Recorrer los once cuentos que conforman Mala letra (Anagrama) de la escritora española Sara Mesa es una forma de ver la vida desde el lado de atrás, de penetrar en la compleja trama de sufrimientos y perplejidades invisibles que pueden suscitar los hechos aparentemente más banales, es quitarle la máscara social que encubre el mecanismo de relojería del dolor y la soledad. Ya desde la imagen de la tapa que dictamina cuál es la forma correcta de tomar la lapicera, se plantea la contradicción entre lo que se debe ser según la sociedad y lo que realmente se es puertas adentro de uno mismo. De paso por Buenos Aires para presentar su libro, la escritora habló con Tiempo sobre los paisajes interiores que develan sus relatos.

–Si tuviera que definir sobre qué escribís a partir de tu libro de cuentos diría que escribís sobre el silencio, la soledad, la angustia y la culpa. ¿Estás de acuerdo con eso?

–Sí, estoy bastante de acuerdo. Creo que escribo también sobre el desconcierto y la perplejidad que me producen las relaciones humanas, ese microcosmos en el que nos movemos, nos relacionamos unos con otros. Hablo de cómo nos vemos, cómo intentamos someter o ser sometidos. Creo que mi universo son las relaciones humanas en pequeña escala, pero una pequeña escala que puede ser trasladada al funcionamiento del mundo.

–También hablás de la niñez como una zona de padecimiento que nos determina impidiéndonos ser otros de los que fuimos en la infancia.

–En la infancia se producen muchos fenómenos curiosos e irrepetibles. Por un lado, está la inocencia y la inmadurez y, por otro, está la construcción de la personalidad que va chocando con cada una de las imposiciones de la educación. No es que yo esté en contra de que se eduque, ni que piense que los niños deben criarse libremente según su propio criterio, pero la educación parte siempre de la restricción «esto sí, esto no». Muchas veces se cae en la arbitrariedad de la norma y los niños aprenden desde muy pequeños qué hay que hacer para contentar y qué es lo que no hay que hacer. Y cuando eso no se ajusta a su personalidad aprende a esconder cosas, a mentir. Ese momento del desarrollo de la naturaleza humana me resulta muy interesante porque allí se mezcla la máxima vulnerabilidad que tiene un niño con la máxima necesidad de consolidarse, de hacerse alguien. En ese momento es que aprendemos cómo funciona el mundo. Lo aprendemos en la escuela, que es un semillero de lo que vamos a encontrar en la vida. Desde el punto de vista narrativo me parece un mundo inagotable. Sin embargo, es algo que no tenía claro en mis primeros libros, es un descubrimiento bastante nuevo al que me ha ido llevando mi propia evolución narrativa.

–No describís sentimientos, sino que los personajes lo muestran a través de sus acciones. ¿Eso lo hacés conscientemente o es parte de la naturaleza de tu escritura?

–Creo que hay algo de las dos cosas. Trato de que los personajes se definan por lo que hacen o por lo que dicen, no por lo que el narrador dice de ellos. Esa es mi parte de respeto al lector que como lectora también quiero recibir. Me gusta formarme mi propio juicio sobre cómo son los personajes. Eso es innato en mi forma de escribir pero también es un reto. Cuando corrijo, me doy cuenta de cuántas veces el narrador tiende a entrometerse. Si el personaje tiene la mirada perdida en el horizonte, ya sabemos que le está pasando algo. Me gusta más esa ambigüedad de no saber exactamente qué le pasa.

–¿La culpa es un tema recurrente en tu escritura?

–Sí, es recurrente, pero no solo en mí. Dostoievski ha escrito sobre la culpa permanentemente y también lo han hecho muchos otros escritores. Te diría que es un tema bíblico, casi mitológico. Creo que mi libro de cuentos es un catálogo inconsciente de las formas que puede adquirir la culpa, que es caprichosa y arbitraria. Muchas veces nos sentimos culpables por hechos de los que no somos responsables y también sucede que hay hechos de los que sí somos responsables que no nos producen culpa. A veces, te das cuenta de que tal o cual cosa no hubiera sucedido si años atrás no hubieras hecho tal cosa. También hay gente que es inmune a la culpa como el viejo coronel franquista que aparece en uno de los cuentos. Hay culpas que se heredan, como en el caso de la chica de “Palabras piedra”, que está condenada por la sociedad a repetir los mismos errores que cometió su madre. Pretendiendo corregirla lo que hacen es todo lo contrario. Es un sentimiento muy complejo. Hoy parece que sentirse culpable está mal, que no somos culpables de nada y eso no es así. También es cierto que nos hemos criado en la sociedad de la culpa. En fin, es algo sobre lo que no tengo una opinión clara y quizá por eso hablo tanto de eso en mis cuentos.

