El reconocido escritor chileno Luis Sepúlveda murió este jueves en España tras pasar más de un mes internado en el Hospital Universitario Central de Asturias con coronavirus. Nacido en Ovalle, Chile, en 1949, tenía 70 años.

Comenzó a experimentar los primeros síntomas de la enfermedad el 25 de febrero. Se le diagnosticó en ese momento una neumonía aguda y al confirmarse que padecía coronavirus fue trasladado el 29 de ese mes al hospital universitario, donde estuvo internado un mes y medio hasta su fallecimiento.

Autor de numerosas novelas, libros de viaje, ensayos y guiones y uno de los escritores de habla castellana más traducidos y leídos en Europa, Sepúlveda tuvo el mismo destino que tantos escritores latinoamericanos: el exilio, que recién pudo concretar en 1977, luego de haber padecido dos veces la cárcel, haber sufrido un arresto domiciliario y haber vivido un tiempo en la clandestinidad. Su vida siempre estuvo cruzada por las leyendas. Entre ellas, una sostiene que a los 16 años se embarcó en un ballenero, un hecho no comprobable pero que formaba parte de su imagen de hombre dispuesto a la aventura. También se dice que hizo teatro con Víctor Jara.

Al salir de Chile recorrió distintos países de América Latina, incluida la Argentina. Se dice que vivió con los indios shuar en la Amazonía, pero se radicó en Asturias, España, donde se integró activamente a la vida cultural de la región junto a su pareja, la poeta Carmen Yánez, quién también fue infectada por el virus pero logró superar la situación. 

Era un gran narrador de historias y se dedicó a la escritura desde muy joven. Su novela emblemática fue, sin duda, Un viejo que leia novelas de amor, que fue traducida a diversos idiomas, tuvo un gran éxito de ventas y fue llevada al cine con dirección de Rolf de Heer,  la actuación de Richard Dreyfuss y guión del propio Sepúlveda.

A esa novela le siguieron muchas otras obras de distinto género: Mundo del fin del mundo, que se ubica entre la investigación  la denuncia; la novela negra Nombre de Torero, Patagonia Express, un libro de viajes; los volúmenes de relatos Desencuentros, Diario de un killer sentimental, Yacaré y La lámpara de Aladino. En su novela El fin de la historia hizo regresar al personaje de Nombre de torero, Juan Belmonte.

Abordó también la literatura infantil y juvenil en Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, que fue llevada al cine por el italiano Enzo D’Alò; Historia de un caracol que descubrió la importancia de la lentitud, Historia de una ballena blanca e Historia de Mix, de Max y de Mex. 

Obtuvo numerosos galardones entre los que se cuentan el Premio Tigre Juan, el Pegaso de Oro en Florencia, y el Premio de la Crítica en Chile. Fue, además, Caballero de Las Artes y las Letras de la República Francesa y doctor honoris causa por la Universidad de Urbino, Italia.

Descendiente de mapuches por parte de uno de sus abuelos, defendió la causa de ese pueblo y del resto de las comunidades originarias. Dedicó su novela Historia de un perro llamado Leal a los mapuches y dijo en su presentación en 2016: “El pueblo mapuche es constantemente hostigado. Sus reivindicaciones, que son bastante justas, son respondidas con represión y la aplicación de una absurda legislación antiterrorista”.

Sepúlveda tuvo una activa militancia política de izquierda. Se autodefinía como “un rojo” visceral. Integró la escolta de Salvador Allende y militó en la facción guevarista del Partido Socialista de Chile (Ejército de Liberación Nacional, llamado así en homenaje al movimiento que el Che Guevara fundó en Bolivia). Impulsado por su militancia política, Sepúlveda también estuvo en ese país. “Cuando llegó el momento de combatir en Bolivia –dijo el escritor en una entrevista en La Vanguardia– muchos de nosotros fuimos a combatir allí. Y lo mismo cuando llegó el momento de echar una mano a los sandinistas para que hicieran su revolución en Nicaragua. Es lo que dictaba la conciencia política y la coherencia de uno”. Y agregó: “Cuando tuve que tomar las armas, las tomé.” Fue crítico de lo que denominó “los populismos” de Argentina.  

Como Osvaldo Soriano, Cortázar y muchos otros escritores, Sepúlveda fue amante de los gatos. Se lo ve en varias fotografías acompañado de algunos de ellos en una. Con ellos convivía y también solía integrarlos a sus ficciones. Cuando le preguntaron en una entrevista por qué era tan frecuente que a los escritores les gustaran los gatos, respondió: “Supongo que por la independencia. Un perro pide, implora, ruega por caricias, en cambio, los gatos, no. Ellos deciden la cercanía y la confianza que merecemos. Un gato es compañía silenciosa, pero muy presente, y demuestran su afecto de manera generosa. Mi gato Yoyo suele dejarme en el escritorio algún ratón cazado en el jardín, es su contribución a la casa. Siempre están ahí. Uno de los gatos de Soriano se echaba en la tapa de una de sus máquinas de escribir portátiles; el gato de Mempo Giardinelli, Sánchez, permanece impasible en la ventana mientras el escritor trabaja. Pereira, el gato que Antonio Tabucchi tenía en Lisboa, solía esperarlo sentado en el rellano de la puerta. Los gatos son un misterio similar al final de la novela que estamos escribiendo y cuyo final desconocemos.”

Pese a los sufrimientos que padecieron él y su esposa, ambos torturados durante el gobierno de Pinochet, era un hombre de gran vitalidad y entusiasmo.

Cuando le preguntaron qué era para él la muerte, contestó: “La muerte es parte de la vida, es el cierre biológico y necesario de un ciclo. Sería insoportable ser inmortal.”