la sensualidad en la vejez también es algo vedado, sobre todo para las mujeres.

–Sí, parece que cuando se alcanza cierta edad, no tienen cuerpos sensuales, erotizados. Yo trabajo con Marilú Marini, que es lo que se llamaría «una señora mayor» que acepta su cuerpo como erotizado. No hay muchas actrices que tengan esa aceptación, que consideren que ese cuerpo con arrugas, transitado, también es un cuerpo erótico. La veo un poco sola en la actitud de sentir que el cuerpo sigue latiendo y que no hay por qué disfrazarlo. Las cirugías uniforman cuando el cuerpo debería ser una particularidad. Me interesa esa disidencia. 

–El monólogo interior de Nelly no podría mostrarse a través del cine ni del teatro. Sin embargo, a veces se nota tu mirada de cineasta, por ejemplo, en la silla en que se sienta cuando va a la verdulería. Uno la ve como si la enfocaras con la cámara. 

–Siento que uno tiene la obligación de respetar los detalles y que la silla sea esa silla y no otra. Los detalles menores son a veces los detalles mayores. Aun en la brutalidad de una historia creo que hay que ser preciso  y delicado con lo que uno cuenta. Yo no hago cámara pero tengo muy buenos camarógrafos o directores de fotografía, pero el cine es  un lenguaje que me ayudó a entenderme a mí como parte del mundo. Para mí, que soy un poco tímido, la cámara es una excusa para entrar a un espacio, es un intermedio que no tengo cuando escribo. La cámara tiene algo de quirúrgico. Para lograr que una imagen sea interesante hay que encontrar su punto justo, su punto fuerte. Creo que cuando escribo también debo buscar ese punto, ese foco. Esa es la puja con la escritura. A veces se dice que el cine no tiene que ver con la narrativa. Yo creo, sin embargo, que en la narrativa también tiene que haber planos detalle, primeros planos, evocaciones. La novela es un monólogo interior que no sería posible en el cine, pero para entrar en ese flujo a veces necesité asirme de algunas imágenes muy contundentes. 

–Tu novela tiene la estructura del chisme.

–Sí, el chisme me interesa mucho como relato en mutación: va creciendo, modificándose y siempre tiene una víctima. Me interesan sus voces menores que se instalan y comienzan a ganar espacio. Surgen de la parte más baja de lo emocional, de la envidia, de lo que nadie quiere hacerse cargo. Ninguno de nosotros quiere descubrirse envidioso o competitivo. Me interesan esas zonas donde Nelly está empantanada. «