–En un cuento decís que en la vejez, pensar es pensar en el pasado y que el pasado es casi nada. Me pareció que sos demasiado joven como para experimentar ese sentimiento.

–Quizá fue una intuición. En mi escritura no aparecen demasiados viejos y si aparecen es como personajes periféricos. No me siento cercana a ese mundo, pero espero llegar a él. Tengo una teoría un poco drástica. Creo que vivimos y hacemos cosas hasta los 20 años. Luego es todo repetición. Nos pasan cosas nuevas, por supuesto, pero ya estamos muy formados y nos repetimos constantemente. A los 40 yo siento a veces una sensación de vejez en ese sentido. La impresión de que no hay nada nuevo es un poco deprimente, pero la experimento a veces.

–Tu libro se llama Mala letra y el título alude a la experiencia escolar. ¿Cómo viviste esa etapa?

–Cuando era niña la educación era muy arbitraria y unidireccional. Autoritaria quizá sea una palabra excesiva teniendo en cuenta lo que fue en generaciones anteriores a la mía. El tema de la mala letra surge de algo autobiográfico. En la tapa del libro se ve la posición correcta y la incorrecta para escribir. En España la gente ha tenido un entendimiento visual inmediato con la tapa porque viene de unos cuadernillos de caligrafía, ortografía, matemáticas, que se utilizaban en todos los colegios en mi generación, antes y también después. Se llamaban Cuadernillos Rubio, que supongo que sería el apellido del duño de la empresa que los hacía. En todos se indicaba cómo había que tomar el lápiz y según esos cuadernillos yo lo hacía mal, aunque escribía rápido y bien. Pero como los profesores insistían en que lo hiciera de la manera correcta, yo trataba de mover mi mano como indicaba el dibujo, pero la escritura me salía mal. Ese pequeño hecho autobiográfico me hizo plantearme qué es escribir bien y qué es escribir mal. ¿Escribir bien es escribir lo esperado, lo que está de moda, lo correcto, escribir esos libros tan perfectos pero que te dejan fría? Yo prefiero escribir de una manera más auténtica, más turbulenta, más incierta. «

Palabras-piedra

Durante tanto tiempo deseé que se le descolgara la lámpara sobre la cabeza que algunas veces pienso que realmente pasó, que se se descolgó la lámpara y cayó sobre ella, pero no, pero no. La lámpara estaba ya un poco descolgada, quiero decir que estaba separada del techo un par de centímetros por uno de los lados, cosa de la que nadie se había dado cuenta y de la que yo tampoco quise avisar. Cabía el riesgo de que, si finalmente se descolgaba entera y se caía, también hiriese al tío, pero pensé que había muchos menos posibilidades de que esto sucediera porque el tío rara vez dormía en aquella cama. En cambio, la tía, además de dormir allí todas las noches, se echaba largas siestas argumentando lo de las jaquecas, así que sólo era cuestión de esperar el milagro. Por aquel tiempo creía que la intensidad con la que se deseara algo podría terminar produciéndolo, que cuanto más fuerte lo deseara, más fácil sería conseguirlo, y así yo, que era en esencia una personita realista y sabía que con mi deseo también estaba poniendo en riesgo al tío, deseaba simultáneamente que la lámpara la matase a ella pero que, como mucho, sólo lo hiriera con levedad a él. Era una lámpara pesada de cristales verdes unidos por una estructura de bronce, cristales hexagonales por el centro y triangulares en la base, donde se estrechaba para tomar la forma de una lágrima. La recuerdo con tanta precisión porque estuve acechando horas y horas la brecha entre la parte superior –un pesado cilindro macizo, ennegrecido por la humedad– y el techo de escayola –amarillento y en apariencia más bien blando–, calibrando si se agrandaba o no con el paso de los días. Pensaba que si la lámpara caía sobre la cama –dado que justo pendía encima de su pecho–, la tía no sobreviviría. No era ésta la única manera en que imaginaba su muerte.

Fragmento de
«Palabras-piedra» en Mala Letra, Marta Mesa, Editorial Anagrama, 2016.