(…)  “Es posible que Dios sea un ratón/y que corra a esconderse tan pronto nos vea entrar. / Y es posible que en cambio sea esa galleta vieja / mordisqueada y mohosa. No podemos saberlo. (…)Quizá Dios es tedioso, tedioso como la lluvia /y aquel paraíso suyo es un tedio mortal. / Quizá Dios tiene anteojos negros, un echarpe de seda, / dos mastines a los flancos. Quizás use polainas y está sentado en un rincón y no dice palabra. /Quizá tiene el pelo teñido, una radio a transistores /y se broncea las piernas en la terraza de un rascacielos. / No podemos saber. Ninguno sabe nada. /Quizá no bien lleguemos nos mandará al espacio /a comprarle pan, salame y una damajuana de vino.(…)”  Este poema, No podemos saberlo, es uno de los dos únicos que escribió en su vida una de las mayores novelistas italiana del siglo XX, Natalia Ginzburg, pero en él se revela la característica fundamental de su escritura: trabajar con los elementos sencillos de la vida cotidiana y volverlos significantes. En este poema, son precisamente elementos cotidianos los que sirven para imaginar una posible imagen de Dios, un Dios en el que su autora  no creía.

En medio de una vida difícil, Natalia Ginzburg hizo de la escritura no solo un oficio, sino quizá también una tabla de salvación. Lo dijo en Pequeñas virtudes: a veces escribiendo sufría y otras, gozaba, pero en cualquiera de los dos casos tenía muy claro que eso era lo que tenía que hacer.

Hija Giuseppe Levi, un judío no practicante y de Lidia Tanzi, una mujer que, pese a ser educada en el catolicismo, no hizo de él su religión, tuvo una educación laica.

Tanto sus padres como sus tíos fueron encarcelados y procesados por manifestarse contra el fascismo. Acorde con la ideología familiar, e 1938 se casó con un militante antifacista, Leone Ginzburg, de quien siempre conservó su apellido. Leone fue uno de los fundadores de la mítica editorial Einaudi, en 1933. Ya había padecido la cárcel cuando el gobierno de Benito Mussolini lo condenó al destierro, por lo que se instaló junto a su mujer en el pueblo de los Abruzos. El matrimonio tendría tres hijos. Uno de ellos, Carlo, sería un historiador de fama internacional, autor, entre otros libros, de El queso y los gusanos.

En 1944, cuando ya había comenzado la deportación de judíos, León fue apresado, torturado y asesinado en una cárcel de Roma. Natalia comenzaría a trabajar y a publicar en Einaudi.

En 1950 volvería a casarse, esta vez con un profesor de literatura inglesa, Gabriele Baldini de quien enviudaría en 1969. De ese matrimonio nacieron dos hijos, un niño y una niña. La hija tenía hidrocefalia y el hijo vivió sólo un año.

A pesar de los golpes recibidos, nunca dejó de escribir. En 1963 ganó el muy prestigioso Premio Strega por su libro Léxico familiar. En 1983, luego de un largo período de militancia, es elegida diputada por el Partido Comunista Italiano. Murió en Roma en 1991. Juan Forn dijo de ella en diciembre de 2020, cuando aparecía en castellano la biografía de Maja Pflug, Audazmente tímida: “En todas las fotos que conozco de ella, lo primero que veo siempre es ese rictus, los labios apretados, la mirada severísima, incluso en las pocos fotos en que aparece sonriendo, ese rictus que dice: “¿Cuándo van a entender?. Ya lo tenía a los siete años, en la mesa familiar, donde todos hablaban a gritos y la hacían callar porque era la menor y la entrometida perpetua. Natalia se atormentaba y los atormentaba a todos porque no entendía qué eran: si no eran judíos para los judíos (a pesar del apellido del padre) ni eran cristianos para los cristianos (a pesar de la familia de su madre), si no eran ricos para los ricos ni pobres para los pobres, ¿qué eran? ¿Por qué pasaba de sentirse privilegiada a sentirse humillada, esclava de su orgullo y también de su vergüenza? “¡Calla y aprende! ¡En esta casa somos socialistas!”, le gritó un día uno de sus hermanos. Y cuando ella preguntó qué era socialismo le contestaron: igualdad de bienes e igualdad de derechos para todos. El concepto le pareció tan clarísimo e indispensable a Natalia que se pasó el resto de la vida atónita de que la humanidad no lo pusiera en práctica de una vez. De ahí el rictus.”

En las fotos, además, suele aparecer rodeada de gatos siameses cuyos pasos silenciosos quizá acompañaban su soledad, la que padecía y la que a veces disfrutaba al escribir.

Pese a haber nacido en una familia culta, de haber sido  una mujer independiente  e intelectualmente inquieta, de haber frecuentado a los mayores intelectuales de su época, desde Cesare Pavese a Ítalo Calvino, de vivir según su modelo y no el que dictan los prejuicios, Natalia renegó de su condición de mujer en el momento de escribir. En Pequeñas virtudes, dice: “Entonces deseaba terriblemente escribir como un hombre. Sentía horror de que se descubriera que era una mujer a partir de las cosas que escribía.” Con el tiempo, sin embargo, cambió su posición.  Cuando en una entrevista le preguntan por qué se avergonzaba de ser reconocida como mujer en su escritura, contesta: “Creía tener los defectos de las mujeres, la falta de objetividad, el sentimentalismo, etcétera. Después, lentamente, con los años entendí que debe ser aceptada la condición de mujer debe ser aceptada por una escritora. Es decir, no se puede escribir sintiéndose diferente de aquello que se es, fingiendo ser diferente de lo que se es. Yo sé historias de mujeres y sé contar solo historias de mujeres.”

Aunque se pronunció contra el feminismo, alguna vez escribió: “Durante generaciones y generaciones lo único que han hecho las mujeres sobre la tierra es esperar y sufrir: esperar que alguien las ame, se case con ellas, las convierta en madre, las traicione.”

Tenía 70 años cuando se presentó a la candidatura para ser diputada.  Se manifestó resueltamente a favor de la legalización del aborto. Sin embargo, lo consideraba un crimen: «Me parece hipócrita afirmar que abortar no es matar. Abortar es matar. El derecho a abortar debe ser el único derecho a matar que la gente debe pedir a la ley».

Sus opiniones controvertidas quizá fueran una forma más de su soledad. Pese a su militancia y su probada solidaridad, siempre tuvo un mundo interior de difícil acceso que solo volcaba en sus libros. Y tal vez todo escritor y toda escritora deberían ser juzgado por ellos y no por sus declaraciones públicas o privadas. Y Ginzburg nos ha legado todo un mundo de palabras que engrandecen todo aquello a que se refiere con una extrema sensibilidad y una extrema sencillez.