Otra que cuarentena.

Mi último día activo fue el 17 de marzo. Lo recuerdo perfectamente. Vale decir que, en mi caso, ya puedo estar hablando de cincuentena. Hacia ella me dirijo con toda la fe posible y cantando “Me siento bien”, como lo hizo para siempre el querido Negro Fontova y riendo al recordar a alguno de los 100 personajes de Marcos Mundstock en Les Luthiers (Transmite Radio Tertulia… con mi opinión y la tulia).

Gracias por las risas, chicos.

            

Barrido y limpieza

El maldito virus y el obligatorio refugio hogareño –cada cuál en lo suyo– dieron lugar a nuevas conductas. Puertas adentro –carentes de los sostenes y ayudas habituales- encaramos actividades que nos gustaron y otras que, aunque las cumplimos, no quisiéramos incorporar para siempre. En un picante momento de su programa por la AM 750 la periodista Any Ventura dialogaba hace unos días sobre este tópico con su columnista, la historiadora Araceli Bellota. Ambas, por razones sencillas de imaginar sin sus respectivas ayudantes domésticas, intercambiaron cuitas. “Con la cuarentena una descubre cosas de su propia casa y de una misma que desconocía. Nunca me imaginé que era tan enfermita de la limpieza”, dijo Ventura, por teléfono desde su departamento. Por la misma vía, Bellota apeló a la mitología griega para explicar que el propósito de pulcritud absoluta era como la metáfora del esfuerzo inútil. Y ahí citó al pobre Sísifo al que en el siglo VIII AdC (que, por cierto, ya no quiere decir más “Antes de Cristo”, sino que ahora significa “Antes del Coronavirus”) se lo sometía a la extenuante tarea de empujar una piedra enorme hasta la cima de una montaña, para inmediatamente dejarla caer y obligarlo a retomar la proeza. La vuelta a empezar de lo doméstico hizo decir a ambas, con razón, entre risas e insatisfacción: “Nunca se termina con la limpieza”. En otra radio escuché el mensaje de una oyente, identificada como Nélida, de Balvanera, que expresó su desdicha de esta contundente manera: “Sépanlo de una vez. Ser ama de casa es una mierda. Una terminó de levantar lo mucho que se ensució en el almuerzo y ya tiene que pensar que tendrá que cocinar a la noche. Todo es un gigantesco esfuerzo para nada, para que todo quede igual. Y así semanas, meses, años. No me extraña que esta condición haya enloquecido a tantas mujeres en la historia”.

Y ahora en este tan particular e indeseable momento de la historia, nos toca a los hombres probar la misma medicina que tomaron las mujeres desde siempre y que de poco les sirvió. Yo, sin la colaboración de Margarita, firme en mi existencia en los últimos 30 años, soy como una hojita en el tembladeral del desorden, diciendo varias veces al día:“¡Ah! ¿así que las tareas domésticas eran esto?”


La República de los Viejos         

La idea – francamente inoportuna – del permiso de circulación para mayores despertó severas ofensas en la República de los Viejos, además de cartas documentos y procedimientos judiciales. Esa amenaza de cuarentena recargada hizo que los sexa, septua, octo y por qué no, nonagenarias y nonagenarios – como cada tanto descalifican los medios – reaccionaran como pendejos llamando a la medida por sus nombres: “autoritaria, arbitraria, discriminatoria”. Ya bastante ultraje es tener que permanecer distantes, con barbijo y enchastrados con alcohol en gel quien sabe hasta cuándo y sin poder ver o abrazar a los seres queridos para, encima, tener que bajar una aplicación para confirmar que podemos caminar por la calle. “¡Cuidado con el exceso de cuidado!”, decía otra proclama, porque, era cierto, la propuesta de protección se parecía demasiado a invalidar. “Queriendo el bien del otro se obtiene su mal”, citaba en las redes a Lacan el psicoanalista y actor Pablo Zunino. Tienen razón los indignados (yo mismo). Nadie nos consultó por nuestras re-bajas jubilaciones, nadie nos pidió opinión sobre nuestras capacidades verdaderamente especiales ni tampoco por nuestras discapacidades endémicas. Quién seguramente se prendería en todas las reivindicaciones y demandas de desagravios hubiera sido Isidoro (también llamado Don Isidro) Vidal, el personaje central de la novela de Adolfo Bioy Casares Diario de la guerra del cerdo. En la ficción de este libro que volví a leer una de estas noches, los cerdos – víctimas de una pandemia juvenil que sale a liquidar ancianos sin razón alguna – son los viejos. En la novela de terror que nos toca vivir, a la par del mundo entero, el que mata no es un joven loco, displicente, sectario y violento, como los de la novela, sino un virus todavía bastante desconocido y traidor. En su texto, el coqueto Bioy, preocupado por el inevitable paso del tiempo, menciona a la vejez como contagio. Dentro de muy poco, pongámosle en el 2047, cuando la Argentina según Guzmán termine de pagar la deuda si los bonistas según Singer y Clarín aceptan, los de 65 y más años en todo el planeta pasarán de los 605 millones actuales a ser 2000 millones. Ya en este momento hay más mayores de 65 años que niños menores de 5. La Organización de las Naciones Unidas –consagrada en la tarea de alertar acerca de temas inútiles, u obvios– se declaró alerta y preocupada por el envejecimiento de la población. ¡Chocolate por la noticia, ONU!

Ya soy grande: tengo una cuantiosa cantidad de octubres encima, de modo que no me vitupera que me llamen viejo. También debido a esa circunstancia de la biología es que sumo experiencias que me permiten saber que, en líneas generales, las crisis (de proyectos, económicas, políticas, de pareja, solo por mencionar algunos rubros posibles) son una verdadera pandemia. Para ambas asimetrías me ofrezco muy entusiastamente a integrar un movimiento tendiente a erradicar del mapa mediático, primero a la expresión “Adulto Mayor” y, posteriormente, también a la idea de que toda crisis equivale a una oportunidad. Sí, sí señores: he superado la tercera edad y quien sabe si ya no estoy en la cuarta. Prefiero que me digan longevo, veterano, senecto y no adulto mayor.

Y desde luego no quiero que cualquiera me llame “abuelo”, porque los únicos que están autorizados a llamarme de esa manera son esos dos héroes millenials, de 14 y 11 años, mis queridos nietos.